La cosa no es que la aventura sea imprevisible, sino que lo parezca: la emoción no nace de la clandestinidad, sino de simular la clandestinidad, aunque ya no tenga sentido. Los bares speakeasy son lugares anacrónicos. Se inspiran en los locales que, durante la ley seca de Estados Unidos (1920-1933), se disfrazaban de pajarerÃas o de lavanderÃas para ocultar que, detrás de alguna pared falsa o en el sótano, servÃan litros de alcohol.
Entonces la necesidad de supervivencia etÃlica obligó a muchos a transgredir la ley. Los establecimientos se instalaban en recodos de la ciudad, muchos no tenÃan rótulo ni para despistar; parecÃan lugares muertos. Y para evitar que algún vecino demasiado legal o algún algún alcohólico sobrio y sin dinero avisara a la policÃa, se hablaba a susurros.
Hoy las autoridades permiten que nos cozamos a gusto, incluso el sistema lo agradece y, sin embargo, desde hace unos años, han venido proliferando estos establecimientos semiocultos que usan la clandestinidad como un potente reclamo comercial.
El experto en neuromarketing y conducta del consumidor Francisco Torreblanca habla de lo oculto o lo prohibido como gran herramienta del marketing emocional: «Las cosas evidentes pasan desapercibidas, pero lo inesperado genera una gran provocación que nos empuja a tomar una decisión».
Una vez dentro ofrecen poca luz, mobiliario de diseño, sigilo y cócteles y menús carÃsimos. Estos lugares se enfrentan a una paradoja publicitaria: cómo vestirse de prohibición a la vez que se anuncian por las redes sociales e invierten tiempo y dinero en estrategias de relaciones públicas. Para que el invento funcione hace falta un cliente voluntariosamente ingenuo que se deje guiar por una ficción.
En realidad, aquÃ, la clandestinidad es la lencerÃa de la exclusividad, una forma de erotizar o electrificar una forma de venta y una palabra que, a fuerza de repetirse, ha quedado relegada a la posición más humillante que se puede ocupar en el mundillo publicitario de hoy: la previsibilidad.
En opinión de Torreblanca, el público de estos lugares oscila entre los 30 y los 40 años. Se trata de personas que ya han acumulado experiencias gastronómicas y que disfrutan de una interconectividad importante con otras personas: «Por eso, les gusta probar cosas diferentes, están dispuestos a dejarse llevar».
La mejor arma de comunicación de estos establecimientos es el propio cliente. «Aquà las redes sociales son un altavoz de ciertas leyendas urbanas, incluso se incurre en pequeñas exageraciones de un consumidor a otro», analiza Torreblanca. Y concluye: «La exageración forma parte de nuestro proceso mental y hace que disparemos nuestros niveles de protagonismo, lo hacemos sin darnos cuenta, en casi todo lo que contamos».
La cosa no es que la aventura sea imprevisible, sino que lo parezca: la emoción no nace de la clandestinidad, sino de simular la clandestinidad, aunque ya no tenga sentido. Los bares speakeasy son lugares anacrónicos. Se inspiran en los locales que, durante la ley seca de Estados Unidos (1920-1933), se disfrazaban de pajarerÃas o de lavanderÃas para ocultar que, detrás de alguna pared falsa o en el sótano, servÃan litros de alcohol.
Entonces la necesidad de supervivencia etÃlica obligó a muchos a transgredir la ley. Los establecimientos se instalaban en recodos de la ciudad, muchos no tenÃan rótulo ni para despistar; parecÃan lugares muertos. Y para evitar que algún vecino demasiado legal o algún algún alcohólico sobrio y sin dinero avisara a la policÃa, se hablaba a susurros.
Hoy las autoridades permiten que nos cozamos a gusto, incluso el sistema lo agradece y, sin embargo, desde hace unos años, han venido proliferando estos establecimientos semiocultos que usan la clandestinidad como un potente reclamo comercial.
El experto en neuromarketing y conducta del consumidor Francisco Torreblanca habla de lo oculto o lo prohibido como gran herramienta del marketing emocional: «Las cosas evidentes pasan desapercibidas, pero lo inesperado genera una gran provocación que nos empuja a tomar una decisión».
Una vez dentro ofrecen poca luz, mobiliario de diseño, sigilo y cócteles y menús carÃsimos. Estos lugares se enfrentan a una paradoja publicitaria: cómo vestirse de prohibición a la vez que se anuncian por las redes sociales e invierten tiempo y dinero en estrategias de relaciones públicas. Para que el invento funcione hace falta un cliente voluntariosamente ingenuo que se deje guiar por una ficción.
En realidad, aquÃ, la clandestinidad es la lencerÃa de la exclusividad, una forma de erotizar o electrificar una forma de venta y una palabra que, a fuerza de repetirse, ha quedado relegada a la posición más humillante que se puede ocupar en el mundillo publicitario de hoy: la previsibilidad.
En opinión de Torreblanca, el público de estos lugares oscila entre los 30 y los 40 años. Se trata de personas que ya han acumulado experiencias gastronómicas y que disfrutan de una interconectividad importante con otras personas: «Por eso, les gusta probar cosas diferentes, están dispuestos a dejarse llevar».
La mejor arma de comunicación de estos establecimientos es el propio cliente. «Aquà las redes sociales son un altavoz de ciertas leyendas urbanas, incluso se incurre en pequeñas exageraciones de un consumidor a otro», analiza Torreblanca. Y concluye: «La exageración forma parte de nuestro proceso mental y hace que disparemos nuestros niveles de protagonismo, lo hacemos sin darnos cuenta, en casi todo lo que contamos».