En la Rambla de Palma de Mallorca había una cabina sin teléfono. Era una especie de cadáver abandonado a su suerte. Un armatoste que, al no servir ya para nada, se había hecho invisible. Pero un día, unos arquitectos pasaron por allí y la vieron. Descubrieron esa y muchas más que habían quedado abandonadas, rendidas al óxido que produce la brisa de la isla, sin ninguna utilidad.
El colectivo Arquitectives pensó que estaban a tiempo de recuperar esas cabinas antes de que murieran para siempre, y ya que estaban en la calle, podrían convertirse en un nuevo objeto que pudiera disfrutar todo el mundo. A principios del pasado junio los miembros de este colectivo ajustaron tres tableros de madera en la cabina, colocaron unos libros encima y la convirtieron en una biblioteca. En el interior de esos ejemplares pegaron un adhesivo que decía:

Arquitectives presentó esta primera ‘bibliocabina’ en una página de Facebook y gustó mucho. En números: «800 Likes en cuatro días», según Llorente. «Acciones como #estoesunabiblio demuestran que es fácil despertar nuestra naturaleza primitiva. Queremos devolver el espacio urbano a los ciudadanos y volver a crear comunidad en una sociedad individualista y una época en la que nuestras relaciones se reducen a la rapidez del pulgar y nuestros sentimientos a pequeñas caras de color amarillo».
El colectivo recuerda lo que dijo Jaime Lerner. El urbanista hablaba de ‘acupuntura urbana’ para explicar que nuevos hábitos en la población pueden crear grandes transformaciones sin necesidad de mover un ladrillo. Eso es exactamente lo que ellos quieren hacer. Exactamente el mismo empeño que ellos tienen en que los individuos aprendan a mirar y aprovechar las calles, las construcciones y el mobiliario que les rodea, y lo sientan, además, como un lugar destinado a convivir y relacionarse con sus vecinos.
Cinco días después de instalar la primera bibliocabina para que los ciudadanos intercambiaran libros recibieron una foto de un amigo que mostraba a un operario del servicio de limpieza municipal desmontando la biblioteca y tirando los volúmenes a la basura. Llorente cogió el teléfono y llamó al departamento de mantenimiento de cabinas de Telefónica.
–¿Han sido ustedes los que han dado la orden de desmontar la biblioteca en la cabina de la Rambla? –preguntó.
–No. Esa cabina está en suelo público y por eso se considera mobiliario del espacio público. El deber de cuidarlo es del Ayuntamiento –contestaron.
Los arquitectos llamaron a Emaya, la compañía de limpieza, y el individuo que contestó excusó al operario porque, según dijo, pensaba que eran unos trastos que alguien había dejado en la cabina. La queja llegó hasta oídos de la nueva portavoz del Ayuntamiento de Palma y presidenta de esta empresa, Neus Truyol, y a ella le gustó la iniciativa. Tanto que la defendió públicamente en Twitter.

Arquitectives volvió a montar la biblioteca y abrió una más en la Plaza París. El colectivo quiere que este sea el principio de una amplia red de bibliotecas públicas en cabinas desiertas y que llegue tan lejos como se estire un mapa.
En la web estoesunabiblio.com han escrito las instrucciones para que cualquier persona pueda instalar una bibliocabina. Dicen que saben que es un reto. No es fácil que una instalación perdure mucho tiempo en un país acostumbrado a pensar que lo público no es de nadie en vez de creer que lo público es de todos y, por lo tanto, suyo también. Pero no creen en la política del miedo ni en la instalación de cámaras de vigilancia. «Lejos de incrementar nuestra sensación de seguridad, la percepción de un exceso de vigilancia puede darnos a entender que el lugar en el que nos encontramos es un espacio hostil», indican en un artículo en el que presentan esta acción.
«Hemos hablado con un criminólogo para intentar averiguar por qué en Londres o Nueva York estas iniciativas perduran en el tiempo y aquí duran tan poco», relata Llorente. «Llegamos a la conclusión de que allí hay más conciencia ciudadana del espacio común. Tenemos que trabajar este concepto».
En el site incluyen un mapa que informa de las cabinas vacías donde se puede instalar una nueva biblioteca, las que se han convertido en bibliocabinas y las que han desaparecido por ataques vandálicos o porque un operario de limpieza no entendió qué estaba ocurriendo ahí. Tendrán que ser «los ojos de la calle», dicen, los que se encarguen de defender estas nuevas bibliotecas. «Esos mismos ojos que llevarán a las ciudades a modelos más sostenibles y el respeto por el espacio público».




En la Rambla de Palma de Mallorca había una cabina sin teléfono. Era una especie de cadáver abandonado a su suerte. Un armatoste que, al no servir ya para nada, se había hecho invisible. Pero un día, unos arquitectos pasaron por allí y la vieron. Descubrieron esa y muchas más que habían quedado abandonadas, rendidas al óxido que produce la brisa de la isla, sin ninguna utilidad.
El colectivo Arquitectives pensó que estaban a tiempo de recuperar esas cabinas antes de que murieran para siempre, y ya que estaban en la calle, podrían convertirse en un nuevo objeto que pudiera disfrutar todo el mundo. A principios del pasado junio los miembros de este colectivo ajustaron tres tableros de madera en la cabina, colocaron unos libros encima y la convirtieron en una biblioteca. En el interior de esos ejemplares pegaron un adhesivo que decía:

Arquitectives presentó esta primera ‘bibliocabina’ en una página de Facebook y gustó mucho. En números: «800 Likes en cuatro días», según Llorente. «Acciones como #estoesunabiblio demuestran que es fácil despertar nuestra naturaleza primitiva. Queremos devolver el espacio urbano a los ciudadanos y volver a crear comunidad en una sociedad individualista y una época en la que nuestras relaciones se reducen a la rapidez del pulgar y nuestros sentimientos a pequeñas caras de color amarillo».
El colectivo recuerda lo que dijo Jaime Lerner. El urbanista hablaba de ‘acupuntura urbana’ para explicar que nuevos hábitos en la población pueden crear grandes transformaciones sin necesidad de mover un ladrillo. Eso es exactamente lo que ellos quieren hacer. Exactamente el mismo empeño que ellos tienen en que los individuos aprendan a mirar y aprovechar las calles, las construcciones y el mobiliario que les rodea, y lo sientan, además, como un lugar destinado a convivir y relacionarse con sus vecinos.
Cinco días después de instalar la primera bibliocabina para que los ciudadanos intercambiaran libros recibieron una foto de un amigo que mostraba a un operario del servicio de limpieza municipal desmontando la biblioteca y tirando los volúmenes a la basura. Llorente cogió el teléfono y llamó al departamento de mantenimiento de cabinas de Telefónica.
–¿Han sido ustedes los que han dado la orden de desmontar la biblioteca en la cabina de la Rambla? –preguntó.
–No. Esa cabina está en suelo público y por eso se considera mobiliario del espacio público. El deber de cuidarlo es del Ayuntamiento –contestaron.
Los arquitectos llamaron a Emaya, la compañía de limpieza, y el individuo que contestó excusó al operario porque, según dijo, pensaba que eran unos trastos que alguien había dejado en la cabina. La queja llegó hasta oídos de la nueva portavoz del Ayuntamiento de Palma y presidenta de esta empresa, Neus Truyol, y a ella le gustó la iniciativa. Tanto que la defendió públicamente en Twitter.

Arquitectives volvió a montar la biblioteca y abrió una más en la Plaza París. El colectivo quiere que este sea el principio de una amplia red de bibliotecas públicas en cabinas desiertas y que llegue tan lejos como se estire un mapa.
En la web estoesunabiblio.com han escrito las instrucciones para que cualquier persona pueda instalar una bibliocabina. Dicen que saben que es un reto. No es fácil que una instalación perdure mucho tiempo en un país acostumbrado a pensar que lo público no es de nadie en vez de creer que lo público es de todos y, por lo tanto, suyo también. Pero no creen en la política del miedo ni en la instalación de cámaras de vigilancia. «Lejos de incrementar nuestra sensación de seguridad, la percepción de un exceso de vigilancia puede darnos a entender que el lugar en el que nos encontramos es un espacio hostil», indican en un artículo en el que presentan esta acción.
«Hemos hablado con un criminólogo para intentar averiguar por qué en Londres o Nueva York estas iniciativas perduran en el tiempo y aquí duran tan poco», relata Llorente. «Llegamos a la conclusión de que allí hay más conciencia ciudadana del espacio común. Tenemos que trabajar este concepto».
En el site incluyen un mapa que informa de las cabinas vacías donde se puede instalar una nueva biblioteca, las que se han convertido en bibliocabinas y las que han desaparecido por ataques vandálicos o porque un operario de limpieza no entendió qué estaba ocurriendo ahí. Tendrán que ser «los ojos de la calle», dicen, los que se encarguen de defender estas nuevas bibliotecas. «Esos mismos ojos que llevarán a las ciudades a modelos más sostenibles y el respeto por el espacio público».




Soy rata de bilbioteca, me paso muchas horas en las bibliotecas. El reseñado es un buen proyecto, conceptualmente. A nivel práctico su calidad depende de los libros que circulen. El book crossing ya está presente en decenas de bares en toda ciudad de provincias (como Palma).
Un comentario sobre la frase «Llegamos a la conclusión de que allí hay más conciencia ciudadana del espacio común. Tenemos que trabajar este concepto» También soy arquitecto y he vivido más de una década en NY, y no, no hay mayor conciencia ciudadana, es una cuestión de número de personas. Por encima de cierta cantidad de gente muchas iniciativas se erosionan a otro nivel.
Las redes distorsionan ese efecto y algo que parece de una importancia recibe atención. La conciencia urbana se consigue por ejemplo: cumpliendo con las normas que fortalecen la “civilidad”, eso implica desde ser amable, a ser humilde, a ser agradecido, a respetar lo que es de todos (los libros de una biblioteca, por ejemplo, devolverlos). O si te pides unos cafés pagarlos. O si vas a cenar pagar la cena. O si vas a un quiosco pagas la revista (Yorokobu). Eso es el fundamento, todo lo demás es añadido.
Gracias por permitirme reflexionar en voz alta. Y a lo que voy, esta incitativa que está muy bien, ha movilizado de 10 a 50 libros y sus 800 like, enhorabuena. Esos likes se han incrementado por Yorokobu y la pluma grácil de Mar Abad, pero en realidad ayuda a que la gente lea mejor, comprenda más…
El mito del espacio urbano, es un clásico, y hasta que no cambien otras cosas (relaciones de poder capitalistas: unos aprovechados aprovechándose de otros) los cambios de mobiliarios urbanos serán un maquillaje. Las ciudades serán más sostenibles cuando las personas respeten lo común y eso es un acto político, y eso empieza por dejar esas feas actitudes de ser capitalista en la oficina y ‘anarquista’ en facebook. Felicitaciones a quien libera su mente a diario y al que colabora desinteresada y generosamente.
Este año he visto, en las playas que hay justo encima de la bahía de Arcachon, unos estantes a la entrada de cada playa con libros, para coger uno y dejar otro, me parece una buena idea, esperemos que los “·”$·@#~ de siempre no la jodan a base de robar o dañar los libros.
Sé que las principales bibliotecas tienen espacios para el book crossing. Además de bibliotecas públicas, hay muchas librerías y cafés que tienen libros para intercambiar. Todo va en la misma línea. Salvo las ansias mafiosas privatizadoras de muchos gestores del PP y del PSOE. Ok, recuperar el espacio público, genial ¿pero cuando fue nuestro? Lo perdimos desde el momento que somos ciegos a lo que los gobiernos capitalistas hacen. Y si soy escéptica antes las modas pasajeras es porque veo mucho búsqueda de notoriedad pero poca solidaridad a la hora de hacer algo por el colectivo. Facebook distorsiona esa realidad… Y digo esto no como aguafiestas, sino como simple amante de la cultura y no de sus espejismos… el asociarse no depende del lugar, no viene determinado por el mobiliario urbano, tiene que ver con cultura, generosidad y solidaridad, algo ajeno a planes maestros. Lerner siempre repitió que el lugar no es el problema… sino lo que hagas en él. ¿Usamos el espacio público? Muy bien. ¿Cómo lo hacemos? Esa es la clave.
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