El Ășltimo campanero artesano

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Al principio, Abel Portilla dudĂł de la propuesta, pero lo que parecĂan ideas extravagantes de un grupo de Barcelona se fueron volviendo tan evidentes que a Abel, ahora, no le queda mĂĄs remedio que reconocerlo:
âPoco a poco me di cuenta de que sabĂan, que aportaban.
Los visitantes le fueron contado el proyecto que una de las mujeres imaginĂł: construir un poblado en una finca de doce hectĂĄreas donde los niños crecieran sanos, conectados al profundo sentir, a los objetivos que el progreso ha despreciado. Entre dos cerros, soñó la mujer, instalarĂa una campana para que su reverberaciĂłn alcanzara toda la extensiĂłn. Portilla la fabricarĂĄ.
Portilla hace campanas con las manos: de un kilo, de cien, de mil. A los 58 años calcula que habrĂĄ hecho mĂĄs de 4.000, asĂ que tampoco es extraño que esta mañana de octubre una pequeña cuadrilla haya venido con una idea poco convencional. Portilla desdobla una pĂĄgina arrugada y en el papel se despliega un corazĂłn con tres definiciones de lo que somos: «Ănicos», «Complementarios» y «Uno».
âÂżY lo que estĂĄ escrito debajo?
âYo les decĂa a ellos que cuanto menos sepan los artesanos, mucho mejor.
Una mujer, entonces, definiĂł lo que Ă©l querĂa decir y ha recogido debajo: «SabidurĂa natural».
El pequeño grupo de personas que ha visitado el taller viene de las cumbres sociales catalanas, pero tras educar a una generaciĂłn en la universidad y en los asideros intelectuales del siglo XX, se dieron cuenta de que aquellas promesas no prometĂan nada. «Que han aprendido mucho pero no han aprendido nada», resume el campanero.
De su boca sale un castellano cantarĂn moldeado por el viento sur que sopla a menudo en Cantabria y crispa las ramas, las aguas y los nervios: cualquiera dirĂa que naciĂł en Pedreña, al otro lado de la bahĂa de Santander, tierra de mariscadoras, golfistas y ganado, porque ese tono es mĂĄs propio de las montañas que del mar. Entre ambas âla costa y el interiorâ tambiĂ©n ha estado por la mañana junto a los clientes: en Vierna, donde tiene una casa museo construida en el siglo XVI.
Una mujer del grupo le dijo, durante la visita, que aquel era un lugar con energĂa especial. Ăl comenzĂł a desperezar los seis sentidos y la imagen de la propuesta estrambĂłtica se resquebrajĂł un poco mĂĄs porque allĂ mismo, siglos atrĂĄs, habĂa un hospital de peregrinos del camino de Santiago. Todo esto es lo que le ha pasado a Portilla esta mañana de octubre con viento de nordeste.
âPero esta historia igual no viene a cuento, Âżno?
***
El taller de los hermanos Portilla estĂĄ en Gajano, un pueblo costero de Cantabria con apenas 500 vecinos. AquĂ, en un polĂgono con un puzzle de empresas, habita una nave sin nombre. Dentro se despliega un universo de campanas nuevas, viejas, medio hechas, por hacer.
Portilla es uno de los pocos artesanos de campanas en Europa, acaso el Ășnico en esta España de repique y sacristĂa. Cientos de campanas de medio mundo tañen con el alma de sus dedos: en Santander, en las cumbres de Montserrat, en Cartagena de Indias, en Cabo Verde, en Venezuela, en Colombia. Su principal cliente, con permiso de soñadores, estrambĂłticos y mecenas, es la Iglesia.
âÂżEres religioso?
âSi te digo que sĂ, mal; si te digo que no, tambiĂ©n. La gente que tiene fe no cree en las multitudesâ dice convencidoâ. Lo que hay que tener es fe: a la gente que tiene creencias no la tumba nadie.
Ăl encierra toda la fe del mundo que despuĂ©s explota en el aullido metĂĄlico de las campanas cuya tradiciĂłn, mĂĄs que añeja, es milenaria. Su significado, anclado a las mĂĄs subterrĂĄneas aguas del alma, tiene su correspondiente resonancia en muchas de las religiones milenarias. SegĂșn la tradiciĂłn budista, las campanas se componen por siete metales que corresponden a siete planetas; sus siete notas musicales se corresponden con los siete colores del arcoĂris y la vibraciĂłn del sonido anida en lo mĂĄs profundo del ser.
A estas invisibles virtudes se le da tambiĂ©n un uso mĂĄs profano y anuncia fiestas, entierros o alegrĂas. Los tiempos modernos se abrieron a los nuevos usos, pero Portilla prefiere observar en Ă©l el efecto de fabricarlas. «Las personas pueden evolucionar o que les mantenga el Estado. Y evolucionar es sacar lo que uno tiene adentro», reflexiona.
El suyo es un oficio extraño y en desuso; una pĂłcima sobre el fuego lento de cinco siglos desde que un holandĂ©s desembarcara en el puerto de Laredo âhacia 1610, 50 años antes de que Carlos V lo hiciera en el mismo puertoâ y decidiera fabricar campanas. España acababa de morder AmĂ©rica e instalarse en el nuevo imperio expandĂa sus ansias comerciales. Y asĂ, culebreando por caminos de Cantabria, el holandĂ©s llegĂł a Meruelo, el municipio donde se asienta Vierna.
Portilla se recuerda a sĂ mismo desde niño magreando moldes de campana. Su abuelo habĂa aprendido de la mano de su tĂo Constantino Linares Ortiz âquien proveĂa de campanas a la Casa Real a principios de sigloâ y le estampĂł aquel sello metĂĄlico en la sangre. Los genes no perdonan, aunque les salpiquen otros vientos, otras vidas, otras artes. «Es importante rodearte de gente que te aporte conocimientos», sentencia.
El campanero dice haberse abierto a la escultura y a la influencia de un campanero alemån, que le enseñó el arte de las campanas japonesas, y de un «francés de Estrasburgo», dice con poca importancia. A estas alturas, con el otoño desdentado, Portilla llevan fabricadas 44 campanas y hacen al año 60, aunque en su apogeo fabricaban 200. «Hay que guardar el dinero. Este tipo de trabajos tiene que ser como el agricultor, austero», explica. En estos momentos su cuadrilla estå colocando una campana de dos toneladas en Sagunto.
En el vaivĂ©n del tiempo, desde que la tradiciĂłn de los Linares-Portilla se iniciara en el arte campanero, hay parĂ©ntesis en otra arte: el de la sucesiĂłn. «Hay Ă©pocas que desaparece mucha gente», dice Portilla, a quien la modernidad va aislando, su empeño resistiendo y, la realidad, transcurriendo sin remedio. «Cuando mueres, alguien hereda el oficio: siempre lo tuve claro, aunque ahora estamos de capa caĂda porque lo artesanal es el doble de caro que lo industrial», explica sin demasiada nostalgia.
Portilla no tiene un discurso aprendido. Lanza ideas, sentencias, reflexiones que a ratos o acaban o se pierden en la nada; otras veces parece que envĂa eslĂłganes de una publicidad en la que no estĂĄ muy interesado. Sus manos, de estar algo manchadas, es de arcilla. Y en esa manera de estar en el mundo uno de sus mayores anhelos es mantener las tradiciones lo mĂĄs translĂșcidas que sea capaz. Solo concibe respirar las partĂculas mĂĄs limpias.
«Desde las instituciones no hay sensibilidad», cuenta, haciendo acopio de la experiencia. Lo Ășnico que les preocupa cuando busca el apoyo, dice, es cuĂĄnto les cuesta, asĂ que no tiene otra opciĂłn que confiar en el ser humano: «De Ă©l nacen las ideas». Y, como esas remotas comunidades que nos describen los antropĂłlogos, Ă©l predica con el ejemplo, no con la oraciĂłn, aunque sĂ dispara contra algunos de los modos de conservaciĂłn que se emplean.
Por ejemplo, en los mercadillos medievales. «Hay que tener filtros para que pasen adelante los puestos autĂ©nticos. Tiene que haber energĂa. El gorro y la coletilla no son suficientes», reflexiona mientras unas gafas descuajaringadas y pegadas con esparadrapo le sostienen la mirada. «Yo les digo: o ponĂ©is el filtro muy claro o nada».
***
Uno de los empeños de Portilla ha sido mantener los viejos modos en la elaboración de las campanas, como una fidelidad a cinco siglos de tradición. A veces las elabora al pie de las torres donde van a colocarlas. Todos los años hace lo mismo en su casa medieval de Vierna, donde funde una campana en el inmenso horno de leña que tiene instalado.
Decenas de personas y campaneros de toda España se reĂșnen en la fiesta del tañido. «La gente necesita cosas de esas: si ves una causa noble, la sociedad se entrega. En Vierna, las campanas han conseguido unirlos. Se preocupan», señala Portilla. Este verano organizĂł el evento una vez mĂĄs ây ya van 17â y tras una inesperada demora âla leña que recogiĂł Abel estaba hĂșmedaâ fundieron una campana ante un pĂșblico expectante para recordar otros tiempos. Su modo de fabricaciĂłn esconde, en realidad, un modo tan revolucionario como viejo: la pureza de las cosas.
«Quien diseña una obra grande va delegando y el alma se va perdiendo en el camino. Puede ser muy bonita la piel, pero unas cosas tienen alma y otras solo fachada. Cuando se tocan las campanas artesanales, estĂĄn calientes, estĂĄn vivas», reflexiona. Su vida, sus manos, su acento cantarĂn, la intrahistoria que sujeta su oficio; todo lleva a Abel al mismo lugar que, de sencillo, resplandece. «La vida va dejando marcas y cuando envejeces, vas cogiendo la pĂĄtina de la vida», dice convencido.
Las campanas, ademĂĄs de sus cuerpos dulces y refulgentes, son instrumentos musicales. Portilla levanta la mirada de la campana que estĂĄ trabajando y señala otra cuya nota musical es un si. Pesa 50 kilos. «Es matemĂĄtica pura», aclara, «y, para hacerlas, parto de un diĂĄmetro y empiezo a hacer divisiones». Para conseguir la misma nota debe irse a una campana de 180 kilos para reproducirla en una octava mayor, asĂ que a las destrezas de artesano se añade la del oĂdo. O el oficio: Abel tiene oficio y sabe de memoria quĂ© nota se le arranca a 50 centĂmetros de diĂĄmetro y 46 kilos de bronce: un sol.
Dice una leyenda que, cuando sonaba la campana de Toledo, una de las mĂĄs grandes del paĂs, abortaban las mujeres; otras, hablan de curaciĂłn. Entre vibraciĂłn y frecuencias por el viento, Portilla tiene intenciones parecidas en cada tañido: transmitir la alquimia de la vida.
Cada encargo es diferente. Los pedidos que llegan desde España y AmĂ©rica Latina suelen ser por tamaño, por lo que el sonido dependerĂĄ de las dimensiones. Si un campanario alberga dos instrumentos, cada una de ellas deberĂĄ de tener una nota diferente para que no suenen igual. En las campanas que elabora para Europa, el criterio estĂĄ sujeto al lenguaje musical: si hay un grupo de campanas, cada cuerpo estarĂĄ diseñado para emitir una nota musical que encaje en la sinfonĂa.
Desde las estructuras de barro y bañadas en clara de huevo âel molde de la campanaâ a las filigranas de cera que harĂĄn el relieve, todo el proceso de elaboraciĂłn tiene tintes artesanos, mientras que las estructuras que moldean la campana de bronce son de un solo uso. Al acabar la fundiciĂłn, Portilla aporrea las capas que cubren el instrumento que, como nacido por cesĂĄrea, aparece envuelto en los cuerpos que lo engendraron.
***
Portillo no recuerda muy bien cuĂĄl ha sido el encargo mĂĄs extraño que ha recibido a pesar de que haya recorrido AmĂ©rica instalando campanas, a pesar de la visita en esta mañana ventosa, a pesar de que diga que la Ășltima campana que ha hecho es la que mĂĄs le marca. «Esa es la mejor. Toda la gente que se fĂa de ti. Cuando son entendidos de la materia», explica, «tienes que dar en la clave».
Pero, sin pretenderlo, siempre gotean historias que han cambiado el rumbo de una pieza. Por ejemplo, el dĂa que Portilla fue a Os de Balaguer a entregar la segunda campana que le habĂan encargado y fue con el pintor VĂctor Pedra a unas bodegas. El hermano de Pedra iba a vendimiar los cultivos con un gran amigo, Miquel BarcelĂł, pero comenzĂł a llover y los dos artistas se quedaron a cubierto. Portilla acabĂł comiendo con todos ellos y absorbiendo ideas que BarcelĂł iba lanzando. Hay campanas hechas por este pedreñero con aliento BarcelĂł y el surrealismo estampado en el bronce.
A pesar de las sugerencias ajenas, fabricar campanas con las manos âya lo decĂamosâ no es comĂșn a estas alturas, pero en al caso de Abel parece que no existen escondrijos para dejarlo de hacer. QuizĂĄ para convencerse, hace la media de ingresos a diez años, para compensar las temporadas de buena cosecha y las de sequĂa, y quizĂĄ por eso el oficio sea tambiĂ©n algo mĂĄs. «Tienes que estar bien aplomado», dice. Es el Ășnico modo de seguir siendo el maestro campanero que le reclaman.
âÂżTe consideras un maestro?
âMaestro de nadaâdice rĂĄpidamenteâ El asunto es que, si haces campanas, por algo serĂĄ. Cuando uno se siente considerado por otros, por algo serĂĄ.
A Portilla no le sirve cualquier cosa. Por sus palabras, se observa que junto al fuego y los lingotes de bronce que gestan los instrumentos, hay que añadirle honestidad. «Que el dinero a la hora de sacarlo no vale cualquier cosa. Tiene que ennoblecerte para ir con la cabeza alta», reflexiona, y estira su convicción al extremo: «En esta sociedad puedes hasta matar y salvarte si tienes un buen abogado, pero ahà estån los valores».
Son las seis de la tarde y el aire riza las aguas del CantĂĄbrico. Portilla no perdona dĂas asĂ. Sale hacia su camioneta, donde tiene cargada la tabla de windsurf para «cabalgar el agua» y uno piensa que alguna relaciĂłn tiene ese arte de levitar sobre el mar con el de su oficio. «Hacer campanas», responde atropelladamente, «tambiĂ©n es cabalgar».
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Al principio, Abel Portilla dudĂł de la propuesta, pero lo que parecĂan ideas extravagantes de un grupo de Barcelona se fueron volviendo tan evidentes que a Abel, ahora, no le queda mĂĄs remedio que reconocerlo:
âPoco a poco me di cuenta de que sabĂan, que aportaban.
Los visitantes le fueron contado el proyecto que una de las mujeres imaginĂł: construir un poblado en una finca de doce hectĂĄreas donde los niños crecieran sanos, conectados al profundo sentir, a los objetivos que el progreso ha despreciado. Entre dos cerros, soñó la mujer, instalarĂa una campana para que su reverberaciĂłn alcanzara toda la extensiĂłn. Portilla la fabricarĂĄ.
Portilla hace campanas con las manos: de un kilo, de cien, de mil. A los 58 años calcula que habrĂĄ hecho mĂĄs de 4.000, asĂ que tampoco es extraño que esta mañana de octubre una pequeña cuadrilla haya venido con una idea poco convencional. Portilla desdobla una pĂĄgina arrugada y en el papel se despliega un corazĂłn con tres definiciones de lo que somos: «Ănicos», «Complementarios» y «Uno».
âÂżY lo que estĂĄ escrito debajo?
âYo les decĂa a ellos que cuanto menos sepan los artesanos, mucho mejor.
Una mujer, entonces, definiĂł lo que Ă©l querĂa decir y ha recogido debajo: «SabidurĂa natural».
El pequeño grupo de personas que ha visitado el taller viene de las cumbres sociales catalanas, pero tras educar a una generaciĂłn en la universidad y en los asideros intelectuales del siglo XX, se dieron cuenta de que aquellas promesas no prometĂan nada. «Que han aprendido mucho pero no han aprendido nada», resume el campanero.
De su boca sale un castellano cantarĂn moldeado por el viento sur que sopla a menudo en Cantabria y crispa las ramas, las aguas y los nervios: cualquiera dirĂa que naciĂł en Pedreña, al otro lado de la bahĂa de Santander, tierra de mariscadoras, golfistas y ganado, porque ese tono es mĂĄs propio de las montañas que del mar. Entre ambas âla costa y el interiorâ tambiĂ©n ha estado por la mañana junto a los clientes: en Vierna, donde tiene una casa museo construida en el siglo XVI.
Una mujer del grupo le dijo, durante la visita, que aquel era un lugar con energĂa especial. Ăl comenzĂł a desperezar los seis sentidos y la imagen de la propuesta estrambĂłtica se resquebrajĂł un poco mĂĄs porque allĂ mismo, siglos atrĂĄs, habĂa un hospital de peregrinos del camino de Santiago. Todo esto es lo que le ha pasado a Portilla esta mañana de octubre con viento de nordeste.
âPero esta historia igual no viene a cuento, Âżno?
***
El taller de los hermanos Portilla estĂĄ en Gajano, un pueblo costero de Cantabria con apenas 500 vecinos. AquĂ, en un polĂgono con un puzzle de empresas, habita una nave sin nombre. Dentro se despliega un universo de campanas nuevas, viejas, medio hechas, por hacer.
Portilla es uno de los pocos artesanos de campanas en Europa, acaso el Ășnico en esta España de repique y sacristĂa. Cientos de campanas de medio mundo tañen con el alma de sus dedos: en Santander, en las cumbres de Montserrat, en Cartagena de Indias, en Cabo Verde, en Venezuela, en Colombia. Su principal cliente, con permiso de soñadores, estrambĂłticos y mecenas, es la Iglesia.
âÂżEres religioso?
âSi te digo que sĂ, mal; si te digo que no, tambiĂ©n. La gente que tiene fe no cree en las multitudesâ dice convencidoâ. Lo que hay que tener es fe: a la gente que tiene creencias no la tumba nadie.
Ăl encierra toda la fe del mundo que despuĂ©s explota en el aullido metĂĄlico de las campanas cuya tradiciĂłn, mĂĄs que añeja, es milenaria. Su significado, anclado a las mĂĄs subterrĂĄneas aguas del alma, tiene su correspondiente resonancia en muchas de las religiones milenarias. SegĂșn la tradiciĂłn budista, las campanas se componen por siete metales que corresponden a siete planetas; sus siete notas musicales se corresponden con los siete colores del arcoĂris y la vibraciĂłn del sonido anida en lo mĂĄs profundo del ser.
A estas invisibles virtudes se le da tambiĂ©n un uso mĂĄs profano y anuncia fiestas, entierros o alegrĂas. Los tiempos modernos se abrieron a los nuevos usos, pero Portilla prefiere observar en Ă©l el efecto de fabricarlas. «Las personas pueden evolucionar o que les mantenga el Estado. Y evolucionar es sacar lo que uno tiene adentro», reflexiona.
El suyo es un oficio extraño y en desuso; una pĂłcima sobre el fuego lento de cinco siglos desde que un holandĂ©s desembarcara en el puerto de Laredo âhacia 1610, 50 años antes de que Carlos V lo hiciera en el mismo puertoâ y decidiera fabricar campanas. España acababa de morder AmĂ©rica e instalarse en el nuevo imperio expandĂa sus ansias comerciales. Y asĂ, culebreando por caminos de Cantabria, el holandĂ©s llegĂł a Meruelo, el municipio donde se asienta Vierna.
Portilla se recuerda a sĂ mismo desde niño magreando moldes de campana. Su abuelo habĂa aprendido de la mano de su tĂo Constantino Linares Ortiz âquien proveĂa de campanas a la Casa Real a principios de sigloâ y le estampĂł aquel sello metĂĄlico en la sangre. Los genes no perdonan, aunque les salpiquen otros vientos, otras vidas, otras artes. «Es importante rodearte de gente que te aporte conocimientos», sentencia.
El campanero dice haberse abierto a la escultura y a la influencia de un campanero alemån, que le enseñó el arte de las campanas japonesas, y de un «francés de Estrasburgo», dice con poca importancia. A estas alturas, con el otoño desdentado, Portilla llevan fabricadas 44 campanas y hacen al año 60, aunque en su apogeo fabricaban 200. «Hay que guardar el dinero. Este tipo de trabajos tiene que ser como el agricultor, austero», explica. En estos momentos su cuadrilla estå colocando una campana de dos toneladas en Sagunto.
En el vaivĂ©n del tiempo, desde que la tradiciĂłn de los Linares-Portilla se iniciara en el arte campanero, hay parĂ©ntesis en otra arte: el de la sucesiĂłn. «Hay Ă©pocas que desaparece mucha gente», dice Portilla, a quien la modernidad va aislando, su empeño resistiendo y, la realidad, transcurriendo sin remedio. «Cuando mueres, alguien hereda el oficio: siempre lo tuve claro, aunque ahora estamos de capa caĂda porque lo artesanal es el doble de caro que lo industrial», explica sin demasiada nostalgia.
Portilla no tiene un discurso aprendido. Lanza ideas, sentencias, reflexiones que a ratos o acaban o se pierden en la nada; otras veces parece que envĂa eslĂłganes de una publicidad en la que no estĂĄ muy interesado. Sus manos, de estar algo manchadas, es de arcilla. Y en esa manera de estar en el mundo uno de sus mayores anhelos es mantener las tradiciones lo mĂĄs translĂșcidas que sea capaz. Solo concibe respirar las partĂculas mĂĄs limpias.
«Desde las instituciones no hay sensibilidad», cuenta, haciendo acopio de la experiencia. Lo Ășnico que les preocupa cuando busca el apoyo, dice, es cuĂĄnto les cuesta, asĂ que no tiene otra opciĂłn que confiar en el ser humano: «De Ă©l nacen las ideas». Y, como esas remotas comunidades que nos describen los antropĂłlogos, Ă©l predica con el ejemplo, no con la oraciĂłn, aunque sĂ dispara contra algunos de los modos de conservaciĂłn que se emplean.
Por ejemplo, en los mercadillos medievales. «Hay que tener filtros para que pasen adelante los puestos autĂ©nticos. Tiene que haber energĂa. El gorro y la coletilla no son suficientes», reflexiona mientras unas gafas descuajaringadas y pegadas con esparadrapo le sostienen la mirada. «Yo les digo: o ponĂ©is el filtro muy claro o nada».
***
Uno de los empeños de Portilla ha sido mantener los viejos modos en la elaboración de las campanas, como una fidelidad a cinco siglos de tradición. A veces las elabora al pie de las torres donde van a colocarlas. Todos los años hace lo mismo en su casa medieval de Vierna, donde funde una campana en el inmenso horno de leña que tiene instalado.
Decenas de personas y campaneros de toda España se reĂșnen en la fiesta del tañido. «La gente necesita cosas de esas: si ves una causa noble, la sociedad se entrega. En Vierna, las campanas han conseguido unirlos. Se preocupan», señala Portilla. Este verano organizĂł el evento una vez mĂĄs ây ya van 17â y tras una inesperada demora âla leña que recogiĂł Abel estaba hĂșmedaâ fundieron una campana ante un pĂșblico expectante para recordar otros tiempos. Su modo de fabricaciĂłn esconde, en realidad, un modo tan revolucionario como viejo: la pureza de las cosas.
«Quien diseña una obra grande va delegando y el alma se va perdiendo en el camino. Puede ser muy bonita la piel, pero unas cosas tienen alma y otras solo fachada. Cuando se tocan las campanas artesanales, estĂĄn calientes, estĂĄn vivas», reflexiona. Su vida, sus manos, su acento cantarĂn, la intrahistoria que sujeta su oficio; todo lleva a Abel al mismo lugar que, de sencillo, resplandece. «La vida va dejando marcas y cuando envejeces, vas cogiendo la pĂĄtina de la vida», dice convencido.
Las campanas, ademĂĄs de sus cuerpos dulces y refulgentes, son instrumentos musicales. Portilla levanta la mirada de la campana que estĂĄ trabajando y señala otra cuya nota musical es un si. Pesa 50 kilos. «Es matemĂĄtica pura», aclara, «y, para hacerlas, parto de un diĂĄmetro y empiezo a hacer divisiones». Para conseguir la misma nota debe irse a una campana de 180 kilos para reproducirla en una octava mayor, asĂ que a las destrezas de artesano se añade la del oĂdo. O el oficio: Abel tiene oficio y sabe de memoria quĂ© nota se le arranca a 50 centĂmetros de diĂĄmetro y 46 kilos de bronce: un sol.
Dice una leyenda que, cuando sonaba la campana de Toledo, una de las mĂĄs grandes del paĂs, abortaban las mujeres; otras, hablan de curaciĂłn. Entre vibraciĂłn y frecuencias por el viento, Portilla tiene intenciones parecidas en cada tañido: transmitir la alquimia de la vida.
Cada encargo es diferente. Los pedidos que llegan desde España y AmĂ©rica Latina suelen ser por tamaño, por lo que el sonido dependerĂĄ de las dimensiones. Si un campanario alberga dos instrumentos, cada una de ellas deberĂĄ de tener una nota diferente para que no suenen igual. En las campanas que elabora para Europa, el criterio estĂĄ sujeto al lenguaje musical: si hay un grupo de campanas, cada cuerpo estarĂĄ diseñado para emitir una nota musical que encaje en la sinfonĂa.
Desde las estructuras de barro y bañadas en clara de huevo âel molde de la campanaâ a las filigranas de cera que harĂĄn el relieve, todo el proceso de elaboraciĂłn tiene tintes artesanos, mientras que las estructuras que moldean la campana de bronce son de un solo uso. Al acabar la fundiciĂłn, Portilla aporrea las capas que cubren el instrumento que, como nacido por cesĂĄrea, aparece envuelto en los cuerpos que lo engendraron.
***
Portillo no recuerda muy bien cuĂĄl ha sido el encargo mĂĄs extraño que ha recibido a pesar de que haya recorrido AmĂ©rica instalando campanas, a pesar de la visita en esta mañana ventosa, a pesar de que diga que la Ășltima campana que ha hecho es la que mĂĄs le marca. «Esa es la mejor. Toda la gente que se fĂa de ti. Cuando son entendidos de la materia», explica, «tienes que dar en la clave».
Pero, sin pretenderlo, siempre gotean historias que han cambiado el rumbo de una pieza. Por ejemplo, el dĂa que Portilla fue a Os de Balaguer a entregar la segunda campana que le habĂan encargado y fue con el pintor VĂctor Pedra a unas bodegas. El hermano de Pedra iba a vendimiar los cultivos con un gran amigo, Miquel BarcelĂł, pero comenzĂł a llover y los dos artistas se quedaron a cubierto. Portilla acabĂł comiendo con todos ellos y absorbiendo ideas que BarcelĂł iba lanzando. Hay campanas hechas por este pedreñero con aliento BarcelĂł y el surrealismo estampado en el bronce.
A pesar de las sugerencias ajenas, fabricar campanas con las manos âya lo decĂamosâ no es comĂșn a estas alturas, pero en al caso de Abel parece que no existen escondrijos para dejarlo de hacer. QuizĂĄ para convencerse, hace la media de ingresos a diez años, para compensar las temporadas de buena cosecha y las de sequĂa, y quizĂĄ por eso el oficio sea tambiĂ©n algo mĂĄs. «Tienes que estar bien aplomado», dice. Es el Ășnico modo de seguir siendo el maestro campanero que le reclaman.
âÂżTe consideras un maestro?
âMaestro de nadaâdice rĂĄpidamenteâ El asunto es que, si haces campanas, por algo serĂĄ. Cuando uno se siente considerado por otros, por algo serĂĄ.
A Portilla no le sirve cualquier cosa. Por sus palabras, se observa que junto al fuego y los lingotes de bronce que gestan los instrumentos, hay que añadirle honestidad. «Que el dinero a la hora de sacarlo no vale cualquier cosa. Tiene que ennoblecerte para ir con la cabeza alta», reflexiona, y estira su convicción al extremo: «En esta sociedad puedes hasta matar y salvarte si tienes un buen abogado, pero ahà estån los valores».
Son las seis de la tarde y el aire riza las aguas del CantĂĄbrico. Portilla no perdona dĂas asĂ. Sale hacia su camioneta, donde tiene cargada la tabla de windsurf para «cabalgar el agua» y uno piensa que alguna relaciĂłn tiene ese arte de levitar sobre el mar con el de su oficio. «Hacer campanas», responde atropelladamente, «tambiĂ©n es cabalgar».