La mujer que devolvĂa el rostro a los soldados de la I Guerra Mundial

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La máscara de Richard Harrow no es un invento macabro de Scorsese. Entre las fotos de Anna Coleman Ladd, una artista norteamericana que llegĂł a ParĂs en la I Guerra Mundial, hay media máscara casi idĂ©ntica, gafas incluidas, y un hombre sorprendentemente parecido a Richard. Quizá Harrow no existiĂł. Quizá Scorsese solo viera aquella máscara y le sirviese para inventar un personaje de Boardwalk Empire que podrĂa haber sido cualquiera de entre miles de hombres reales. Lo poco que sabemos del taciturno personaje es que acababa de volver de la I Guerra Mundial. La primera guerra, dicen, en la que un hombre podĂa perder la cara y seguir con vida. Para eso habĂa llegado la artista norteamericana a Paris. Para devolverles el semblante.
La metralla destrozĂł los rostros de unos 20.000 soldados durante la I Guerra Mundial. Los intentos de cirujanos como Harold Gillies y del dentista armenio Varaztad Kazanjian, pioneros en la aplicaciĂłn de la cirugĂa estĂ©tica a los rostros devastados por la metralla, no siempre eran efectivos. Incluso varias operaciones resultaban insuficientes en los casos más extremos. Tras la cirugĂa, muchos hombres seguĂan luciendo unas heridas tan visibles que eran aislados de la sociedad y se veĂan obligados al ostracismo o a encargarse de trabajos en los que nadie les viese. De ahĂ que algunos veteranos de guerra acabasen trabajando en lugares aislados u oscuros como los cines.
Para solventar este problema y alcanzar los resultados que la cirugĂa no lograba, el escultor y capitán Derwert Wood habĂa empezado a hacer experimentos en un hospital londinense en el que trabajaba como camillero, para devolver el rostro a los soldados británicos. La goma y la gelatina resultaron tĂ©cnicas exiguas y Wood acabĂł decantándose por la elaboraciĂłn de máscaras en un local que solĂan llamar ‘Tin Noses Shop’.
Wood publicĂł un artĂculo en el que afirmaba que su trabajo solo comenzaba cuando el del cirujano terminaba. El escultor decĂa que, gracias a estas nuevas máscaras, el paciente recuperaba la confianza en sĂ mismo que habĂa perdido. «Su propia existencia deja de ser una fuente de melancolĂa», escribiĂł en la revista mĂ©dica británica The Lancet.
Era 1917 y Anna Coleman Ladd (Philadelphia, 1878) estaba leyendo el artĂculo de Wood. Se habĂa mudado a Boston en 1905 y entonces ya era una aclamada escultora en la ciudad. Educada en ParĂs y Roma, y famosa por sus fuentes y bustos, habĂa conseguido exponer en varios museos de Estados Unidos. Aquello que habĂa escrito Wood la llevĂł a pensar que ella tenĂa mucho que aportar y que podrĂa hacer lo mismo que Ă©l, pero con soldados franceses. Se puso en contacto con el escultor, quien accediĂł a enviarle todos los detalles de su trabajo para que ella pudiese aplicarlos por sĂ misma en Francia.
Además, allĂ se reencontrarĂa con su marido, el pediatra Maynard Laddy, que entonces estaba en ParĂs y con quien despuĂ©s tuvo dos hijas. La fama no lo era todo. Como mujer ninguneada de su Ă©poca, supeditada al marido o al padre, Ladd no habrĂa conseguido el beneplácito de la Cruz Roja Americana para abrir un estudio de máscaras de no ser porque su marido habĂa sido designado director de la Oficina del Niño en Toul.
En diciembre de 1917, Ladd agarrĂł sus pertenencias y cruzĂł el Atlántico. Acompañada de cuatro asistentes, fundĂł el Estudio de Máscaras-Retrato de Cruz Roja Americana en ParĂs.
Tras recibir las indicaciones de Wood, Ladd comenzĂł a recorrer los hospitales de ParĂs en busca de potenciales pacientes. Alrededor de 3.000 soldados franceses acudieron a su estudio en busca de ayuda. AllĂ no habĂa espejos. Estaban prohibidos. AsĂ que el deseo por volver a la normalidad, el ambiente amistoso y las distendidas charlas, iban preparando a los soldados para lo que les esperaba: el regreso a la sociedad. Ella los llamaba los valientes sin rostro.
El proceso
Basándose en fotos antiguas y entrevistas, Ladd estudiaba todo: desde los hábitos de los pacientes hasta sus expresiones faciales. En base a ello, decidĂa el semblante que asignarĂa a cada máscara, una expresiĂłn que los veteranos mantuvieron de por vida.
Primero elaboraba un vaciado de yeso del rostro. DespuĂ©s, hacĂa una prueba sofocante con arcilla y plastilina. Entonces, el molde salĂa del estudio y, en una planta de producciĂłn, se creaba una rĂ©plica de cobre galvanizado, por ser maleable y mucho menos pesado. No obstante, cada máscara completa llegaba a pesar más de 250 gramos y solo los que necesitaban cubrir media cara lograban cargar con caretas más ligeras, de unos 100 gramos.
La versiĂłn en cobre galvanizado llegaba al estudio y entonces comenzaba el proceso de refinamiento. Ladd soldaba el resultado para dar forma a las cejas y los labios, en los casos en los que era necesario cubrir la boca. Para este tipo de máscaras, además, dejaba un espacio entre los labios en el que pudiese caber un cigarrillo. Con la máscara ya colocada sobre la cara del soldado, a fin de aproximarse con más precisiĂłn al tono de la piel, pintaba el cobre con Ăłleo. Pero el resultado no era el mejor. AsĂ que acabĂł optando por un esmalte que se podĂa lavar y cuyo acabado mate tenĂa un efecto más parecido a piel.
Cuando el soldado habĂa tenido barba, bigote o gafas, tambiĂ©n Ladd incluĂa estos elementos. A veces, tambiĂ©n lo hacĂa porque a ellos les apetecĂa cambiar un poco más de apariencia en ese momento y añadir, por ejemplo, una barba. Para este tipo de detalles utilizaba pelo real.
Aunque Ladd y sus ayudantes trabajaban sin descanso, cada máscara necesitaba varias semanas de elaboración y la Cruz Roja Americana no pudo seguir manteniendo el estudio después de la guerra.
Gracias a las máscaras de la artista, aquellos hombres dejaron de vivir como reclusos. SerĂa demasiado optimista creer que volvĂan a la más absoluta normalidad, como ella misma creĂa, porque la máscara no dejaba de ser un estigma. Pero podĂan dejarse ver en la calle, sus hijos ya no salĂan corriendo si se acercaban para darles un beso y sus mujeres dejaban de repudiarlos. Incluso alguno logrĂł conquistar a su amada, que llegĂł a aceptarle como futuro marido, segĂşn Ă©l mismo explicĂł a Ladd en una carta de agradecimiento.
Durante la guerra, la mutilaciĂłn llegĂł a estar relativamente aceptada por la sociedad solo cuando se trataba de extremidades. Lo que nadie podĂa soportar era cruzarse con un hombre sin nariz, sin una oreja o con la cara completamente desfigurada. El miedo y la vergĂĽenza jugaban siempre en contra. Y no sin razĂłn. Que aquellos hombres desfigurados no pudiesen salir a la calle no siempre fue un acuerdo tácito. Cerca del hospital facial de Gillies, en Sidcup (Inglaterra), segĂşn un artĂculo de la revista Smithsonian, alguien habĂa pintado algunos bancos de azul, lo que advertĂa a los vecinos de que un hombre sentado ahĂ serĂa angustioso de ver.
Ladd no solo llenĂł un vacĂo fĂsico, tambiĂ©n contribuyĂł a llenar los vacĂos psicolĂłgicos de casi 200 hombres que se habĂan acostumbrado a vivir en la oscuridad y a negarse a sĂ mismos. Puede que las máscaras no alcanzasen la perfecciĂłn, pero la artista consiguiĂł que algunos de esos hombres se asustasen al ver el resultado. Algunos no podĂan concebir que asĂ habĂan sido antes de dejar de ser como eran.
Las máscaras no iban a ser eternas. A causa del uso diario, apenas duraban intactas un par de años. Eso ella lo sabĂa. Ninguna ha sobrevivido a dĂa de hoy, pero el instituto Smithsonian guarda todos los documentos de Ladd publicados (fotos, diarios, etc) y hasta un vĂdeo que muestra el proceso de elaboraciĂłn de máscaras en su estudio.
Ladd regresó a Boston después de un año y medio, tras conseguir que casi 200 hombres disfrutasen de una cara nueva. A su regreso, fue condecorada con la Medalla de la Legión de Honor y nombrada Caballero de Crois de la Orden de San Sava de Serbia. Escribió dos novelas y su historia inspiró otra. No pudo hacer nada por los soldados de la Segunda Guerra Mundial: murió el 3 de junio de 1939, en Santa Barbara (California).
«Gracias a usted, puedo volver a vivir. Gracias a usted, no me he enterrado vivo en las profundidades de un hospital para discapacitados», le escribiĂł uno de sus valientes sin rostro. Es difĂcil establecer una correspondencia entre las fotografĂas de Ladd, en las que solo identificamos los rostros, y las cartas que recibiĂł, en las que solo vemos los nombres y apellidos. Por eso, es difĂcil asegurar que Richard Harrow no existiĂł.
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La máscara de Richard Harrow no es un invento macabro de Scorsese. Entre las fotos de Anna Coleman Ladd, una artista norteamericana que llegĂł a ParĂs en la I Guerra Mundial, hay media máscara casi idĂ©ntica, gafas incluidas, y un hombre sorprendentemente parecido a Richard. Quizá Harrow no existiĂł. Quizá Scorsese solo viera aquella máscara y le sirviese para inventar un personaje de Boardwalk Empire que podrĂa haber sido cualquiera de entre miles de hombres reales. Lo poco que sabemos del taciturno personaje es que acababa de volver de la I Guerra Mundial. La primera guerra, dicen, en la que un hombre podĂa perder la cara y seguir con vida. Para eso habĂa llegado la artista norteamericana a Paris. Para devolverles el semblante.
La metralla destrozĂł los rostros de unos 20.000 soldados durante la I Guerra Mundial. Los intentos de cirujanos como Harold Gillies y del dentista armenio Varaztad Kazanjian, pioneros en la aplicaciĂłn de la cirugĂa estĂ©tica a los rostros devastados por la metralla, no siempre eran efectivos. Incluso varias operaciones resultaban insuficientes en los casos más extremos. Tras la cirugĂa, muchos hombres seguĂan luciendo unas heridas tan visibles que eran aislados de la sociedad y se veĂan obligados al ostracismo o a encargarse de trabajos en los que nadie les viese. De ahĂ que algunos veteranos de guerra acabasen trabajando en lugares aislados u oscuros como los cines.
Para solventar este problema y alcanzar los resultados que la cirugĂa no lograba, el escultor y capitán Derwert Wood habĂa empezado a hacer experimentos en un hospital londinense en el que trabajaba como camillero, para devolver el rostro a los soldados británicos. La goma y la gelatina resultaron tĂ©cnicas exiguas y Wood acabĂł decantándose por la elaboraciĂłn de máscaras en un local que solĂan llamar ‘Tin Noses Shop’.
Wood publicĂł un artĂculo en el que afirmaba que su trabajo solo comenzaba cuando el del cirujano terminaba. El escultor decĂa que, gracias a estas nuevas máscaras, el paciente recuperaba la confianza en sĂ mismo que habĂa perdido. «Su propia existencia deja de ser una fuente de melancolĂa», escribiĂł en la revista mĂ©dica británica The Lancet.
Era 1917 y Anna Coleman Ladd (Philadelphia, 1878) estaba leyendo el artĂculo de Wood. Se habĂa mudado a Boston en 1905 y entonces ya era una aclamada escultora en la ciudad. Educada en ParĂs y Roma, y famosa por sus fuentes y bustos, habĂa conseguido exponer en varios museos de Estados Unidos. Aquello que habĂa escrito Wood la llevĂł a pensar que ella tenĂa mucho que aportar y que podrĂa hacer lo mismo que Ă©l, pero con soldados franceses. Se puso en contacto con el escultor, quien accediĂł a enviarle todos los detalles de su trabajo para que ella pudiese aplicarlos por sĂ misma en Francia.
Además, allĂ se reencontrarĂa con su marido, el pediatra Maynard Laddy, que entonces estaba en ParĂs y con quien despuĂ©s tuvo dos hijas. La fama no lo era todo. Como mujer ninguneada de su Ă©poca, supeditada al marido o al padre, Ladd no habrĂa conseguido el beneplácito de la Cruz Roja Americana para abrir un estudio de máscaras de no ser porque su marido habĂa sido designado director de la Oficina del Niño en Toul.
En diciembre de 1917, Ladd agarrĂł sus pertenencias y cruzĂł el Atlántico. Acompañada de cuatro asistentes, fundĂł el Estudio de Máscaras-Retrato de Cruz Roja Americana en ParĂs.
Tras recibir las indicaciones de Wood, Ladd comenzĂł a recorrer los hospitales de ParĂs en busca de potenciales pacientes. Alrededor de 3.000 soldados franceses acudieron a su estudio en busca de ayuda. AllĂ no habĂa espejos. Estaban prohibidos. AsĂ que el deseo por volver a la normalidad, el ambiente amistoso y las distendidas charlas, iban preparando a los soldados para lo que les esperaba: el regreso a la sociedad. Ella los llamaba los valientes sin rostro.
El proceso
Basándose en fotos antiguas y entrevistas, Ladd estudiaba todo: desde los hábitos de los pacientes hasta sus expresiones faciales. En base a ello, decidĂa el semblante que asignarĂa a cada máscara, una expresiĂłn que los veteranos mantuvieron de por vida.
Primero elaboraba un vaciado de yeso del rostro. DespuĂ©s, hacĂa una prueba sofocante con arcilla y plastilina. Entonces, el molde salĂa del estudio y, en una planta de producciĂłn, se creaba una rĂ©plica de cobre galvanizado, por ser maleable y mucho menos pesado. No obstante, cada máscara completa llegaba a pesar más de 250 gramos y solo los que necesitaban cubrir media cara lograban cargar con caretas más ligeras, de unos 100 gramos.
La versiĂłn en cobre galvanizado llegaba al estudio y entonces comenzaba el proceso de refinamiento. Ladd soldaba el resultado para dar forma a las cejas y los labios, en los casos en los que era necesario cubrir la boca. Para este tipo de máscaras, además, dejaba un espacio entre los labios en el que pudiese caber un cigarrillo. Con la máscara ya colocada sobre la cara del soldado, a fin de aproximarse con más precisiĂłn al tono de la piel, pintaba el cobre con Ăłleo. Pero el resultado no era el mejor. AsĂ que acabĂł optando por un esmalte que se podĂa lavar y cuyo acabado mate tenĂa un efecto más parecido a piel.
Cuando el soldado habĂa tenido barba, bigote o gafas, tambiĂ©n Ladd incluĂa estos elementos. A veces, tambiĂ©n lo hacĂa porque a ellos les apetecĂa cambiar un poco más de apariencia en ese momento y añadir, por ejemplo, una barba. Para este tipo de detalles utilizaba pelo real.
Aunque Ladd y sus ayudantes trabajaban sin descanso, cada máscara necesitaba varias semanas de elaboración y la Cruz Roja Americana no pudo seguir manteniendo el estudio después de la guerra.
Gracias a las máscaras de la artista, aquellos hombres dejaron de vivir como reclusos. SerĂa demasiado optimista creer que volvĂan a la más absoluta normalidad, como ella misma creĂa, porque la máscara no dejaba de ser un estigma. Pero podĂan dejarse ver en la calle, sus hijos ya no salĂan corriendo si se acercaban para darles un beso y sus mujeres dejaban de repudiarlos. Incluso alguno logrĂł conquistar a su amada, que llegĂł a aceptarle como futuro marido, segĂşn Ă©l mismo explicĂł a Ladd en una carta de agradecimiento.
Durante la guerra, la mutilaciĂłn llegĂł a estar relativamente aceptada por la sociedad solo cuando se trataba de extremidades. Lo que nadie podĂa soportar era cruzarse con un hombre sin nariz, sin una oreja o con la cara completamente desfigurada. El miedo y la vergĂĽenza jugaban siempre en contra. Y no sin razĂłn. Que aquellos hombres desfigurados no pudiesen salir a la calle no siempre fue un acuerdo tácito. Cerca del hospital facial de Gillies, en Sidcup (Inglaterra), segĂşn un artĂculo de la revista Smithsonian, alguien habĂa pintado algunos bancos de azul, lo que advertĂa a los vecinos de que un hombre sentado ahĂ serĂa angustioso de ver.
Ladd no solo llenĂł un vacĂo fĂsico, tambiĂ©n contribuyĂł a llenar los vacĂos psicolĂłgicos de casi 200 hombres que se habĂan acostumbrado a vivir en la oscuridad y a negarse a sĂ mismos. Puede que las máscaras no alcanzasen la perfecciĂłn, pero la artista consiguiĂł que algunos de esos hombres se asustasen al ver el resultado. Algunos no podĂan concebir que asĂ habĂan sido antes de dejar de ser como eran.
Las máscaras no iban a ser eternas. A causa del uso diario, apenas duraban intactas un par de años. Eso ella lo sabĂa. Ninguna ha sobrevivido a dĂa de hoy, pero el instituto Smithsonian guarda todos los documentos de Ladd publicados (fotos, diarios, etc) y hasta un vĂdeo que muestra el proceso de elaboraciĂłn de máscaras en su estudio.
Ladd regresó a Boston después de un año y medio, tras conseguir que casi 200 hombres disfrutasen de una cara nueva. A su regreso, fue condecorada con la Medalla de la Legión de Honor y nombrada Caballero de Crois de la Orden de San Sava de Serbia. Escribió dos novelas y su historia inspiró otra. No pudo hacer nada por los soldados de la Segunda Guerra Mundial: murió el 3 de junio de 1939, en Santa Barbara (California).
«Gracias a usted, puedo volver a vivir. Gracias a usted, no me he enterrado vivo en las profundidades de un hospital para discapacitados», le escribiĂł uno de sus valientes sin rostro. Es difĂcil establecer una correspondencia entre las fotografĂas de Ladd, en las que solo identificamos los rostros, y las cartas que recibiĂł, en las que solo vemos los nombres y apellidos. Por eso, es difĂcil asegurar que Richard Harrow no existiĂł.
Muy interesante, me ha encantado tu post.
He estudiado caracterizaciĂłn entre otras cosas y es como si hablaras de la primera de ellas.
Un saludo.
Excelente nota! Gracias por tu trabajo periodĂstico!
Muy interesante tu artĂculo. Como colega, me gustarĂa pudieras dar a conocer la bibliografĂa utilizada.
Saludos, MĂłnica
Gracias, MĂłnica. Claro. Te dejo por aquĂ algunos enlaces que leĂ. No recuerdo todos, pero sĂ son los mejores y más completos. La foto que me lleva a pensar en Richard Harrow es la segunda (a la derecha). Y la novela que inspirĂł Ana Coleman es “The Crimson Portrait”, de Jody Shields, la puedes encontrar en Amazon (con ebookmole llega en muy buenas condiciones y rápido).
http://www.theatlantic.com/health/archive/2014/08/the-first-face-transplants-were-masks/375527/
http://www.smithsonianmag.com/history/faces-of-war-145799854/?no-ist
https://www.washingtonpost.com/local/an-american-sculptors-masks-restored-french-soldiers-disfigured-in-world-war-i/2014/09/22/4748b8d4-38ec-11e4-9c9f-ebb47272e40e_story.html
Sobre Derwert Wood:
http://historybuff.com/treating-particularly-gruesome-head-injuries-world-war-ONlKDov7AaMB
Sobre Varaztaz Kazanjian: http://collections.countway.harvard.edu/onview/exhibits/show/plastic-surgery-in-boston–the/varaztad-h–kazanjian
Muy buena lectura, gracias .
Me encantĂł el artĂculo, Virginia. Un abrazo
OOOOhhh quĂ© maravilla, gracias por esta investigaciĂłn y este artĂculo. Mi fascinaciĂłn es inmensa, soy escultora retratista y me ha conmovido profundamente.
Quisiera contactarme con usted con respecto a una de sus sobras escultĂłricas
El video es increĂble.
Gracias por dejarme conocer a esta genia olvidada.
No tengo palabras…
INFINITAS GRACIAS POR TAN EXCELENTE ARTICULO, POR CONOCER DEL ARTE QUE DEVUELVE EL ALMA AL CUERPO MIL GRACIAS QUE DIOS LOS BENDIGA. YO QUIERO APRENDER ESTE ARTE.
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