En un lugar de la mente, entre las páginas de un libro quizá, está la ciudad de Carcosa. Este lugar imaginario, nacido de la fantasÃa de Ambrose Bierce, tiene un origen ancestral.
Aunque en el mundo nuestro de los papeles escritos, la ciudad apareció en 1886: el año en que el poeta estadounidense publicó el relato Un habitante de Carcosa. Y no ha podido el olvido con esta villa incierta; aún palpita hoy en la serie True Detective.
Aquel lugar que se dio a conocer… bajo los pies de un tipo llamado Bayrolles. Fue un dÃa sin sol. FrÃo, húmedo. Arriba, sobre su cabeza, sentÃa una bóveda plomiza de nubes bajas, grisáceas, insinuando quizá una maldición.
Lo que parecÃan piedras resultaron lápidas. Eran reliquias, vestigios de la vanidad humana, monumentos de piedad y afecto tan gastados, y el lugar tan abandonado, que Bayrolles no pudo más que creerse el descubridor del cementerio de una raza prehistórica cuyo nombre se habÃa extinguido hacÃa milenios.

Pero ¿cómo habÃa llegado hasta ahÃ? De pronto recordó que estaba enfermo, que un repentino ataque de fiebre lo habÃa aplastado en la cama. ¿La cama? ¿Dónde estaba ahora su cama? ¿Dónde estaba su familia? ¿Qué hacÃa él en aquel cementerio? ¿EstarÃa delirando de fiebre?
Llamó a su mujer. Gritó a sus hijos. Tendió las manos hacia quien fuera.
A lo lejos, una cabeza pareció brotar de la tierra. Medio desnudo, medio envuelto en pieles, el hombre se fue acercando.
—¡Que Dios te guarde! —dijo, pero aquel ser no le prestó la menor atención—. Buen extranjero, estoy enfermo y perdido. Te ruego que me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Bayrolles se sentó al pie de un árbol. Ya no sentia fiebre, no podÃa estar delirando. ¿EstarÃa loco entonces? Entre las raÃces vio una sepultura de la que habÃa brotado el árbol. Las raÃces hambrientas habÃan saqueado la tumba y aprisionado la lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y distinguió entonces las letras de una inscripción. Se inclinó a leerlas.
¡Dios mÃo! ¡Mi propio nombre! ¡La fecha de mi nacimiento! ¡Y la fecha de mi muerte!