AquĆ no hay quien escriba
”Yorokobu gratis en formato digital!
Poeta en cangrejerasā no era el tĆtulo de un nuevo poemario de moda. QuizĆ”s lo serĆa algĆŗn dĆa, con premio Loewe y toda la pesca, pero aĆŗn era pronto. El poemario ni siquiera se habĆa publicado. Ā”Ni siquiera estaba escrito, demonios! Me consta que por aquella Ć©poca era simplemente una idea que emborronaba su Moleskine formato Pocket color cartón. Yo lo veĆa todas las maƱanas al salir de casa, camino del metro, coleta engominada, cara de modelo, mirada acero azul desparramada sobre la calzada, anotando versos disipadamente en la cima de sus rodillas, pierna izquierda sobre la derecha, pantalones frescos a la altura del tobillo y sĆ, cangrejeras transparentes en los pies que caĆan de los mullidos banquitos exteriores del Federal CafĆ©. Era un poeta. Pero no uno cualquiera. Era poeta en cangrejeras. Como las que usĆ”bamos de niƱos para ir a la playa de grava. Solo que ahora servĆan para escribir poesĆa.
Una tarde sentĆ tanta envidia que cogĆ el portĆ”til, las llaves y el bolso y me bajĆ© al Federal a escribir. No habĆa sucumbido a la moda de las cangrejeras aquel verano y tenĆa presente la opción de que mi ostracismo estilĆstico ahuyentase a las musas. Pero estaba inspirada. Escribir en una cafeterĆa podĆa ser la solución a esa novela que nunca pasaba de la decimosexta pĆ”gina. Por fin lo veĆa claro. En las entrevistas de promoción dirĆa que habĆa sido todo gracias a esa cafeterĆa tan mona que habĆa debajo de casa con tartas de zanahoria y pinta de estar en Suecia.
En la cafeterĆa eran las seis de la tarde y hacĆa un calor marciano, los banquitos con vistas al exterior estaban vacĆos. EchĆ© un vistazo general. Mesas redonditas y mucha madera clara. Al fondo, reluciente, estaba la mesa corrida. HabĆa visto en las pelĆculas indies americanas que allĆ se sentaban los escritores de verdad. PedĆ un cafĆ© con leche, la clave del wifi y me dirigĆ hacia al Pulitzer con pasos contundentes y decididos. Ya en posición, abracĆ© la espuma del cafĆ©, en forma de corazón, como una seƱal. Pero no cantĆ© victoria. Las manos me temblaban segĆŗn abrĆa el ordenador. HabĆa estado en el Federal millones de veces (tienen los mejores croissant de la ciudad), pero me sentĆa como si esta fuera la primera.
Escribir en una cafeterĆa podĆa ser la solución a esa novela que nunca pasaba de la decimosexta pĆ”gina
Entonces llegaron los grupos de amigos. Grandes pandillas que se arremolinaban en las mesas de madera de pino y corrĆan a por sillas para ampliar la comitiva. EmpecĆ© a sudar. Miraba intermitentemente la pĆ”gina en blanco y las corrientes circulares que mis vecinos hacĆan y deshacĆan en el tiempo. EmpecĆ© a dudar de mĆ misma. A mi lado, en la mesa corrida, un par de chicos tecleaban raudos y veloces. ĀæQuĆ© estoy haciendo mal?, me preguntĆ©. Aislados por sus cascos fosforitos, los chicos, ojos forasteros, camisetas blancas, pantalón pitillo, escribĆan como si nos rodease el silencio de la Biblioteca Nacional. Era una pardilla. Una principiante. No tenĆa auriculares. Me maldije segĆŗn veĆa que entraban en el cafĆ© nuevos clientes con carritos de bebĆ©.
El tema de escribir en cafeterĆas se convirtió en una obsesión. ComprĆ© un mapa de Madrid y lo colguĆ© en la pared del salón. Como un detective privado, marquĆ© con chinchetas y ovillos de lana las cafeterĆas sospechosas de albergar literatos. Una maƱana de septiembre, cogĆ el portĆ”til y me echĆ© a las calles para ser escritora.
Si mis fuentes no me traicionaban, existĆan dos clases de cafeterĆas para escritores exhibicionistas. Para empezar, estaban las franquicias: los Starbucks y los Le Pain Quotidiene. Yo era una anglófila consagrada. HabĆa pasado veranos en Ohio y en Plymouth, dormĆa junto a las poesĆas completas de Emily Dickinson y sabĆa contar hasta cien en inglĆ©s. Aunque me gustaban mucho las pelĆculas de Truffaut supe desde el primer momento cuĆ”l era mi destino. TachĆ© Le Pain Quotidiene y empecĆ© por el Starbucks de mi barrio donde, sorpresa, tambiĆ©n habĆa una mesa corrida.
Ese fue el principal problema. Azorada, con el portĆ”til en una mano y un digestivo Mocha Frappuccino en la otra, fui saludando a todos los conocidos que trabajaban arremolinados alrededor de la mesa. Me encontrĆ© a un guionista al que habĆa entrevistado, a una correctora de la editorial de un primo, a un ilustrador, a la diseƱadora de una agencia en la que habĆa trabajado mi compaƱera de piso y al librero de mi barrio. A la hora, salĆ con todos a fumar un cigarro, nos quejamos de la maldición de la pĆ”gina en blanco, oficiĆ© las presentaciones, me cerciorĆ© de que se hacĆan buenos amigos y nunca volvĆ.
Para ser escritor, «Te tiene que gustar estar encerrado en una habitación a solas»
DecidĆ que mi lugar de escritora consagrada estaba en las cafeterĆas pequeƱas. En las cafeterĆas inspiradoras. ProbĆ© en Clarita, MaricastaƱa y La italiana, lo que enseguida di en llamar el TriĆ”ngulo de las Bermudas de las cafeterĆas con encanto. Pero no funcionó. Poco despuĆ©s, lo intentĆ© en La Bicicleta. Tampoco. Shakespeare habĆa dicho que el mundo era un gran teatro y yo descubrĆa ahora que MalasaƱa era una gran biblioteca, un enorme espacio de coworking en el que solo habĆa que pagar el importe de un smoothy de arĆ”ndanos para estar.
CambiĆ© de zona. HabĆa sido una ingenua. Estaba claro que tenĆa que haber empezado por el Barrio de las Letras. AllĆ, salpicando mis paseos con frases de Quevedo y Lope de Vega, fue donde engordĆ© un par de kilos. Las galletas de La Fugitiva estaban deliciosas, pero el club de ajedrez y los rodajes de JonĆ”s Trueba me despistaban. Lo intentĆ© en La infinito. HabĆa otros escritores de mi raza que parecĆan adaptados al medio: boli en la boca, morritos y vertiginoso tecleo. Disimuladamente, haciendo que me levantaba para pedir un batido de papaya y mango, escudriƱƩ sus pantallas y leĆ: Lorem Ipsum Lorem Ipsum. ĀæCómo es posible?, clamĆ© al cielo. Ā”No solo escribĆan sino que lo hacĆan invocados por el espĆritu mismo de Cicerón! Solo me quedaba la opción de El Azul, que era un cafĆ© muy acogedor si pillabas banquito. Pero ese dĆa estaba ocupado y era obvio que yo no estaba hecha para teclear sobre banqueta, beber cafĆ© y escribir la novela de mi generación todo a la vez. La mĆŗsica de aquellos sitios me desconcentraba, las conversaciones de alrededor eran demasiado interesantes, comprendĆ enseguida que aquella vida de escribidora nómada no estaba hecha para mĆ.
Me di por vencida con el otoƱo. Aunque aĆŗn miraba con nostalgia a los escritores a travĆ©s de las ventanas y me acordaba del poeta en cangrejeras, que por entonces debĆa de estar recogiendo los primeros ejemplares de su poemario lorquiano en la imprenta, aceptĆ© la derrota y carguĆ© con el ordenador hasta casa. Un dĆa, entre la decimosexta pĆ”gina de la novela que estaba escribiendo y mi cuenta de Twitter abierta, di con una entrevista a un escritor de cuentos que me gustaba. A la pregunta de quĆ© requisito era necesario para ser escritor, Jon Bilbao contestaba: Ā«Te tiene que gustar estar encerrado en una habitación a solasĀ». SuspirĆ©. Liberada. Al fin.
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Imagen de portada:Ā 2nix Studio / Shutterstock.com
”Yorokobu gratis en formato digital!
Poeta en cangrejerasā no era el tĆtulo de un nuevo poemario de moda. QuizĆ”s lo serĆa algĆŗn dĆa, con premio Loewe y toda la pesca, pero aĆŗn era pronto. El poemario ni siquiera se habĆa publicado. Ā”Ni siquiera estaba escrito, demonios! Me consta que por aquella Ć©poca era simplemente una idea que emborronaba su Moleskine formato Pocket color cartón. Yo lo veĆa todas las maƱanas al salir de casa, camino del metro, coleta engominada, cara de modelo, mirada acero azul desparramada sobre la calzada, anotando versos disipadamente en la cima de sus rodillas, pierna izquierda sobre la derecha, pantalones frescos a la altura del tobillo y sĆ, cangrejeras transparentes en los pies que caĆan de los mullidos banquitos exteriores del Federal CafĆ©. Era un poeta. Pero no uno cualquiera. Era poeta en cangrejeras. Como las que usĆ”bamos de niƱos para ir a la playa de grava. Solo que ahora servĆan para escribir poesĆa.
Una tarde sentĆ tanta envidia que cogĆ el portĆ”til, las llaves y el bolso y me bajĆ© al Federal a escribir. No habĆa sucumbido a la moda de las cangrejeras aquel verano y tenĆa presente la opción de que mi ostracismo estilĆstico ahuyentase a las musas. Pero estaba inspirada. Escribir en una cafeterĆa podĆa ser la solución a esa novela que nunca pasaba de la decimosexta pĆ”gina. Por fin lo veĆa claro. En las entrevistas de promoción dirĆa que habĆa sido todo gracias a esa cafeterĆa tan mona que habĆa debajo de casa con tartas de zanahoria y pinta de estar en Suecia.
En la cafeterĆa eran las seis de la tarde y hacĆa un calor marciano, los banquitos con vistas al exterior estaban vacĆos. EchĆ© un vistazo general. Mesas redonditas y mucha madera clara. Al fondo, reluciente, estaba la mesa corrida. HabĆa visto en las pelĆculas indies americanas que allĆ se sentaban los escritores de verdad. PedĆ un cafĆ© con leche, la clave del wifi y me dirigĆ hacia al Pulitzer con pasos contundentes y decididos. Ya en posición, abracĆ© la espuma del cafĆ©, en forma de corazón, como una seƱal. Pero no cantĆ© victoria. Las manos me temblaban segĆŗn abrĆa el ordenador. HabĆa estado en el Federal millones de veces (tienen los mejores croissant de la ciudad), pero me sentĆa como si esta fuera la primera.
Escribir en una cafeterĆa podĆa ser la solución a esa novela que nunca pasaba de la decimosexta pĆ”gina
Entonces llegaron los grupos de amigos. Grandes pandillas que se arremolinaban en las mesas de madera de pino y corrĆan a por sillas para ampliar la comitiva. EmpecĆ© a sudar. Miraba intermitentemente la pĆ”gina en blanco y las corrientes circulares que mis vecinos hacĆan y deshacĆan en el tiempo. EmpecĆ© a dudar de mĆ misma. A mi lado, en la mesa corrida, un par de chicos tecleaban raudos y veloces. ĀæQuĆ© estoy haciendo mal?, me preguntĆ©. Aislados por sus cascos fosforitos, los chicos, ojos forasteros, camisetas blancas, pantalón pitillo, escribĆan como si nos rodease el silencio de la Biblioteca Nacional. Era una pardilla. Una principiante. No tenĆa auriculares. Me maldije segĆŗn veĆa que entraban en el cafĆ© nuevos clientes con carritos de bebĆ©.
El tema de escribir en cafeterĆas se convirtió en una obsesión. ComprĆ© un mapa de Madrid y lo colguĆ© en la pared del salón. Como un detective privado, marquĆ© con chinchetas y ovillos de lana las cafeterĆas sospechosas de albergar literatos. Una maƱana de septiembre, cogĆ el portĆ”til y me echĆ© a las calles para ser escritora.
Si mis fuentes no me traicionaban, existĆan dos clases de cafeterĆas para escritores exhibicionistas. Para empezar, estaban las franquicias: los Starbucks y los Le Pain Quotidiene. Yo era una anglófila consagrada. HabĆa pasado veranos en Ohio y en Plymouth, dormĆa junto a las poesĆas completas de Emily Dickinson y sabĆa contar hasta cien en inglĆ©s. Aunque me gustaban mucho las pelĆculas de Truffaut supe desde el primer momento cuĆ”l era mi destino. TachĆ© Le Pain Quotidiene y empecĆ© por el Starbucks de mi barrio donde, sorpresa, tambiĆ©n habĆa una mesa corrida.
Ese fue el principal problema. Azorada, con el portĆ”til en una mano y un digestivo Mocha Frappuccino en la otra, fui saludando a todos los conocidos que trabajaban arremolinados alrededor de la mesa. Me encontrĆ© a un guionista al que habĆa entrevistado, a una correctora de la editorial de un primo, a un ilustrador, a la diseƱadora de una agencia en la que habĆa trabajado mi compaƱera de piso y al librero de mi barrio. A la hora, salĆ con todos a fumar un cigarro, nos quejamos de la maldición de la pĆ”gina en blanco, oficiĆ© las presentaciones, me cerciorĆ© de que se hacĆan buenos amigos y nunca volvĆ.
Para ser escritor, «Te tiene que gustar estar encerrado en una habitación a solas»
DecidĆ que mi lugar de escritora consagrada estaba en las cafeterĆas pequeƱas. En las cafeterĆas inspiradoras. ProbĆ© en Clarita, MaricastaƱa y La italiana, lo que enseguida di en llamar el TriĆ”ngulo de las Bermudas de las cafeterĆas con encanto. Pero no funcionó. Poco despuĆ©s, lo intentĆ© en La Bicicleta. Tampoco. Shakespeare habĆa dicho que el mundo era un gran teatro y yo descubrĆa ahora que MalasaƱa era una gran biblioteca, un enorme espacio de coworking en el que solo habĆa que pagar el importe de un smoothy de arĆ”ndanos para estar.
CambiĆ© de zona. HabĆa sido una ingenua. Estaba claro que tenĆa que haber empezado por el Barrio de las Letras. AllĆ, salpicando mis paseos con frases de Quevedo y Lope de Vega, fue donde engordĆ© un par de kilos. Las galletas de La Fugitiva estaban deliciosas, pero el club de ajedrez y los rodajes de JonĆ”s Trueba me despistaban. Lo intentĆ© en La infinito. HabĆa otros escritores de mi raza que parecĆan adaptados al medio: boli en la boca, morritos y vertiginoso tecleo. Disimuladamente, haciendo que me levantaba para pedir un batido de papaya y mango, escudriƱƩ sus pantallas y leĆ: Lorem Ipsum Lorem Ipsum. ĀæCómo es posible?, clamĆ© al cielo. Ā”No solo escribĆan sino que lo hacĆan invocados por el espĆritu mismo de Cicerón! Solo me quedaba la opción de El Azul, que era un cafĆ© muy acogedor si pillabas banquito. Pero ese dĆa estaba ocupado y era obvio que yo no estaba hecha para teclear sobre banqueta, beber cafĆ© y escribir la novela de mi generación todo a la vez. La mĆŗsica de aquellos sitios me desconcentraba, las conversaciones de alrededor eran demasiado interesantes, comprendĆ enseguida que aquella vida de escribidora nómada no estaba hecha para mĆ.
Me di por vencida con el otoƱo. Aunque aĆŗn miraba con nostalgia a los escritores a travĆ©s de las ventanas y me acordaba del poeta en cangrejeras, que por entonces debĆa de estar recogiendo los primeros ejemplares de su poemario lorquiano en la imprenta, aceptĆ© la derrota y carguĆ© con el ordenador hasta casa. Un dĆa, entre la decimosexta pĆ”gina de la novela que estaba escribiendo y mi cuenta de Twitter abierta, di con una entrevista a un escritor de cuentos que me gustaba. A la pregunta de quĆ© requisito era necesario para ser escritor, Jon Bilbao contestaba: Ā«Te tiene que gustar estar encerrado en una habitación a solasĀ». SuspirĆ©. Liberada. Al fin.
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Imagen de portada:Ā 2nix Studio / Shutterstock.com
Ā”Tiempo y dinero gastados para al final descubrir que habĆa que buscar en otro sitio! Una historia divertida š
AsĆ que escudriƱaste esa pantallas y leĆste: “Lorem Ipsum Lorem Ipsum” – puede que sea un poco bobo que se me ocurra, pero en ciertos momentos de …digamos momentos de atención aminorada sucede que visito http://es.lorem-ipsum.info. Uno de estos generadores muy conocidos que tiene algo especial – por ejemplo hace texto japonĆ©s y chino aƱadiendole algo de gramĆ”tica y ortografĆa para que no parezca bobo a un japonĆ©s o chino, ademas de docenas de otras variaciones raras. Tiene algo de hipnotizante.
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