6 de junio 2016    /   IDEAS
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Carmen de Burgos, la escritora y activista que Franco borró de la historia

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Burgos

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—No seas tonta, Dolores, y no te abatas asĆ­ —solĆ­a decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tĆŗ te mereces y ande por ahĆ­ con querindangas. Pero no sabes tĆŗ lo que hacen otros. DespuĆ©s de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. CrĆ©ete que lloras sólo con un ojo.
Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal.
Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.
(La malcasada, Carmen de Burgos)

El matrimonio durante mucho tiempo fue una jaula con un trapo encima. Lo que ahí pasaba ahí quedaba. Podían ser caricias o, también, gritos y palos. Huir no era mucho mejor. DetrÔs de los barrotes esperaban, casi siempre, la pobreza y el rechazo. Aun así, algunas mujeres escaparon. Muy pocas. Una de ellas, Carmen de Burgos, no sólo abandonó a un marido Ôspero y mujeriego. A principios del siglo XX esta almeriense emprendió la primera campaña en prensa a favor del divorcio y luchó durante décadas por el sufragio femenino y la independencia de la mujer.

Carmen de Burgos fue la primera periodista española que trabajó en una redacción y la primera corresponsal de guerra de este país. Escribió mÔs de cien relatos cortos y novelas largas, redactó miles de artículos, dio conferencias por varios países y dejó su último aliento en convertir España en una república democrÔtica, progresista y afanada en educar a sus habitantes.

Colombine, como también la llamaban, fue una de las escritoras y defensoras de los derechos de la mujer mÔs reconocidas y admiradas en las primeras décadas del XX. España quedó pequeña a su fama y en su madurez fue aclamada en Europa y América Latina. Era una de las pocas mujeres de referencia de principios del siglo XX, junto a Emilia Pardo BazÔn, Clara Campoamor o Victoria Kent. Pero ¿qué ocurrió para que su nombre fuera borrado de la historia con esa precisión quirúrgica?

La malcasada

Carmen de Burgos Seguí (1867-1932) era una mujer hermosa. Tenía los rizos vigorosos y los ojos negros de la belleza andaluza. Era recia y elegante. De naturaleza volcÔnica, como dijo Ramón Gómez de la Serna. QuizÔ porque creció en un antiguo crÔter de un volcÔn: el valle de Rodalquilar.

Un día, cuando aún era adolescente, un periodista de Almería llamado Arturo Álvarez Bustos le dedicó un poema de amor. Y no paró hasta que la conquistó. Fue «un episodio de ingrato recuerdo», comentó en una entrevista en La Esfera, a los 55 años. «Lo motivó la equivocación mÔs grande de mi vida. Mi rebeldía me llevó a casarme, contra la voluntad paterna».

La tragedia empezó la propia noche de bodas. La almeriense sufrió el mismo trauma que Sissi Emperatriz, una adolescente alemana de 16 años que llegó a la alcoba con Francisco José de Habsburgo sin que nadie le advirtiera antes que los hijos, en realidad, no vienen de París. En su novela La malcasada (1923), que de forma velada se basa en sus recuerdos, Colombine escribió:

«No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu».

carmen de burgos
Sissi Emperatriz

Arturo Ɓlvarez vivĆ­a en las tabernas. Colombine lo dejó entrever en aquella novela: Ā«Pues tambiĆ©n es humor estar aquĆ­ sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a quĆ© hora vendrĆ”. (…) Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme. Ā”QuĆ© hombres! El mejor, asadito y con limónĀ».

Ella, mientras, se afanaba en la aspiración de toda mujer de bien: llenar su hogar de vÔstagos. Pero el destino jugaba en contra. El primer bebé falleció trece horas después de nacer, la segunda a los dos días y el tercero a los ocho meses. Igual que le ocurrió a Mary Shelley (1797-1851), la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, Carmen de Burgos asistió a la muerte de sus tres primeros hijos y entonces, en cierto modo, ella también murió. El escritor Ramón Gómez de la Serna lo contó así años después:

Ā«Hasta que un dĆ­a a Carmen se la [sic] murió un hijo ā€œen los brazos, sin saber que se la morĆ­a, porque como tenĆ­a la fiebre, confió en aquel ardor, hasta que se lo quitaron de entre los brazosā€. Carmen, cuando sintió que se lo quitaban y el porquĆ© se lo quitaban, cerró los ojos presa de un ataque a la cabeza. Cuando despertó, cuando ā€œremitiĆ³ā€ la muerte, era otra, es decir, era la misma, sino que resuelta, llena de insubordinación, con un habla nueva y desatada, extraƱa a las cosas de su alrededor, combativa y libertadaĀ».

La periodista renació con una vitalidad inexplicable. Parecía que algún Victor Frankenstein había recompuesto ese cuerpo roto de dolor en un ser con el mismo deseo de amar que la criatura que diseñó en su laboratorio el científico de la novela de Mary Shelley.

A las dos escritoras la ansiada descendencia llegó después del cuarto parto. En 1895 nació la única hija que sobrevivió a la almeriense. La escritora amó y cuidó a María de los Dolores Ramona Isabel como lo mÔs grande de su vida. Decía que, de todo lo que hizo en su vida, ella era su «obra maestra». Aunque María Álvarez de Burgos (como se conoció después), a los 34 años, perdida entre la cocaína y los desastres amorosos, asestara un último estoque al corazón vapuleado de su madre.

Harta de un marido infame, a finales de agosto de 1901, Carmen de Burgos Seguí metió sus cosas en una maleta y se fue a Madrid. Llegó con su hija y un título de maestra que había sacado, estudiando por las noches, a escondidas de su esposo. Tenía 33 años y una plaza en un colegio de Guadalajara, pero lo que de verdad quería era vivir en Madrid, porque su ambición ya no era formar una familia numerosa. Ansiaba trabajar en periódicos y entrar en los círculos intelectuales y de escritores de la época. Probablemente, igual que la protagonista de su novela La que se casó muy niña (1923), «experimentaba repugnancia por el marido» y decidió:

—«Yo no quiero tener mĆ”s hijosĀ».

En Madrid, un tío suyo «senador del Reino», Agustín de Burgos, le abrió las puertas de su hogar y le presentó a algunos de sus contactos. Un año antes, la escritora le había dedicado su primer libro de relatos breves, Ensayos literarios. Era 1900 y muchos hombres veían con sorpresa, y un cierto desagrado, que una mujer saliera de la cocina para emprender una carrera literaria. En el prólogo, el conocido poeta almeriense Antonio Ledesma HernÔndez declaró que las mujeres podían participar del pensamiento y el conocimiento, pero siempre dentro de un orden:

Ā«De eso al feminismo exagerado que se ha despertado en nuestros dĆ­as, hay ciertamente gran distancia: (…) esa promiscuidad feminista que, no haciendo diferencia entre la distinta misión moral y social de ambos sexos, pretende igualarlos en actividades y derechos, y crear una sociedad histórica donde no haya preeminencias para ninguno, ni autoridad, ni por consiguiente familia ni Estado posiblesĀ».

Ese ā€˜feminismo exagerado’ que llevarĆ­a al caos y la destrucción era, en realidad, manso y dócil. Hay que Ā«procurar librarse del egoĆ­smo y anteponer las conveniencias de los demĆ”s a las propias, para no hacer nada que disguste a los otrosĀ», escribió la autora en El arte de ser mujer (1920).

Era un feminismo conciliador que jamÔs intentó hincar el diente a nadie. «No es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre», explicó en La mujer moderna y sus derechos (1927), «sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado».

carmen de burgos
Carmen de Burgos

Sus exigencias quedaban muy lejos de las reivindicaciones que pedían 4.000 kilómetros hacia el este: las líderes de la revolución rusa. La primera mujer de la historia que tuvo un puesto en un gobierno, Alejandra Kolontai (1872-1952), pedía que el Estado se ocupara del cuidado del hogar y de la crianza de los hijos para que las mujeres pudieran desarrollar una carrera profesional y participar en la vida política y social igual que lo hacían los hombres.

La Comisaria del Pueblo para la Asistencia PĆŗblica de los primeros aƱos de la URSS promulgaba que en el siglo XX habĆ­a nacido una ā€˜mujer nueva’ que exigĆ­a su independencia porque Ā«sus intereses sobrepasan ampliamente los lĆ­mites de la familia, el hogar y el amorĀ». En AutobiografĆ­a de una mujer sexualmente emancipada y otros textos sobre el amor, escribió:

Ā«Las virtudes femeninas que durante siglos se han cultivado en ella —pasividad, sumisión, dulzura— se revelan enteramente superfluas, inservibles, perjudiciales. La severa realidad exige otras virtudes: actividad, firmeza, decisión, dureza, es decir, ā€œvirtudesā€ que hasta hoy se han tenido por propiedad exclusiva del hombreĀ».

Carmen de Burgos se estableció en calle Echegaray, número 10, hasta que poco después abandonó la casa huyendo otra vez de un hombre. Don Agustín de Burgos se acercaba a ella reclamando unos besos que poco tenían que ver con el cariño entre dos familiares. No era raro. Los varones de esa época pensaban que una mujer sin marido era barra libre, igual que hoy muchos creen que porque una mujer dirija un programa de sexo en la radio, estÔ a disposición del público.

«La divorciadora»

Carmen de Burgos consiguió su objetivo y se quedó en Madrid. En octubre de 1901 obtuvo una autorizaron para ampliar estudios en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos de Madrid, y eso le permitió permanecer en la ciudad hasta 1905. Dos aƱos antes habĆ­a empezado a escribir en el Diario Universal una columna diaria titulada ā€˜Lecturas para la mujer’. AhĆ­ hablaba de moda y de modales, pero, a la vez, iba deslizando las ideas liberalizadoras que veĆ­a en otros paĆ­ses de Europa.

En 1901, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu y Azorín pidieron la aprobación del divorcio, pero la propuesta naufragó en un país regido por curas. En 1904, Colombine lo volvió a intentar. La periodista aprovechó que su columna tenía muchos lectores, de los sectores mÔs conservadores y mÔs progresistas, para plantear la cuestión del divorcio. El 20 de diciembre de 1903, en su columna, añadió una noticia que decía:

Ā«Me aseguran que muy en breve se fundarĆ” en Madrid un ā€˜Club de matrimonios mal avenidos’, con objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las CĆ”marasĀ».

La idea armó un gran revuelo y trece días mÔs tarde escribió en su columna: «La noticia del Club de matrimonios mal avenidos ha desencadenado una tempestad no solo entre las señoras, sino también entre los hombres».

Colombine fue publicando las cartas que recibía de los lectores, los intelectuales y los cargos públicos sobre el divorcio, y en marzo anunció que el debate continuaría en un libro titulado El divorcio en España. Aquella obra recogió la opinión de Unamuno, Baroja, Azorín, Vicente Blasco IbÔñez, Antonio Maura, Francisco Silvela o Raimundo FernÔndez Villaverde.

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Carmen de Burgos, en un acto a favor del divorcio. FotografĆ­a publicada en ‘El Voto de las mujeres’

Lo mĆ”s curioso es que la feminista declarada Emilia Pardo BazĆ”n, que tambiĆ©n escapó de un matrimonio desgraciado, no participó en la encuesta. Ā«No tengo opinión alguna sobre el divorcio. (…) NecesitarĆ­a dedicarme a estudiar esa cuestión, y no dispongo de tiempoĀ», se excusó.

En 1904 apareció El divorcio en EspaƱa y, como ahĆ­ recogió las voces de tantas personas, la autora lo presentó como Ā«un libro ā€˜colectivo ó social’, muy adecuado al espĆ­ritu de nuestro tiempoĀ». En los comienzos del XX tambiĆ©n existĆ­a el discurso de lo colaborativo y las redes sociales del que el siglo XXI parece querer apropiarse. La diferencia es que, en vez de usar ordenadores, echaban cartas al buzón. Y en vez de usar Facebook, se reunĆ­an en cafĆ©s.

El resultado de la encuesta fue contundente: 1462 votos a favor y 320 en contra. Vicente Casanova, el escritor que la animó «Ô dar la noticia de formarse un ā€˜Club de matrimonios mal avenidos’», dijo que Ā«la idea del divorcio ha caĆ­do, entre las seƱoras mujeres, como gota de agua en tierra sedientaĀ».

Los que estaban a favor denunciaban que Ā«en todas las Ć©pocas se permite el divorcio Ć” los poderosos y se multiplican las causas de nulidad para concederloĀ». Pero, ademĆ”s, Ā«los cuerpos no deben estar unidos si los espĆ­ritus se repelen (…). Es horrible el hogar de dos sĆ©res que se aborrecen y que saben que sólo la muerte puede separarlosĀ».

Los que estaban en contra, los «fervientes católicos», temían que «si se ofrece a los esposos la posibilidad de la disolución del matrimonio y de formar otro nuevo, habrÔ un verdadero desorden en las familias y se estarÔ expuesto Ô la tiranía y Ô los caprichos». AdemÔs, «la suerte de los hijos es horrible».

En Europa el divorcio era ya algo habitual. Ā«Sólo Italia, Portugal y EspaƱa no tienen establecido el divorcio, aunque consienten el matrimonio civil. El hecho de que se empiece Ć” discutir entre nosotros la conveniencia del divorcio como una idea nueva demuestra un lamentable retraso. (…) De nuestro plebiscito resulta que la opinión de EspaƱa es favorable al divorcioĀ», concluyó Colombine, Ā«y es indudable que se establecerĆ” entre nosotros como conquista de la civilizaciónĀ».

Esta campaña dio una gran popularidad a Carmen de Burgos. Muchos de los autores que siempre había admirado, como Giner de los Ríos y Blasco IbÔñez, empezaron a valorar sus escritos y reconocieron su tesón para luchar por sus propósitos. Otros, en cambio, descubrieron a una enemiga de la tradición. La Iglesia y los sectores mÔs reaccionarios («la gazmoñería, la mojigatería y la beatería ambiente», como ella los describió en una entrevista con el Caballero Audaz) intentaron desacreditar a la escritora con insultos y calumnias.

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El periodista El caballero Audaz en casa de Pérez Galdós en 1914

El periódico carlista y ultraconservador El Siglo Futuro se cebó con ella. «Se metió conmigo en forma muy desabrida», relató Colombine al periodista de La Esfera E. GonzÔlez Fiol en 1922. «No pude soportarlo y me presenté en la redacción de El Siglo. Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora. SuÔrez de Figueroa se quedó de una pieza al saberlo. Pero yo no me conformé con dar las bofetadas y le escribí a D. CÔndido Nocedal, que dirigía El Siglo Futuro, diciéndoles que si no rectificaba, le iba a esperar a la puerta de la redacción con una zapatilla e iba a correrlo a zapatillazos por la calle. No sé si fue temor a que llevase a cabo la amenaza o galantería. Ello es que El Siglo Futuro rectificó en un suelto bastante largo y expresivo para mí».

Pero los guardianes de la tradición decimonónica siguieron con la espada en alto. La bautizaron como ā€˜la divorciadora’ y aƱos mĆ”s tarde, en su ciudad, alguien que buscaba un nombre para su lupanar se acordó de esos viejos rumores y lo llamó Colombine.

El descrƩdito

Es el insulto mĆ”s repetido en la historia: ā€˜puta’. Es el lugar donde desembocan muchas discusiones y la etiqueta con la que descalifican a las mujeres que discrepan con la tradición. La ofensa se extiende al hombre en el apelativo ā€˜hijo de puta’, porque asĆ­, de rebote, la maldecida tambiĆ©n es una mujer.

El autor de Madame Bovary, Gustave Flaubert, apuntó en su Diccionario de lugares comunes que «una mujer artista no puede ser mÔs que una ramera». La estilogrÔfica y los pinceles eran asunto de hombres. Las mujeres debían permanecer en su papel de musas inspiradoras, en silencio, allÔ en los cielos.

Durante mucho tiempo fue el calificativo con el que recordaron a la pionera del feminismo britÔnico, Mary Wollstonecraft. En 1792, la filósofa publicó un libro que dejó perplejos a los londinenses: Vindicación de los Derechos de la Mujer. Fue una obra polémica que despertó las simpatías de unos y las iras de otros. Pero los indignados no buscaron argumentos para rebatir sus ideas. Recurrieron al descrédito habitual y la tacharon de «lasciva e indecente».

Wollstonecraft murió cinco años después y a muchos no les extrañó. Era la justa venganza del cielo. Dijeron que fue Dios quien le envió la infección que sufrió al dar a luz al hermano pequeño de Mary Shelley, la joven que a los 18 años, en un verano indómito en Ginebra, escribió Frankenstein o El moderno Prometeo.

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Mary Wollstonecraft, retratada por John Opie (1797)

La carrera polĆ­tica de Victoria Woodhull (1828-1927) tambiĆ©n acabó bajo la misma acusación. La mujer que se presentó como candidata a la presidencia de EEUU en 1872 acabó entre rejas el dĆ­a de la jornada electoral por Ā«adĆŗlteraĀ». Muchos sufrieron espasmos de pensar que una mujer divorciada, defensora del voto femenino y el amor libre, pudiera siquiera plantearse aspirar a ser la presidenta del ā€˜paĆ­s de las libertades’. Mas aĆŗn cuando proponĆ­a como vicepresidente a Frederick Douglass, un afroamericano que habĆ­a nacido esclavo.

Woodhull también sufrió a un marido alcohólico y mujeriego cuando sólo tenía 15 años. Pero tuvo el valor de divorciarse y proclamarse defensora del amor libre en una sociedad constreñida por el pensamiento victoriano. «Sí, creo en el amor libre. Tengo un derecho inalienable, constitucional y natural a amar a quien yo quiera, por el tiempo que pueda; a cambiar ese amor todos los días si así lo deseo, y ninguna persona ni ley estÔ autorizada a interferir ese derecho».

El insulto sigue en pie. El pasado 10 de abril un usuario de Twitter escribió a la vicesecretaria de estudios y programas del Partido Popular (PP), Andrea Levy: «Andrea una catalana del PP suena a traición o a venta por dinero. Putilla». Ella le contestó: «La libertad política es un derecho. Llamarme puta es machismo. De nada».

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A las diputadas de la CUP les llueven las ofensas por pedir la independencia de CataluƱa. Las llaman ā€˜putas’, ā€˜retrasadas’, ā€˜traidoras’, ā€˜gordas’, ā€˜feas’, ā€˜malfolladas’, ā€˜viejas’. Les escriben: «¿Quieres decir a la Gabriel no le conviene un buen clavo? Tiene cara de estar mal folladaĀ», Ā«No es que quieran separarse de EspaƱa: es que quieren que las echemos. Por horrorosas y antiestĆ©ticasĀ».

Un concejal del PP, Ɠscar BermĆ”n, dijo que Ada Colau deberĆ­a estar Ā«limpiando suelos y no de alcaldesa de BarcelonaĀ». Ella le contestó en Twitter que Ā«en una sociedad sana ser alcaldesa y fregar suelos es compatible. Ser machista y concejal no deberĆ­a serloĀ».

Pero la cosa fue a mÔs. El académico de la Real Academia Española Félix de Azúa, descontento con la gestión de la regidora, la mandó a vender salmonetes: «Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado». Ante el malestar de la alcaldesa, el hombre que ocupa el sillón H de la RAE remató el asunto diciendo en una entrevista en Vozpopuli: «A ella las pescaderas deben de parecerle algo espantoso, porque le ha dolido mucho. Pude haber dicho verdulera, que debería de trabajar en un puesto de verduras o en una zapatería. Pero eso le ha molestado mucho. Es ella quien ha humillado a las pescaderas».

Colombine

Todos los días, por la mañana temprano, llegaban los periódicos a la casa de los padres de Carmen de Burgos. Había prensa española y también portuguesa porque su padre era, desde 1872, el vicecónsul de Portugal. El Jornal do Comercio rondaba siempre por el comedor y en su libro Mis viajes por Europa recordó: «Yo aprendí a leer espontÔneamente en la plana de anuncios de ese Jornal que iba a perderse en las soledades de mi cortijo de Rodalquilar. La impresión que hacían en mi Ônimo las negritas rotundas, redondas y gruesas de sus letreros no se ha borrado aún».

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José de Burgos dio a su hija la mejor educación que se podía ofrecer en ese momento. Le abrió su biblioteca y le cedió sus periódicos. Igual que hizo el padre de Emilia Pardo BazÔn, un «feminista» (como ella lo calificaba) que decía a su niña: «Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos».

Aquellas lecturas de poetas romÔnticos, novelistas modernos y filósofos escépticos fueron forjando el carÔcter autodidacta de Carmen de Burgos. Y fue quizÔ ese interés por la literatura lo que la llevó a «fascinarse por un tenorio» que le escribía versos de amor. Arturo Álvarez Bustos era un periodista hijo de un conocido poeta y director de periódico. La almeriense se casó con él, cuando aún no sabía que, en realidad, se trataba de un «señorito juerguista».

Álvarez Bustos había heredado una imprenta en la calle de las Tiendas y desde ahí dirigió un periódico que primero se llamó Almería Cómica, después Almería Bufa y, al final, Almería Alegre. Ella aprendió el oficio en esa redacción. En una entrevista de 1922, en la revista La Esfera, relató:

«En aquel periódico, para ayudar a sostener mi hogar, me vi precisada a trabajar de cajista; y como mi marido, esclavo de sus vicios, no se ocupaba del periódico mÔs que para sacarle provecho, muchas veces, para poder componer original, me valía de la tijera y recortaba de otros periódicos; otras, redactaba yo unas cuartillas, y así fui adquiriendo el entrenamiento periodístico».

Pero a finales del XIX, con un matrimonio roto y la ambición de hacerse escritora, poco mĆ”s podĆ­a hacer ya en AlmerĆ­a, el lugar que en su novela La malcasada describió como Ā«la ciudad del bostezoĀ». En aquellas tierras andaluzas, las mujeres eran Ā«alegres, ligeras y algo indolentesĀ». AsĆ­ las describió en una conferencia en Italia, en 1906, titulada ā€˜La mujer en EspaƱa’.

«Conservan mucho de la negligencia Ôrabe. Sentarse Ô tomar el sol en las horas de descanso es el mÔs grato de sus placeres. Viven resignadas con su suerte, con una especie de fatalismo morisco y una inconsciencia de sus derechos que no las invita Ô la rebeldía», dijo. «Es común ver en los caminos el padre subido en una mula, mientras la mujer y los chiquillos siguen detrÔs Ô pie. Se cree que el hombre para mostrar su fuerza y ser varonil ha de ser despótico y hacer sentir siempre que es el amo y el señor».

Al llegar a Madrid esperaba encontrar la ayuda de su tío, el senador, pero al tener que salir huyendo de su casa, se vio sola en su búsqueda de un destino literario. Carmen de Burgos había perdido a su cicerone en una sociedad que se movía por el amiguismo y la recomendación. Pero no iba a desaprovechar la oportunidad de estar en Madrid después de tantos kilómetros recorridos. La maestra imprimió tarjetas de visita con el nombre de su tío y envió cartas de presentación en su nombre para dar a conocer su trabajo de periodista y escritora.

En noviembre de 1902 empezó a escribir artĆ­culos sobre el derecho penal en La correspondencia de EspaƱa. DespuĆ©s, se hizo con una columna titulada ā€˜Notas femeninas’ en El Globo. AhĆ­ comenzó a tratar ya temas como ā€˜La mujer y el sufragio’ o ā€˜La inspección de las fĆ”bricas obreras’. Estaba muy ilusionada y lo dejó ver en uno de sus primeros textos: Ā«Al dar cuenta del brillante progreso que la mujer realiza, creemos que esta sección resultarĆ” agradable y Ćŗtil a nuestras lectorasĀ».

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Carmen de Burgos, en la entrevista de ‘La Esfera’ de 1922

Apenas dos meses después, el 1 de enero de 1903, Augusto SuÔrez de Figueroa (1852-1904) fundó el Diario Universal, tras abandonar la dirección del Heraldo de Madrid. El famoso periodista malagueño llamó a Carmen de Burgos para que formara parte de su periódico. Pero esta vez no le pidió una colaboración. La contrató. JamÔs había ocurrido algo así en España. Era la primera vez que se reconocía a una mujer como periodista profesional.

Desde su primer nĆŗmero, el Diario Universal saldrĆ­a con una columna diaria titulada ā€˜Lecturas para la mujer’. La autora serĆ­a Carmen de Burgos pero querĆ­an una firma mĆ”s sugerente.

—Usted se llamarĆ” ā€˜Raquel’ en el periódico —dijo, en voz alta, Augusto Figueroa, el dĆ­a antes de que apareciera el nĆŗmero cero, un periódico de prueba que sólo leyeron los redactores.

Pero justo antes de que saliese el primer número de verdad, el director cambió de opinión:

—Mejor. Usted se llamarĆ” ā€˜Colombine’ —indicó, otra vez, en voz alta, entre el sonido de las teclas nerviosas de las mĆ”quinas de escribir.

«¿Por quĆ©?Ā», explicó despuĆ©s la autora en Al balcón (1913). «¿QuizĆ”s creyó por la desenvoltura, por la agilidad y por la frivolidad que necesita el periódico mezclar a la sesudez de sus artĆ­culos de fondo y sus polĆ­ticas era necesario que yo firmase ā€˜Colombine’?Ā». En ese nombre se encarnaba la Ā«mujer frĆ”gil, caprichosa e inconstante en el amorĀ». Esa era Colombine en la comedia del arte italiana, desde el siglo XVI, segĆŗn Concepción Núñez Rey, la catedrĆ”tica y filóloga que ha dedicado toda su vida a investigar la figura de la autora almeriense.

Figueroa y Colombine sólo pudieron trabajar un aƱo juntos. El 1 de enero de 1904, un dĆ­a antes de que Carmen de Burgos publicara su artĆ­culo ā€˜El club del divorcio’, el director del Diario Universal murió a sablazos en un duelo al que se citó con un hijo de un antiguo gobernador de Cuba. El vĆ”stago del general Manuel Salamanca se sintió ofendido por las crĆ­ticas que el periodista habĆ­a hecho sobre el mandato de su padre e intentó restaurar su honra con el filo de un espadón.

El sufragio femenino

Decía Colombine que siempre había que tener la maleta preparada. La escritora deseaba viajar y conocer otros lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres. En 1905 el Ministerio de Instrucción Pública le concedió una beca para estudiar los sistemas de enseñanza de otros países. Carmen de Burgos agarró a su hija y una valija llena de libros, y se lanzó al descubrimiento de Francia, Italia y Mónaco.

El paĆ­s de Ɖmile Zola, una de sus grandes referencias literarias, provocó un gran impacto en la maestra. HabĆ­a que aprender del racionalismo de Francia. Era algo en lo que siempre habĆ­a creĆ­do y la visita reafirmó su idea: sin educación, un paĆ­s es una jungla. En la Memoria correspondiente al curso de ampliación de Estudios en el Extranjero realizados por la autora desde 1Āŗ de octubre de 1905 a 30 de septiembre de 1906, escribió: Ā«AllĆ­ no solo no existe el analfabetismo, sino que todo el mundo es profesor o alumno, enseƱa o aprende. La frase cĆ©lebre de que ā€˜cada escuela que se abre cierra una prisión a los veinte aƱos’ es allĆ­ un hechoĀ».

En 1906 volvió a Madrid y se estableció en la calle Eguilaz, número 7, cerca de la Glorieta de Bilbao. De su paso por Francia había traído un propósito que ya no abandonaría el resto de su vida. Carmen de Burgos estaba convencida de que había llegado el momento de que las mujeres pudieran votar y no pararía hasta conseguirlo.

En el Lyceum Club de París conoció a sufragistras britÔnicas que le animaron en su empeño. Ellas eran las mÔs avanzadas. La escritora anglosajona Katerine Mansfield relataba en un libro autobiogrÔfico publicado en 1910 que un día, en un balneario alemÔn, bajó al restaurante y se sentó a comer con un grupo de alemanas. Una de ellas, viuda, le preguntó mientras se limpiaba los dientes con una horquilla:

—¿Es verdad que es usted vegetariana?

—SĆ­, Āæpor quĆ©? Hace tres aƱos que no como carne.

—”Imposible! ĀæTiene usted hijos?

—No.

—AhĆ­ estĆ”, Āæve? A eso estĆ” usted llegando. ĀæQuiĆ©n ha oĆ­do hablar alguna vez de tener niƱos a base de verduras? No es posible. Pero ya no tienen ustedes grandes familias en Inglaterra. Supongo que estĆ”n demasiado ocupadas con el sufragismo.

La escritora Katherine Mansfield

En España el tema del sufragio había derrapado años antes. En 1892, Emilia Pardo BazÔn había fundado la publicación La biblioteca de la mujer para hablar del sufragio y de temas relacionados con la liberación femenina, pero, conforme avanzaban los números, se fue desanimando.

La escritora esperaba que sus referencias a obras como La esclavitud femenina, de John Stuart Mill, hicieran despertar en las mujeres el deseo de autonomía e independencia, y de exigir los mismos derechos que los hombres. Pero eso no ocurrió. La periodista coruñesa, decepcionada, terminó la colección con recetas de cocina.

Ā«Cuando yo fundĆ© La biblioteca de la mujer, era mi objeto difundir en EspaƱa las obras del alto feminismo extranjero (…). He visto, sin gĆ©nero de duda, que aquĆ­ a nadie le preocupan gran cosa estas cuestiones, y a la mujer, aĆŗn menos. Cuando por caso insólito, la mujer se mezcla en polĆ­tica, pide varias cosas distintas, pero ninguna que directamente, como tal mujer, le interese y convengaĀ», escribió. Ā«AquĆ­ no hay sufragistas, ni mansas, ni bravas. En vista de lo cual, y no gustando de luchas sin ambiente, he resuelto prestar amplitud a la sección de economĆ­a domĆ©stica de dicha Biblioteca, y ya que no es Ćŗtil hablar de derechos y adelantos femeninos, tratar gratamente de cómo se prepara el escabeche de perdices y la bizcochada de almendraĀ».

Dos aƱos despuĆ©s de sacar a escena el tema del divorcio, Carmen de Burgos se propuso azotar la opinión pĆŗblica con una campaƱa en prensa a favor del sufragio femenino. El 19 de octubre de 1906 inauguró una columna titulada ā€˜El voto de la mujer’. La periodista volvió a hacer una consulta entre firmas de prestigio para publicar sus respuestas con esta carta:

Muy Sr. mío y de mi consideración:

En el Heraldo del día 19, se ha abierto un plebiscito cuya finalidad consiste en conocer la opinión que merece a todas las personas autorizadas la cuestión del voto de la mujer, planteÔndolo con la mayor amplitud posible.

1º ¿Debe o no, concederse voto a las mujeres? 2º En caso afirmativo, ¿ha de ser en sufragio universal, o solo para las que reúnan determinadas condiciones? 3º ¿La mujer puede ser ademÔs de electora, elegible?

El 7 de noviembre se publicó una respuesta procedente de París. El periodista Luis Bonafoux, en tono de ironía, dijo:

«Colombine, ma chère, eres terrible. Que si las mujeres pueden elegir y ser elegibles. ”No han de poder! ”Si desde los quince, sin contar las que madrugan, no se ocupan de otra cosa!».

En esa columna publicó setenta opiniones de políticos, escritores y periodistas de distintas ideologías. El 25 de noviembre cerró la campaña con 4.962 votos: 922, a favor y 3.640, en contra. Parecía que el país aún no estaba preparado para que las mujeres votaran. Carmen de Burgos concluyó:

«El pueblo español, comparado con el de otras naciones, sufre un notable atraso; es aún mayor el peso de los atavismos que la fuerza del progreso que lo impulsa. La mujer necesita en España conquistar primero su cultura; luego, sus derechos civiles, puesto que en nuestros Códigos no la conceptúan en muchos casos persona jurídica, y después hacer que las costumbres le concedan mayor libertad, mÔs respeto y condiciones de vida independiente. Entonces estarÔ capacitada para conquistar el derecho político».

El plebiscito no había funcionado. Daba la impresión de que en España se producía esa misma falta de interés de la viuda alemana del balneario por el sufragio femenino. La tierra estaba aún yerma y había que seguir sembrando. La escritora, convencida de que la única forma de conseguir los progresos que se estaban produciendo en otros países era mediante la educación, tradujo un libro que encontró en Venecia titulado En el mundo de las mujeres. En la obra, el dramaturgo Roberto Bracco afirmaba que para que la mujer se integrara en la sociedad era imprescindible que estudiara y trabajara fuera de su casa, igual que hacían los hombres.

Carmen de Burgos volvía a desafiar la tradición. Los guardianes del acervo se revolvían ante sus palabras y, como cuervos al acecho, buscaban la ocasión para acallar su voz. Les hervían los ojos ante textos como el que la autora escribió, en abril de 1904, en el Diario Universal:

«Es intolerable que la madre no tenga dentro de la familia los mismos derechos del padre, y que la mujer casada no tenga el de administrar libremente sus bienes y el pleno uso de los derechos civiles, considerÔndola siempre como una menor sometida a la tutela del marido».

La oportunidad se produjo en enero de 1907. El conservador Maura ascendió al gobierno y nombró a Rodríguez Sampedro ministro de Instrucción Pública. Desde esa institución el acoso a la escritora fue incansable, según su biógrafa Concepción Núñez, y culminó con una especie de sutil destierro a Toledo.

Las represalias

Las mujeres que desafiaban la tradición resultaban molestas. No sólo para los hombres. A menudo, lo eran mÔs aún para otras mujeres. En 1915, Emilia Pardo BazÔn, que se declaraba «radical feminista» porque creía que «todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer», indicó en una entrevista con el Caballero Audaz: «Tengo la evidencia de que si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ”sí!».

Emilia Pardo BazƔn

El dĆ­a que Carmen de Burgos dejó la ciudad, el periódico en el que trabajaba, el Heraldo de Madrid, publicó un artĆ­culo titulado ā€˜Un atropello’, donde denunció:

Ā«Ahora desempeƱa una cĆ”tedra en la Escuela de Artes e Industria de Madrid, y sin asomo de motivo se la envió en comisión a Toledo. (…) Enferma y todo sale para Toledo, y excusamos decir que desde allĆ­ seguirĆ” honrando las columnas del Heraldo con sus trabajos. (…) PodrĆ­amos comentar esta serie de abusos y de menosprecios a los derechos ganados en buena lid por ColombineĀ».

Así apartaron a la profesora de Madrid, pero ella siguió escribiendo y dando conferencias allÔ donde la invitaban. En mayo de ese año, en la Institución para la Enseñanza de la Mujer, en Valencia, volvió a reivindicar la igualdad entre hombres y mujeres. En unos salones «atestados de gente» reclamó:

Ā«No somos personas jurĆ­dicas. Estamos sometidas a una minorĆ­a casi perpetua, hijas y esposas no podemos vender, hipotecar, obligarnos ni recibir donaciones. Solo si tienen algunos de estos derechos en el caso de estar casada bajo el rĆ©gimen de separación de bienes, y aun asĆ­, no son completos. (…) Quiero para ambos sexos idĆ©nticos derechos, las mismas leyes e igual educaciónĀ».

En enero de 1918 aprobaron en Inglaterra la Ley de Representación del Pueblo. Las mujeres por fin podían votar. Aunque no todas. Esa primera ley concedía el voto a esposas de los propietarios, mujeres propietarias y universitarias de mÔs de 30 años. Y había llegado muchos años después que en algunas de sus antiguas colonias: Nueva Zelanda lo aprobó en 1893 y Australia, en 1902. También después que en Finlandia (1906), Noruega (1913), Dinamarca e Islandia (1915), y sólo un año antes que en Alemania.

La sociedad victoriana intentó impedir que las mujeres fueran a las urnas. Pero fue un hombre, John Stuart Mill, quien desafió por primera vez esa idea. En 1867 propuso en el Parlamento una reforma electoral para eliminar la exclusión por sexo. Perdió por 123 votos. Pero la ambición fue creciendo, entre reivindicaciones y protestas, hasta aquel invierno de 1918. Y no fue tanto una conquista social como una consecuencia de la guerra.

La I Guerra Mundial, la contienda mÔs catastrófica que había vivido el mundo hasta entonces, había dejado al Reino Unido sin electorado. Los hombres estaban en las trincheras y muchos de ellos no volverían jamÔs. AdemÔs, durante los años de batalla, las mujeres ocuparon los puestos que ellos dejaron para irse al frente y habían dejado claro que no necesitaban a ningún varón para custodiar su destino.

Mujeres trabajando en una fƔbrica de armas de Parƭs en 1916

España, en cambio, parecía congelada en el tiempo hasta que el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República. Colombine tenía 64 años y una salud hecha añicos, pero aún le quedaban fuerzas para lanzar una nueva campaña que exigía el derecho al voto de la mujer.

Entonces era ā€˜presidente’ general de la Cruzada de Mujeres EspaƱolas y de la Liga Internacional de Mujeres IbĆ©ricas e Iberoamericanas. La palabra ā€˜presidenta’ no existĆ­a. Igual que hoy no es posible presentarse como ā€˜escritora’ o ā€˜realizadora’ en la red social mĆ”s usada en el mundo. Lo denunció la escritora Ɓngeles Caso en una conferencia sobre BookTubers el pasado mes de abril. Ā«Fui a abrirme un perfil en Facebook y sólo tenĆ­a la posibilidad de calificarme como ā€˜escritor’. No veĆ­a eso de: ā€œĆngeles Caso: escritorā€ y decidĆ­ que apareciera: ā€œĆngeles Caso: libroā€Ā».

Daba la sensación de que, con la llegada de la república, el voto estaba a la vuelta de la esquina. Pero la opinión de las feministas se había dividido en dos. Algunas, como Victoria Kent, lo temía. Pensaban que la papeleta de la mayoría de las mujeres obedecerían las órdenes de sus sacerdotes. «En este momento lo estimo un poco peligroso», dijo la radical socialista en una entrevista con Josefina Carabias en el periódico Ahora en noviembre de 1931. «La prueba la tiene usted en que las derechas estÔn encantadas de que voten las mujeres. Esas mismas derechas se oponían al sufragio universal en tiempos, alegando que la masa no estaba preparada».

Otras, en cambio, como Colombine o Clara Campoamor, lo querían a toda costa. La periodista almeriense escribió en La mujer en política:

«Hace años en una encuesta que organicé en el Heraldo respecto al voto femenino, me contestó el señor Lerroux en carta que conservo, que ese temor al reaccionarismo de la mujer era injustificado, pero que aunque dicho peligro existiera, no debíamos oponernos a la libertad en nombre de la libertad».

El 19 de noviembre de 1933 las mujeres votaron por primera vez en EspaƱa.

La primera corresponsal de guerra

En el verano de 1909, en EspaƱa, cantaban esta coplilla.

Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla.

Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los espaƱoles
a morir como corderos.

La letra hacía referencia al desastre del Barranco del lobo. El 26 de julio los rifeños empezaron a disparar desde el monte Gurugú contra los soldados españoles. MÔs de 100 murieron y unos 600 resultaron heridos en ese episodio de la Guerra de Melilla.

El desastre del Barranco del lobo llevó a Colombine hasta MÔlaga. Quería estar mÔs cerca del campo de batalla. A principios de agosto publicó varias crónicas en el Heraldo desde esa ciudad. Habla de los heridos, de la labor de la Cruz Roja y de la falta de agua en Melilla. A los pocos días, se traslada a Almería, junto a su hermana Catalina, su escudera en muchos de sus viajes y una de las personas mÔs fieles de su vida.

Las cartas de los soldados llegaban a Almería y de ahí partían a su destino en el resto de España. Eso la acercaba aún mÔs al corazón del conflicto. La ciudad mediterrÔnea, por su cercanía a Melilla, daba «un bello ejemplo de entusiasmo patriótico y humanitario», escribió Colombine. En una de sus crónicas, la periodista lo retrató con esta escena:

«Todas las noches, un periódico local expone los telegramas al público en la farola del paseo, uno de los sitios mÔs concurridos de la población, y la gente, hombres, mujeres y niños, forman cola, Ôvidos de leer las noticias».

El 25 de agosto, de pronto, apareció en el Heraldo un ā€˜Telegrama de Colombine’ enviado desde Melilla. Ā«Ir al campo de batalla era el modo eficaz de vencer la censura militar, de conseguir un documento real de la guerraĀ», escribe Concepción Núñez en Colombine en la edad de plata de la literatura espaƱola. Ā«Desde AlmerĆ­a, apoyada por familia y amigos, consiguió el medio de trasladarse a la ciudad asediada. Tal vez viajó en el ā€˜vaporcito Siglo’ que diariamente transportaba el correo y al que ella alude con ese diminutivoĀ».

Cinco dĆ­as mĆ”s tarde, en la primera pĆ”gina del Heraldo, un titular anunció: ā€˜Colombine, en Melilla’. En sus crónicas, a menudo, hablaba como una madraza. Ā«Me siento invadida de una tristeza profunda. El soldado en campaƱa inspira un sentimiento de respetuosa ternura, que no sentimos al contemplarlo en tiempos de paz. Todos los dĆ­as, al verlos salir con el convoy, morenos, sudorosos, llenos de polvo, experimento algo semejante a la tierna piedad que parece desprenderse del ambiente de amor y lĆ”grimas con que los rodea el recuerdo de las madres y las amantes lejanasĀ».

En el barranco del Lobo, el 27 de julio de 1909 (Archivo de Antonio Carrasco)

Carmen de Burgos aludía a las mujeres. «He tenido respecto a esto ocasión de hacer una observación importante del espíritu de la mujer. Muchos me enseñan retratos y cartas de sus hijos y de sus esposas. Estas últimas se quejan del dolor de la separación y expresan todas las angustias propias de las mujeres amantes que ven en peligro a los seres queridos; pero todas censuran con desprecio a los militares que pidieron la separación del servicio o rehuyeron acudir a la guerra».

Era una corresponsal que escribía desde la emoción. En el artículo del 30 de agosto de 1909 relató:

«Bien pronto, bajo el manto de la noche africana, se oye el dulce acorde melancólico de las guitarras, y los brindis de los oficiales se mezclan a los cantos de la tropa. Un soldado entona la triste elegía de una malagueña:

Estando muerta mi madre,
A su cama me acerquƩ,
Le di un besito en la frente,
Llorando me retirƩ.

Una ola de melancolĆ­a se extiende por el ambiente.

—No cantes eso —exclaman varias voces.

Y una copla enamorada se corea de palmas. (…) Nuestra fiesta no tardó en ser interrumpida por las detonaciones de los Pacos y las descargas de fusilerĆ­a. El suceso de todas las noches; la lenta contribución que traicioneramente cobran los rifeƱos a nuestro ejĆ©rcitoĀ».

Colombine no sólo contaba lo que ocurría. También trataba de informar a los familiares de los soldados de su estado de salud. El periódico publicaba todos los días una lista de heridos.

Unos veinte dĆ­as despuĆ©s, volvió a Madrid y, aĆŗn con el olor a bala, escribió un artĆ­culo titulado ‘Ā”Guerra a la guerra!’. La consideraba una suprema barbarie humana y defendió el derecho de todo humano a negarse a matar. En su libro Al balcón, habló de los pioneros de la objeción de conciencia:

Ā«El mundo civilizado pone el fusil en la mano del hombre, le da orden de matar, y si el hombre arroja el arma y rehusa ser homicida, se le trata como delincuente… Todo hombre debe, ante todo, y cueste lo que cueste, negarse a tal servidumbreĀ».

Parecía que esta mujer tenía un chaleco antibalas contra el miedo. Ni le asustó meterse entre los tiros que se estaban pegando en el monte Gurugú ni dejó de viajar por Europa cuando el continente ardió en guerra. En esa época, estuvo a punto de ser fusilada.

—Fusilada, sĆ­. Fue en Alemania —dijo en una entrevista con JosĆ© Montero en 1930—. Empezaba la Gran Guerra. VolvĆ­a yo de presenciar el magnĆ­fico espectĆ”culo del ā€˜sol de media noche’. Me acompaƱaba mi hija. Unos soldados iban buscando en el tren a una espĆ­a. Creyeron que era yo, y por unos instantes tuve las bayonetas junto a mi. Eran aquellas jornadas las del mĆ”ximo encono entre los paĆ­ses de uno y otro bando. Y a mi me habĆ­an tomado por una espĆ­a rusa… Hasta que la cosa se pudo aclarar ya puede usted suponerse las molestias y las zozobras… Se apoyaban, para considerarme espia, en varios hechos que eran totalmente pueriles. Entre ellos, el de que yo habĆ­a dicho, al ver pegar a unos prisioneros rusos, compadecida: ā€œĀ”Pobrecitos!ā€.

—Usted, en realidad, Carmen, fue la primera mujer periodista, Āæverdad?

—SĆ­. He hecho el periodismo vivo, activo, de batalla. He sido la primera mujer que se ha visto ante la mesa de la Redacción, que ha hecho reportajes, que ha organizado encuestas, que ha vivido y sentido. En fin, el periodismo de combate, Ć”gil, nervioso y bohemio.

carmen de burgos

Literatura

El cambio de siglo supuso un giro radical en la vida de Carmen de Burgos. Primero se fue a Madrid y, al poco, tomó un tren que la llevó a descubrir Europa. Empezó por Francia e Italia. «Se dice que los viajes han perdido en poesía lo que ganaron en comodidad», escribió en Por Europa (1906). «Prefiero que sea así, aunque no pueda referir Ô usted los encantos de las diligencias, tan poco diligentes en los viajes de nuestros padres».

En esos países conoció los salones literarios. Eran lugares refinados donde hablaban de altísima cultura. Aunque, en sus cómodos sillones, no era mÔs fÔcil ser mujer. El peso de esa frase que dijo Pardo BazÔn, «cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio», caía ahí también como un plomo. En su libro de viajes, la almeriense se quejaba de que, en Francia, «muchas damas aristocrÔticas se hacen notar por sus gustos literarios y como aficionadas entran en el mundo de las escritoras, pero no logran tomar en él carta de naturaleza, a pesar de los aplausos que debidos a su posición social se les tributa en los salones».

La idea de reunirse para hablar de cultura le fascinó y, al volver a Madrid, montó su salón literario. Todos los miĆ©rcoles, a las cinco en punto, comenzaba en su casa ā€˜La tertulia modernista’. Colombine servĆ­a tĆ©, como hacĆ­an en aquellos paĆ­ses. Imitaba sus modales exquisitos y establecieron que, de puertas adentro, la libertad de pensamiento sólo tendrĆ­a como lĆ­mite el infinito.

Ā«Por mi casa de Madrid pasan escritores, periodistas, mĆŗsicos, escultores, pintores, poetas… y cuantos artistas americanos y extranjeros nos visitan… Todos somos hermanos, todos hablamos de arte… todos son soƱadores que luchan por el idealĀ», relató en Al balcón.

La tertulia en su casa de la calle San Bernardo, nĆŗmero 76, duró varios aƱos y de allĆ­ salió la Revista crĆ­tica. A los gobernantes conservadores que la trasladaron a Toledo no sólo le incomodaban sus escritos. TambiĆ©n veĆ­an en esas citas un polvorĆ­n. Pero a pesar del ā€˜destierro’, no consiguieron disolver el grupo. Colombine viajaba todos los fines de semana a Madrid y todos los domingos, como antes hacĆ­a los miĆ©rcoles, a las cinco en punto, servĆ­a el tĆ©.

Carmen de Burgos debió de ser una persona arrolladora. TenĆ­a la corpulencia, los ojos oscuros y los rizos negros del duende andaluz. En una sociedad asfixiada por la moral, ella era indómita y eso, probablemente, la hizo irresistible. Ā«En mi inolvidable Rodalquilar se formó libremente mi espĆ­ritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasĆ© sin DiosĀ», contó en ā€˜AutobiografĆ­a’, en la revista Prometeo, publicada en agosto de 1909. Ā«AllĆ­ sentĆ­ la adoración al panteĆ­smo, el ansia ruda de los afectos nobles, la repugnancia a la mentira y los convencionalismos. PasĆ© a la adolescencia como hija de natura, soƱando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando al galope las montaƱasĀ».

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En su gabinete de trabajo, en Madrid, durante la entrevista con ‘La Esfera’ en 1922

Colombine mantuvo toda su vida ese espíritu anÔrquico. Desafió todas las cadenas, hasta las del espacio y el tiempo. Ni se ató a un domicilio fijo ni jamÔs dijo su edad. Prefería darse a esa naturaleza salvaje de la «tierra mora» donde se crió. En una entrevista en La Esfera, en 1922, el periodista le preguntó:

—¿QuĆ© digo de la edad?

—Pues diga usted que le he contestado lo mismo que Ć” un policĆ­a al llegar Ć” la frontera suiza. Me preguntó la edad y le dije: ā€œPues mire usted, no sĆ© la que habrĆ© puesto en la cĆ©dula, Ā”porque como miento tanto en ese punto!ā€. Cuantos me oyeron quedaron asombrados de mi ingenuidad, tomĆ”ndola por osadĆ­a.

De esa mujer sin miedo se enamoraron muchos hombres que pasaron por la tertulia. Pero ella ya no era presa fÔcil. Muchos artistas le declararon su amor y ella rechazó a todos. Algunos, ofendidos y despechados, la llamaron frívola y coqueta. Ella, para esquivar estos galanteos, alardeó de «incapacidad de amar».

Hasta que en abril de 1908 apareció en el salón un joven que estudiaba derecho. Tenía 18 años y se llamaba Ramón Gómez de la Serna. Ella tenía 37, pero la diferencia de edad no detuvo el flechazo. Bastó un año para que un día, de pronto, unos besos derribaran la armadura que Colombine se había calzado. Así empezó una relación que pasó por la pasión, los celos, la admiración, la complicidad, la traición y la amistad.

Esos besos, atribuidos a personajes ficticios, estÔn escritos en un pÔrrafo que descubrió Núñez Rey en La hija fea:

«Lo leí sobre su hombro, y sin retenerme la besé en la nuca. No la había besado nunca y no se incomodó. Aquel beso estaba incluido de tan grandes cosas, eximias y maravillosas, que no manchaba».

Poco despuĆ©s decidieron dejar la tertulia y dedicarse en cuerpo y alma a escribir. Ella ya era reconocida y admirada en el mundo literario. Ɖl aĆŗn no. Pero Carmen de Burgos siempre creyó en su talento y lo apoyó mucho antes de que se hiciera famoso por sus greguerĆ­as.

Ramón Gómez de la Serna, en su estudio de Madrid

La literatura era la pasión de los dos. «En aquella época hubiera matado al que me dijese que la literatura no lo era todo», escribió el madrileño en Automoribundia. Y entre las lecturas compartidas, y los días y las noches escribiendo en la misma mesa, fue creciendo su amor.

No iba a ser fÔcil. Desde que el padre de Gómez de la Serna escuchó hablar de este idilio empezó a mover hilos para intentar separarlos. En 1909 don Javier consiguió que nombraran a su hijo secretario de la Junta de Pensiones de París. Ramón se fue a vivir a Francia y Colombine permaneció entre Madrid y Toledo.

Las cartas de amor y una visita a París trituraron las intenciones del padre. Al cabo del tiempo Ramón regresó a Madrid y volvieron a vivir juntos. En las décadas siguientes sólo los separaría el trabajo. Ella nunca dejó de viajar ni rechazó las invitaciones a dar conferencias en cualquier lugar del mundo por estar a su lado.

Colombine era de las pocas mujeres que en aquella época entendió que el amor no debía ser una mazmorra. Aunque ella, de guante blanco, nunca lo dijo en palabras tan directas como la política rusa Alejandra Kolontai: «El hombre siempre intentó imponer su ego sobre nosotras y adaptarnos totalmente a sus propósitos. Así, a pesar de todo, constantemente estalló la inevitable rebelión interior, ya que el amor se convirtió en una prisión».

A lo largo de su vida, Carmen de Burgos escribió mÔs de cien relatos cortos y novelas. Y en muchas de ellas hacía ver cómo la sociedad arrinconaba a la mujer en la sociedad detrÔs de las cortinas. «Te obligaré. Tú olvidas que yo soy el marido, el hombre», dijo, enfadado, el protagonista de su relato El artículo 438.

carmen de burgos

Escribía de noche. «Podrían ver que son las cuatro de la mañana y aún arde mi lÔmpara de trabajo», dijo a José Montero Alonso en una entrevista publicada en La piscina, La piscina. Y con el tiempo sus cuartillas se acercaban cada vez mÔs a sus ojos. Lo contaba Ramón. Era miope.

—En sus novelas, Āæcómo trabaja usted? ĀæTraza primero un plan? —preguntó el periodista.

—No. La preparación de cada novela es mental mĆ”s que nada. Aunque luego, a pesar del ese plan meditado, la fuerza de la acción empuja, varĆ­a el curso primitivo de la novela. Yo trabajo siempre de noche. (…) Escribo con facilidad. Si no, escribir serĆ­a un tormento. Y escribir debe ser siempre un placer.

—En esa relación, en esa amistad que hay siempre de novelista a lector, de autor a pĆŗblico, Āærecuerda usted alguna anĆ©cdota, algĆŗn hecho curioso?

Colombine le contó que había escrito una novela llamada Los anticuarios basada en lo que había aprendido de esas tiendas en París. Varios años después, en un hotel en México, un desconocido la detuvo y le dijo: «”Le debo a usted mi fortuna!». Aquel hombre leyó el libro y copió los trucos y las estafas que relataba para montar un negocio. Después compró todos los ejemplares que había en México para que nadie pudiera descubrir sus artimañas y evitar que otro listo le hiciera la competencia.

—Y yo que quise poner un fin moral en mi libro por el ambiente de picardĆ­a y de farsa que mostraba al descubierto, vi que lo conseguido era todo lo contrario: en vez de moralizar, desmoralizaba…

La literatura también la envolvió en un proceso judicial de lo mÔs estrafalario. Una mujer la demandó alegando que su novio, después de leer una novela de sus novelas, renunció a casarse con ella. «Creyó que mi libro influyó en la decisión del hombre. Y me pedía, como indemnización, una cantidad realmente grande», explicó en la entrevista de La piscina, La piscina. «El pleito, que por fin gané, me costó mucho dinero, pues la mujer iba, ante cada sentencia, recurriendo a un Tribunal superior de categoría».

La almeriense contó una anĆ©cdota mĆ”s al periodista. Esta vez, de terror. Ocurrió una noche, mientras escribĆ­a una novela de espiritismo, El retorno. De pronto, se apagó la luz. Esperó un rato pero las lĆ”mparas no volvieron a encenderse y entonces se fue a dormir. Al dĆ­a siguiente, por la noche, como era su costumbre, se sentó en su escritorio. Escribió unas cartas y Ā«cuando querĆ­a avanzar en las cuartillas, la luz volvió a apagarse. AsĆ­ hasta cuatro veces en cuatro noches. Como si un poder oculto, misterioso, impidiese salir a mi novela de aquella cuartilla en que se habĆ­a detenidoĀ», relató. Ā«Publicado ya el libro, la seƱora de un amigo, al oĆ­rme contar este caso, quiso, por curiosidad, comprar mi novela espiritista. La estaba leyendo una noche, en el lecho, y cuando apagó, para dormir, la luz, vió a los pies de su cama una fantasmagorĆ­a de sombras blancas, extraƱas. Se asustó, gritó. El libro prolongaba de este modo su espĆ­ritu de miedo y misterio…».

La ciencia reciente exterminó a las almas como Nietzsche mató a Dios. Pero en aquella época los espíritus eran gente corriente. Thomas Edison incluyó en sus trabajos un dispositivo para comunicarse con los muertos y el gran astrónomo Camille Flammarion pensaba que era muy posible que el mÔs allÔ estuviera habitado por espíritus.

A finales del XIX y principios del XX, «el espiritismo era ocupación de las clases privilegiadas e intelectuales», según el escritor Miguel Ángel Delgado. «Los médiums eran recibidos en los salones mÔs exquisitos». Incluso Victoria Woodhull, la primera mujer que se presentó a presidenta de los Estados Unidos, trabajó de intérprete entre los vivos y los muertos cuando era una niña para llevar ingresos a sus padres.

El desengaƱo

La tarde del sĆ”bado 7 de diciembre de 1929, en el Teatro AlcĆ”zar de Madrid, Ramón Gómez de la Serna estrenó ā€˜Los medios seres’. El escritor temĆ­a la reacción del pĆŗblico, que en aquella Ć©poca no tenĆ­a ningĆŗn pudor en convertir el final de una función en un volcĆ”n de alaridos, y se ocupó de que muchas de las butacas estuvieran ocupadas por sus amigos.

AllĆ­ estaban sus compaƱeros de la tertulia ā€˜Sagrada cripta del Pombo’: la periodista Magda Donato, Salvador Bartolozzi, Enrique Jardiel Poncela y, por supuesto, Carmen de Burgos. Ā«Todos estaban estratĆ©gicamente situados en el teatro para contrarrestar la reacción esperada de los estrenistas habituales y demĆ”s espectadores que se presumĆ­a rechazasen la forma y fondo vanguardista de la obraĀ», apunta Simona Moschini en ā€˜La memoria de un evento teatral a travĆ©s de la prensa: Los medios seres’.

María Álvarez de Burgos actuó en la obra. La hija de Colombine había vuelto rota de Argentina. Traía la frustración de un matrimonio fallido con Guillermo Mancha y una intensa adicción a las drogas. La madre se empeñó en que Ramón le diera un papel. No fue fÔcil. Algunos actores se opusieron pero Carmen insistió y María acabó formando parte de la obra.

Aquella noche, al terminar la función, Colombine descubrió que su hija, MarĆ­a, y su pareja, Ramón, se habĆ­an hecho amantes. La prensa no aireó el escĆ”ndalo pero sĆ­ informó de su huida. El 5 de enero de 1930, apareció en El Sol una noticia titulada ā€˜Ramón se marcha a ParĆ­s’:

Ā«Esta vez Ramón nos amenaza con una estancia muy larga. Ha tomado ya una ā€˜garqonnicre’ en el Barrio Latino, y sólo volverĆ” a Madrid en el verano. Ramón dice que su establecimiento en ParĆ­s responde a uno de sus sueƱos mĆ”s largo tiempo acariciados. Por nuestra parte, lo dudamos mucho, porque, de haber sido asĆ­, se habrĆ­a preocupado, por lo menos, de aprender francĆ©s. Pero Ć©l recuerda que ni VĆ­ctor Hugo aprendió espaƱol cuando vino emigrado a EspaƱa, ni FernĆ”ndez y GonzĆ”less aprendió el francĆ©s cuando se trasladó a ParĆ­s como huĆ©sped de anĆ”loga categorĆ­a. Ramón se va, y no por esas razones, sino simplemente por deseo y capricho literarioĀ».

Pronto se vio que esa relación no fue mĆ”s que Ā«un espejismo lateral del teatroĀ», escribió Ramón en Automoribundia. Ā«Una interrupción de locura llenó los febriles dĆ­as de los ensayos y oĆ­ el ā€œsiempre habĆ­a esperado este momentoā€ y en esas noches supe que ella tomaba cocaĆ­na y hubo una escena de muerte verdinegra que violentó mĆ”s aquella pasiónĀ».

Al final no fue el padre de Ramón quien los separó. Fue la hija de Carmen. El golpe cayó en un corazón que llevaba aƱos enfermo. Ā«Mi salud no es buena, pues de sustos y sufrimientos siento que me desfallece el corazón. (…) Mi vida hace crisisĀ», escribió un aƱo mĆ”s tarde en una carta a su amiga Ana de Castro Osorio que Concepción Núñez encontró en la Biblioteca Nacional de Lisboa.

Pero el amor pudo al rencor. No habĆ­a estocada suficientemente honda para que Colombine diera la espalda a su hija. MarĆ­a, perdida en sus crisis neuropĆ”ticas y las drogas, volvió al hogar de su madre. Ramón, en primavera, regresó de ParĆ­s y tambiĆ©n halló su puerta abierta. DespuĆ©s los separó Argentina. QuizĆ” para siempre. El escritor se casó en aquel paĆ­s y al volver a EspaƱa intentó evitar a su antigua pareja. Sólo poco antes de que ella muriera volvieron a verse. Ɖl la visitaba cada domingo como a una vieja amiga.

Proclamación de la Segunda República

La repĆŗblica

El 14 de abril de 1931 se proclamó la segunda repĆŗblica espaƱola. Era el fin de la ā€˜dictablanda’ de Miguel Primo de Rivera y de la monarquĆ­a borbónica. Las elecciones del dĆ­a anterior mostraron que las grandes capitales del paĆ­s no querĆ­an un rey. Los lacayos de Alfonso XIII tuvieron que preparar sus maletas urgentemente. Ā«Has de salir del paĆ­s antes de que se ponga el solĀ», le advirtió Niceto AlcalĆ”-Zamora, en nombre del ComitĆ© Revolucionario.

La nueva Constitución proclamó España como «una república de trabajadores de toda clase». El país se hizo laico y Colombine vio por fin sus sueños cumplidos. La carta magna reconoció el matrimonio civil, el divorcio y el voto femenino. «Creo que el porvenir nos pertenece», escribió en la revista Mujer el 27 de junio de ese año.

HabĆ­a pasado meses retirada de la vida pĆŗblica, escribiendo relatos, entre las sombras de su dolor. La repĆŗblica, al fin, la sacó de casa. Se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y en la formación querĆ­an que se presentara como candidata a diputada en las elecciones de 1933. Era ā€˜presidenteā€˜ general de la Cruzada de Mujeres EspaƱolas y de la Liga Internacional de Mujeres IbĆ©ricas e Iberoamericanas. La eligieron ā€˜vicepresidente primero’ de la Izquierda Republicana Anticlerical, una agrupación que seis dĆ­as despuĆ©s de publicar su manifiesto, reunió a 10.000 personas.

Su tiempo pasaba entre la actividad frenĆ©tica de los mĆ­tines y el descanso que le exigĆ­a su corazón. Apuraba sus energĆ­a para seguir con sus campaƱas. Esta vez, contra la pena de muerte y la prostitución. Ā«Me cogió un vĆ©rtigo de trabajo. No quise confesar que mi salud estĆ” delicada, lo llevĆ© todo a cabo y me puse a morirĀ», escribió a su amiga Ana de Castro, a mediados de noviembre. Ā«Por fortuna tengo una naturaleza fuerte y una semana a leche, y con reposo absoluto, me han puesto bien. (…) Era un esfuerzo necesario. Ya podremos ir mĆ”s despacio. Se necesitaba escalar la fortaleza y ganar el tiempo que habĆ­a perdido con mi alejamiento de todoĀ».

Antes del fin de 1931, en noviembre, ingresó en la masonería. Carmen de Burgos fundó la logia Amor y le otorgaron el grado de mÔxima autoridad, Gran Maestre, después de casi 20 años de excelente relación con esta organización donde se hermanaban los grandes intelectuales de la época.

En marzo de 1932 publicó Guiones del destino. Lina, la protagonista, «avanzó hacia el público, saludando y enviando puñados de besos que parecían materializarse y volar sobre los espectadores». De pronto, estalló un «grito de inmenso horror exhalado por el público. El telón bajaba rÔpidamente sobre Lina, que no se apartaba. Por pronto que quisieron acudir espectadores y empleados en su ayuda, llegaron demasiado tarde. El enorme telón había aplastado a la actriz. La mitad de su cuerpo quedaba a la vista del público, descansando entre las flores, frescas y olorosas, que le acababan de arrojar».

Colombine, de algún modo, estaba anunciando su propia muerte. Ocurrió siete meses después. La tarde del sÔbado 8 de octubre de 1932 la escritora acudió a la sede del Círculo Radical Socialista para participar en una mesa redonda sobre educación sexual. Quería acabar con esa imagen pecaminosa que los clérigos daban al amor dentro de la alcoba. «En las bodas del futuro», indicó, «al tomarse los dichos, deberÔ acudir el médico en vez del confesor».

Pero, de pronto, empezó a sentirse mal. Muy mal. Exhausta. En la sala habĆ­a dos mĆ©dicos y tambiĆ©n llamaron a su amigo y doctor Gregorio Marañón. Ā«Una vez los tres mĆ©dicos reunidos se procedió a hacer una sangrĆ­a y a la inyección de varias ampollas de aceite alcanforado. Sin embargo, la ilustre escritora continuaba empeorandoĀ», escribieron al dĆ­a siguiente en el periódico El Sol. Ā«A pesar de su estado, conservaba la serenidad. Sin perder energĆ­a pronunció estas palabras: ā€œMuero contenta, porque muero republicana. Ā”Viva la RepĆŗblica! Les ruego a ustedes que digan conmigo: Ā”Viva la RepĆŗblica! (…) Se avisó a una ambulancia que trasladó a doƱa Carmen de Burgos a su domicilio donde falleció a las dos de la madrugadaĀ».

Enterraron a Colombine en el Cementerio Civil de Madrid, un día de lluvia fina. En la comitiva estaban los principales políticos e intelectuales de entonces. La noticia apareció en decenas de medios internacionales. Hubo varios homenajes en su honor y muchos intelectuales, entre ellos, Clara Campoamor, pidieron que Madrid diera su nombre a una calle.

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Carmen participa en una conferencia contra la pena de muerte de la Liga Internacional de Mujeres IbƩricas e Iberoamericanas

La escritora no pudo ver que, en realidad, el porvenir no les pertenecía. Había sido un espejismo que acabó a balazos, en una guerra civil y una dictadura nacionalcatólica. El fin de la república fue también el fin de su memoria. El general Franco incluyó su nombre en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Voltaire o Rousseau. Sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías.

Otras autoras que habían defendido los derechos de la mujer, como Pardo BazÔn, sobrevivieron al régimen. La condesa se libró porque era católica. En Galería, una recopilación de entrevistas del Caballero Audaz publicada en 1943, aparece una entrevista a doña Emilia de principios de siglo, pero el texto acaba con un parche ideológico que el censor introdujo a capón.

«Con pocos años mÔs de vida que Dios hubiera querido conceder a la condesa de Pardo BazÔn, le hubiera sido dado a ésta contemplar la honda y rÔpida transformación experimentada por la mujer española en todos los órdenes de la vida».

Ā«(…) En las clases estudiantiles y populares, la incorporación femenina a la polĆ­tica produjo efectos desastrosos. Por snobismo en unas, por incultura en otras, prendieron en esas masas de mujeres los extremismos mĆ”s violentos. Ocuparon escaƱos en el Parlamento agitadoras desprovistas de feminidad, autĆ©nticos viragos llenos de rencores y de envidias vengativas que apoyaron toda la legislación disolvente, antipatriótica y, sobre todo, descristianización de la RepĆŗblicaĀ».

«Aquellas diputadas sin delicadeza, sin religión y casi sin sexo, hubieran horrorizado el feminismo entusiasta que predicaba la eximia Pardo BazÔn, que, si fué uno de nuestros mejores talentos literarios modernos, fué, antes que todo, una fervorosa católica y una española ejemplar».

En esa EspaƱa las mujeres volvĆ­an a asumir el sometido papel del ā€˜Ć”ngel del hogar’. El de la mujer delicada, sumisa, dócil y casta entregada a cocinar, fregar, coser y cuidar de su marido y sus hijos.

Pilar Primo de Rivera, la poderosa fundadora de la sección femenina del partido único, dijo en 1942: «Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles. Nosotras no podemos hacer nada mÔs que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho».

Veinte años antes un periodista visitó a Colombine en su casa de Madrid. Ella lo recibió en su mesa de trabajo, «que tiene no poco de tablero de plancha o de cortador de sastrería», y dijo:

—Bueno. Pregunte usted, seƱor confesor.

«Yo no podía tenerme de la risa», escribió el periodista de La Esfera E. GonzÔlez Fiol reconocía y alababa su talento como lo haría con un hombre.

—Mire usted, Carmen: es una interview de amigo y de buen compaƱerismo. Prescindamos de preguntas y usted me cuenta lo que le convenga… y quien quiera saber mĆ”s, que vaya a Salamanca.

—Bueno. ĀæPor dónde empezamos?

—Por la infancia.

—Mis padres estaban en muy buena posición. Eran hacendados en Rodalquilar, un pueblo que yo he descrito en varias novelas mĆ­as. Como de niƱa era muy raquĆ­tica y enfermiza, me mandaron al pueblo para que me fortaleciese, y allĆ­ me criĆ©, sin enseƱanzas de nadie, como los ajos porros, sin esencia de Dios, como dice la gente del pueblo. Bueno, esto de los ajos porros no lo ponga usted.

—¿Cómo que no? Con lo que me gustan a mĆ­ los grĆ”ficos modismos del pueblo. ĀæCómo era usted entonces?

—Un demonio. Mis juguetes predilectos eran las muƱecas y los periódicos. Mi diversión, leer cuanto caĆ­a en mis manos y montar a caballo. Era como he sido siempre: un espĆ­ritu rebelde, pero con rebeldĆ­a de guante blanco.

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—No seas tonta, Dolores, y no te abatas asĆ­ —solĆ­a decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tĆŗ te mereces y ande por ahĆ­ con querindangas. Pero no sabes tĆŗ lo que hacen otros. DespuĆ©s de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. CrĆ©ete que lloras sólo con un ojo.
Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal.
Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.
(La malcasada, Carmen de Burgos)

El matrimonio durante mucho tiempo fue una jaula con un trapo encima. Lo que ahí pasaba ahí quedaba. Podían ser caricias o, también, gritos y palos. Huir no era mucho mejor. DetrÔs de los barrotes esperaban, casi siempre, la pobreza y el rechazo. Aun así, algunas mujeres escaparon. Muy pocas. Una de ellas, Carmen de Burgos, no sólo abandonó a un marido Ôspero y mujeriego. A principios del siglo XX esta almeriense emprendió la primera campaña en prensa a favor del divorcio y luchó durante décadas por el sufragio femenino y la independencia de la mujer.

Carmen de Burgos fue la primera periodista española que trabajó en una redacción y la primera corresponsal de guerra de este país. Escribió mÔs de cien relatos cortos y novelas largas, redactó miles de artículos, dio conferencias por varios países y dejó su último aliento en convertir España en una república democrÔtica, progresista y afanada en educar a sus habitantes.

Colombine, como también la llamaban, fue una de las escritoras y defensoras de los derechos de la mujer mÔs reconocidas y admiradas en las primeras décadas del XX. España quedó pequeña a su fama y en su madurez fue aclamada en Europa y América Latina. Era una de las pocas mujeres de referencia de principios del siglo XX, junto a Emilia Pardo BazÔn, Clara Campoamor o Victoria Kent. Pero ¿qué ocurrió para que su nombre fuera borrado de la historia con esa precisión quirúrgica?

La malcasada

Carmen de Burgos Seguí (1867-1932) era una mujer hermosa. Tenía los rizos vigorosos y los ojos negros de la belleza andaluza. Era recia y elegante. De naturaleza volcÔnica, como dijo Ramón Gómez de la Serna. QuizÔ porque creció en un antiguo crÔter de un volcÔn: el valle de Rodalquilar.

Un día, cuando aún era adolescente, un periodista de Almería llamado Arturo Álvarez Bustos le dedicó un poema de amor. Y no paró hasta que la conquistó. Fue «un episodio de ingrato recuerdo», comentó en una entrevista en La Esfera, a los 55 años. «Lo motivó la equivocación mÔs grande de mi vida. Mi rebeldía me llevó a casarme, contra la voluntad paterna».

La tragedia empezó la propia noche de bodas. La almeriense sufrió el mismo trauma que Sissi Emperatriz, una adolescente alemana de 16 años que llegó a la alcoba con Francisco José de Habsburgo sin que nadie le advirtiera antes que los hijos, en realidad, no vienen de París. En su novela La malcasada (1923), que de forma velada se basa en sus recuerdos, Colombine escribió:

«No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu».

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Sissi Emperatriz

Arturo Ɓlvarez vivĆ­a en las tabernas. Colombine lo dejó entrever en aquella novela: Ā«Pues tambiĆ©n es humor estar aquĆ­ sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a quĆ© hora vendrĆ”. (…) Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme. Ā”QuĆ© hombres! El mejor, asadito y con limónĀ».

Ella, mientras, se afanaba en la aspiración de toda mujer de bien: llenar su hogar de vÔstagos. Pero el destino jugaba en contra. El primer bebé falleció trece horas después de nacer, la segunda a los dos días y el tercero a los ocho meses. Igual que le ocurrió a Mary Shelley (1797-1851), la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, Carmen de Burgos asistió a la muerte de sus tres primeros hijos y entonces, en cierto modo, ella también murió. El escritor Ramón Gómez de la Serna lo contó así años después:

Ā«Hasta que un dĆ­a a Carmen se la [sic] murió un hijo ā€œen los brazos, sin saber que se la morĆ­a, porque como tenĆ­a la fiebre, confió en aquel ardor, hasta que se lo quitaron de entre los brazosā€. Carmen, cuando sintió que se lo quitaban y el porquĆ© se lo quitaban, cerró los ojos presa de un ataque a la cabeza. Cuando despertó, cuando ā€œremitiĆ³ā€ la muerte, era otra, es decir, era la misma, sino que resuelta, llena de insubordinación, con un habla nueva y desatada, extraƱa a las cosas de su alrededor, combativa y libertadaĀ».

La periodista renació con una vitalidad inexplicable. Parecía que algún Victor Frankenstein había recompuesto ese cuerpo roto de dolor en un ser con el mismo deseo de amar que la criatura que diseñó en su laboratorio el científico de la novela de Mary Shelley.

A las dos escritoras la ansiada descendencia llegó después del cuarto parto. En 1895 nació la única hija que sobrevivió a la almeriense. La escritora amó y cuidó a María de los Dolores Ramona Isabel como lo mÔs grande de su vida. Decía que, de todo lo que hizo en su vida, ella era su «obra maestra». Aunque María Álvarez de Burgos (como se conoció después), a los 34 años, perdida entre la cocaína y los desastres amorosos, asestara un último estoque al corazón vapuleado de su madre.

Harta de un marido infame, a finales de agosto de 1901, Carmen de Burgos Seguí metió sus cosas en una maleta y se fue a Madrid. Llegó con su hija y un título de maestra que había sacado, estudiando por las noches, a escondidas de su esposo. Tenía 33 años y una plaza en un colegio de Guadalajara, pero lo que de verdad quería era vivir en Madrid, porque su ambición ya no era formar una familia numerosa. Ansiaba trabajar en periódicos y entrar en los círculos intelectuales y de escritores de la época. Probablemente, igual que la protagonista de su novela La que se casó muy niña (1923), «experimentaba repugnancia por el marido» y decidió:

—«Yo no quiero tener mĆ”s hijosĀ».

En Madrid, un tío suyo «senador del Reino», Agustín de Burgos, le abrió las puertas de su hogar y le presentó a algunos de sus contactos. Un año antes, la escritora le había dedicado su primer libro de relatos breves, Ensayos literarios. Era 1900 y muchos hombres veían con sorpresa, y un cierto desagrado, que una mujer saliera de la cocina para emprender una carrera literaria. En el prólogo, el conocido poeta almeriense Antonio Ledesma HernÔndez declaró que las mujeres podían participar del pensamiento y el conocimiento, pero siempre dentro de un orden:

Ā«De eso al feminismo exagerado que se ha despertado en nuestros dĆ­as, hay ciertamente gran distancia: (…) esa promiscuidad feminista que, no haciendo diferencia entre la distinta misión moral y social de ambos sexos, pretende igualarlos en actividades y derechos, y crear una sociedad histórica donde no haya preeminencias para ninguno, ni autoridad, ni por consiguiente familia ni Estado posiblesĀ».

Ese ā€˜feminismo exagerado’ que llevarĆ­a al caos y la destrucción era, en realidad, manso y dócil. Hay que Ā«procurar librarse del egoĆ­smo y anteponer las conveniencias de los demĆ”s a las propias, para no hacer nada que disguste a los otrosĀ», escribió la autora en El arte de ser mujer (1920).

Era un feminismo conciliador que jamÔs intentó hincar el diente a nadie. «No es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre», explicó en La mujer moderna y sus derechos (1927), «sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado».

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Carmen de Burgos

Sus exigencias quedaban muy lejos de las reivindicaciones que pedían 4.000 kilómetros hacia el este: las líderes de la revolución rusa. La primera mujer de la historia que tuvo un puesto en un gobierno, Alejandra Kolontai (1872-1952), pedía que el Estado se ocupara del cuidado del hogar y de la crianza de los hijos para que las mujeres pudieran desarrollar una carrera profesional y participar en la vida política y social igual que lo hacían los hombres.

La Comisaria del Pueblo para la Asistencia PĆŗblica de los primeros aƱos de la URSS promulgaba que en el siglo XX habĆ­a nacido una ā€˜mujer nueva’ que exigĆ­a su independencia porque Ā«sus intereses sobrepasan ampliamente los lĆ­mites de la familia, el hogar y el amorĀ». En AutobiografĆ­a de una mujer sexualmente emancipada y otros textos sobre el amor, escribió:

Ā«Las virtudes femeninas que durante siglos se han cultivado en ella —pasividad, sumisión, dulzura— se revelan enteramente superfluas, inservibles, perjudiciales. La severa realidad exige otras virtudes: actividad, firmeza, decisión, dureza, es decir, ā€œvirtudesā€ que hasta hoy se han tenido por propiedad exclusiva del hombreĀ».

Carmen de Burgos se estableció en calle Echegaray, número 10, hasta que poco después abandonó la casa huyendo otra vez de un hombre. Don Agustín de Burgos se acercaba a ella reclamando unos besos que poco tenían que ver con el cariño entre dos familiares. No era raro. Los varones de esa época pensaban que una mujer sin marido era barra libre, igual que hoy muchos creen que porque una mujer dirija un programa de sexo en la radio, estÔ a disposición del público.

«La divorciadora»

Carmen de Burgos consiguió su objetivo y se quedó en Madrid. En octubre de 1901 obtuvo una autorizaron para ampliar estudios en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos de Madrid, y eso le permitió permanecer en la ciudad hasta 1905. Dos aƱos antes habĆ­a empezado a escribir en el Diario Universal una columna diaria titulada ā€˜Lecturas para la mujer’. AhĆ­ hablaba de moda y de modales, pero, a la vez, iba deslizando las ideas liberalizadoras que veĆ­a en otros paĆ­ses de Europa.

En 1901, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu y Azorín pidieron la aprobación del divorcio, pero la propuesta naufragó en un país regido por curas. En 1904, Colombine lo volvió a intentar. La periodista aprovechó que su columna tenía muchos lectores, de los sectores mÔs conservadores y mÔs progresistas, para plantear la cuestión del divorcio. El 20 de diciembre de 1903, en su columna, añadió una noticia que decía:

Ā«Me aseguran que muy en breve se fundarĆ” en Madrid un ā€˜Club de matrimonios mal avenidos’, con objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las CĆ”marasĀ».

La idea armó un gran revuelo y trece días mÔs tarde escribió en su columna: «La noticia del Club de matrimonios mal avenidos ha desencadenado una tempestad no solo entre las señoras, sino también entre los hombres».

Colombine fue publicando las cartas que recibía de los lectores, los intelectuales y los cargos públicos sobre el divorcio, y en marzo anunció que el debate continuaría en un libro titulado El divorcio en España. Aquella obra recogió la opinión de Unamuno, Baroja, Azorín, Vicente Blasco IbÔñez, Antonio Maura, Francisco Silvela o Raimundo FernÔndez Villaverde.

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Carmen de Burgos, en un acto a favor del divorcio. FotografĆ­a publicada en ‘El Voto de las mujeres’

Lo mĆ”s curioso es que la feminista declarada Emilia Pardo BazĆ”n, que tambiĆ©n escapó de un matrimonio desgraciado, no participó en la encuesta. Ā«No tengo opinión alguna sobre el divorcio. (…) NecesitarĆ­a dedicarme a estudiar esa cuestión, y no dispongo de tiempoĀ», se excusó.

En 1904 apareció El divorcio en EspaƱa y, como ahĆ­ recogió las voces de tantas personas, la autora lo presentó como Ā«un libro ā€˜colectivo ó social’, muy adecuado al espĆ­ritu de nuestro tiempoĀ». En los comienzos del XX tambiĆ©n existĆ­a el discurso de lo colaborativo y las redes sociales del que el siglo XXI parece querer apropiarse. La diferencia es que, en vez de usar ordenadores, echaban cartas al buzón. Y en vez de usar Facebook, se reunĆ­an en cafĆ©s.

El resultado de la encuesta fue contundente: 1462 votos a favor y 320 en contra. Vicente Casanova, el escritor que la animó «Ô dar la noticia de formarse un ā€˜Club de matrimonios mal avenidos’», dijo que Ā«la idea del divorcio ha caĆ­do, entre las seƱoras mujeres, como gota de agua en tierra sedientaĀ».

Los que estaban a favor denunciaban que Ā«en todas las Ć©pocas se permite el divorcio Ć” los poderosos y se multiplican las causas de nulidad para concederloĀ». Pero, ademĆ”s, Ā«los cuerpos no deben estar unidos si los espĆ­ritus se repelen (…). Es horrible el hogar de dos sĆ©res que se aborrecen y que saben que sólo la muerte puede separarlosĀ».

Los que estaban en contra, los «fervientes católicos», temían que «si se ofrece a los esposos la posibilidad de la disolución del matrimonio y de formar otro nuevo, habrÔ un verdadero desorden en las familias y se estarÔ expuesto Ô la tiranía y Ô los caprichos». AdemÔs, «la suerte de los hijos es horrible».

En Europa el divorcio era ya algo habitual. Ā«Sólo Italia, Portugal y EspaƱa no tienen establecido el divorcio, aunque consienten el matrimonio civil. El hecho de que se empiece Ć” discutir entre nosotros la conveniencia del divorcio como una idea nueva demuestra un lamentable retraso. (…) De nuestro plebiscito resulta que la opinión de EspaƱa es favorable al divorcioĀ», concluyó Colombine, Ā«y es indudable que se establecerĆ” entre nosotros como conquista de la civilizaciónĀ».

Esta campaña dio una gran popularidad a Carmen de Burgos. Muchos de los autores que siempre había admirado, como Giner de los Ríos y Blasco IbÔñez, empezaron a valorar sus escritos y reconocieron su tesón para luchar por sus propósitos. Otros, en cambio, descubrieron a una enemiga de la tradición. La Iglesia y los sectores mÔs reaccionarios («la gazmoñería, la mojigatería y la beatería ambiente», como ella los describió en una entrevista con el Caballero Audaz) intentaron desacreditar a la escritora con insultos y calumnias.

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El periodista El caballero Audaz en casa de Pérez Galdós en 1914

El periódico carlista y ultraconservador El Siglo Futuro se cebó con ella. «Se metió conmigo en forma muy desabrida», relató Colombine al periodista de La Esfera E. GonzÔlez Fiol en 1922. «No pude soportarlo y me presenté en la redacción de El Siglo. Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora. SuÔrez de Figueroa se quedó de una pieza al saberlo. Pero yo no me conformé con dar las bofetadas y le escribí a D. CÔndido Nocedal, que dirigía El Siglo Futuro, diciéndoles que si no rectificaba, le iba a esperar a la puerta de la redacción con una zapatilla e iba a correrlo a zapatillazos por la calle. No sé si fue temor a que llevase a cabo la amenaza o galantería. Ello es que El Siglo Futuro rectificó en un suelto bastante largo y expresivo para mí».

Pero los guardianes de la tradición decimonónica siguieron con la espada en alto. La bautizaron como ā€˜la divorciadora’ y aƱos mĆ”s tarde, en su ciudad, alguien que buscaba un nombre para su lupanar se acordó de esos viejos rumores y lo llamó Colombine.

El descrƩdito

Es el insulto mĆ”s repetido en la historia: ā€˜puta’. Es el lugar donde desembocan muchas discusiones y la etiqueta con la que descalifican a las mujeres que discrepan con la tradición. La ofensa se extiende al hombre en el apelativo ā€˜hijo de puta’, porque asĆ­, de rebote, la maldecida tambiĆ©n es una mujer.

El autor de Madame Bovary, Gustave Flaubert, apuntó en su Diccionario de lugares comunes que «una mujer artista no puede ser mÔs que una ramera». La estilogrÔfica y los pinceles eran asunto de hombres. Las mujeres debían permanecer en su papel de musas inspiradoras, en silencio, allÔ en los cielos.

Durante mucho tiempo fue el calificativo con el que recordaron a la pionera del feminismo britÔnico, Mary Wollstonecraft. En 1792, la filósofa publicó un libro que dejó perplejos a los londinenses: Vindicación de los Derechos de la Mujer. Fue una obra polémica que despertó las simpatías de unos y las iras de otros. Pero los indignados no buscaron argumentos para rebatir sus ideas. Recurrieron al descrédito habitual y la tacharon de «lasciva e indecente».

Wollstonecraft murió cinco años después y a muchos no les extrañó. Era la justa venganza del cielo. Dijeron que fue Dios quien le envió la infección que sufrió al dar a luz al hermano pequeño de Mary Shelley, la joven que a los 18 años, en un verano indómito en Ginebra, escribió Frankenstein o El moderno Prometeo.

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Mary Wollstonecraft, retratada por John Opie (1797)

La carrera polĆ­tica de Victoria Woodhull (1828-1927) tambiĆ©n acabó bajo la misma acusación. La mujer que se presentó como candidata a la presidencia de EEUU en 1872 acabó entre rejas el dĆ­a de la jornada electoral por Ā«adĆŗlteraĀ». Muchos sufrieron espasmos de pensar que una mujer divorciada, defensora del voto femenino y el amor libre, pudiera siquiera plantearse aspirar a ser la presidenta del ā€˜paĆ­s de las libertades’. Mas aĆŗn cuando proponĆ­a como vicepresidente a Frederick Douglass, un afroamericano que habĆ­a nacido esclavo.

Woodhull también sufrió a un marido alcohólico y mujeriego cuando sólo tenía 15 años. Pero tuvo el valor de divorciarse y proclamarse defensora del amor libre en una sociedad constreñida por el pensamiento victoriano. «Sí, creo en el amor libre. Tengo un derecho inalienable, constitucional y natural a amar a quien yo quiera, por el tiempo que pueda; a cambiar ese amor todos los días si así lo deseo, y ninguna persona ni ley estÔ autorizada a interferir ese derecho».

El insulto sigue en pie. El pasado 10 de abril un usuario de Twitter escribió a la vicesecretaria de estudios y programas del Partido Popular (PP), Andrea Levy: «Andrea una catalana del PP suena a traición o a venta por dinero. Putilla». Ella le contestó: «La libertad política es un derecho. Llamarme puta es machismo. De nada».

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A las diputadas de la CUP les llueven las ofensas por pedir la independencia de CataluƱa. Las llaman ā€˜putas’, ā€˜retrasadas’, ā€˜traidoras’, ā€˜gordas’, ā€˜feas’, ā€˜malfolladas’, ā€˜viejas’. Les escriben: «¿Quieres decir a la Gabriel no le conviene un buen clavo? Tiene cara de estar mal folladaĀ», Ā«No es que quieran separarse de EspaƱa: es que quieren que las echemos. Por horrorosas y antiestĆ©ticasĀ».

Un concejal del PP, Ɠscar BermĆ”n, dijo que Ada Colau deberĆ­a estar Ā«limpiando suelos y no de alcaldesa de BarcelonaĀ». Ella le contestó en Twitter que Ā«en una sociedad sana ser alcaldesa y fregar suelos es compatible. Ser machista y concejal no deberĆ­a serloĀ».

Pero la cosa fue a mÔs. El académico de la Real Academia Española Félix de Azúa, descontento con la gestión de la regidora, la mandó a vender salmonetes: «Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado». Ante el malestar de la alcaldesa, el hombre que ocupa el sillón H de la RAE remató el asunto diciendo en una entrevista en Vozpopuli: «A ella las pescaderas deben de parecerle algo espantoso, porque le ha dolido mucho. Pude haber dicho verdulera, que debería de trabajar en un puesto de verduras o en una zapatería. Pero eso le ha molestado mucho. Es ella quien ha humillado a las pescaderas».

Colombine

Todos los días, por la mañana temprano, llegaban los periódicos a la casa de los padres de Carmen de Burgos. Había prensa española y también portuguesa porque su padre era, desde 1872, el vicecónsul de Portugal. El Jornal do Comercio rondaba siempre por el comedor y en su libro Mis viajes por Europa recordó: «Yo aprendí a leer espontÔneamente en la plana de anuncios de ese Jornal que iba a perderse en las soledades de mi cortijo de Rodalquilar. La impresión que hacían en mi Ônimo las negritas rotundas, redondas y gruesas de sus letreros no se ha borrado aún».

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José de Burgos dio a su hija la mejor educación que se podía ofrecer en ese momento. Le abrió su biblioteca y le cedió sus periódicos. Igual que hizo el padre de Emilia Pardo BazÔn, un «feminista» (como ella lo calificaba) que decía a su niña: «Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos».

Aquellas lecturas de poetas romÔnticos, novelistas modernos y filósofos escépticos fueron forjando el carÔcter autodidacta de Carmen de Burgos. Y fue quizÔ ese interés por la literatura lo que la llevó a «fascinarse por un tenorio» que le escribía versos de amor. Arturo Álvarez Bustos era un periodista hijo de un conocido poeta y director de periódico. La almeriense se casó con él, cuando aún no sabía que, en realidad, se trataba de un «señorito juerguista».

Álvarez Bustos había heredado una imprenta en la calle de las Tiendas y desde ahí dirigió un periódico que primero se llamó Almería Cómica, después Almería Bufa y, al final, Almería Alegre. Ella aprendió el oficio en esa redacción. En una entrevista de 1922, en la revista La Esfera, relató:

«En aquel periódico, para ayudar a sostener mi hogar, me vi precisada a trabajar de cajista; y como mi marido, esclavo de sus vicios, no se ocupaba del periódico mÔs que para sacarle provecho, muchas veces, para poder componer original, me valía de la tijera y recortaba de otros periódicos; otras, redactaba yo unas cuartillas, y así fui adquiriendo el entrenamiento periodístico».

Pero a finales del XIX, con un matrimonio roto y la ambición de hacerse escritora, poco mĆ”s podĆ­a hacer ya en AlmerĆ­a, el lugar que en su novela La malcasada describió como Ā«la ciudad del bostezoĀ». En aquellas tierras andaluzas, las mujeres eran Ā«alegres, ligeras y algo indolentesĀ». AsĆ­ las describió en una conferencia en Italia, en 1906, titulada ā€˜La mujer en EspaƱa’.

«Conservan mucho de la negligencia Ôrabe. Sentarse Ô tomar el sol en las horas de descanso es el mÔs grato de sus placeres. Viven resignadas con su suerte, con una especie de fatalismo morisco y una inconsciencia de sus derechos que no las invita Ô la rebeldía», dijo. «Es común ver en los caminos el padre subido en una mula, mientras la mujer y los chiquillos siguen detrÔs Ô pie. Se cree que el hombre para mostrar su fuerza y ser varonil ha de ser despótico y hacer sentir siempre que es el amo y el señor».

Al llegar a Madrid esperaba encontrar la ayuda de su tío, el senador, pero al tener que salir huyendo de su casa, se vio sola en su búsqueda de un destino literario. Carmen de Burgos había perdido a su cicerone en una sociedad que se movía por el amiguismo y la recomendación. Pero no iba a desaprovechar la oportunidad de estar en Madrid después de tantos kilómetros recorridos. La maestra imprimió tarjetas de visita con el nombre de su tío y envió cartas de presentación en su nombre para dar a conocer su trabajo de periodista y escritora.

En noviembre de 1902 empezó a escribir artĆ­culos sobre el derecho penal en La correspondencia de EspaƱa. DespuĆ©s, se hizo con una columna titulada ā€˜Notas femeninas’ en El Globo. AhĆ­ comenzó a tratar ya temas como ā€˜La mujer y el sufragio’ o ā€˜La inspección de las fĆ”bricas obreras’. Estaba muy ilusionada y lo dejó ver en uno de sus primeros textos: Ā«Al dar cuenta del brillante progreso que la mujer realiza, creemos que esta sección resultarĆ” agradable y Ćŗtil a nuestras lectorasĀ».

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Carmen de Burgos, en la entrevista de ‘La Esfera’ de 1922

Apenas dos meses después, el 1 de enero de 1903, Augusto SuÔrez de Figueroa (1852-1904) fundó el Diario Universal, tras abandonar la dirección del Heraldo de Madrid. El famoso periodista malagueño llamó a Carmen de Burgos para que formara parte de su periódico. Pero esta vez no le pidió una colaboración. La contrató. JamÔs había ocurrido algo así en España. Era la primera vez que se reconocía a una mujer como periodista profesional.

Desde su primer nĆŗmero, el Diario Universal saldrĆ­a con una columna diaria titulada ā€˜Lecturas para la mujer’. La autora serĆ­a Carmen de Burgos pero querĆ­an una firma mĆ”s sugerente.

—Usted se llamarĆ” ā€˜Raquel’ en el periódico —dijo, en voz alta, Augusto Figueroa, el dĆ­a antes de que apareciera el nĆŗmero cero, un periódico de prueba que sólo leyeron los redactores.

Pero justo antes de que saliese el primer número de verdad, el director cambió de opinión:

—Mejor. Usted se llamarĆ” ā€˜Colombine’ —indicó, otra vez, en voz alta, entre el sonido de las teclas nerviosas de las mĆ”quinas de escribir.

«¿Por quĆ©?Ā», explicó despuĆ©s la autora en Al balcón (1913). «¿QuizĆ”s creyó por la desenvoltura, por la agilidad y por la frivolidad que necesita el periódico mezclar a la sesudez de sus artĆ­culos de fondo y sus polĆ­ticas era necesario que yo firmase ā€˜Colombine’?Ā». En ese nombre se encarnaba la Ā«mujer frĆ”gil, caprichosa e inconstante en el amorĀ». Esa era Colombine en la comedia del arte italiana, desde el siglo XVI, segĆŗn Concepción Núñez Rey, la catedrĆ”tica y filóloga que ha dedicado toda su vida a investigar la figura de la autora almeriense.

Figueroa y Colombine sólo pudieron trabajar un aƱo juntos. El 1 de enero de 1904, un dĆ­a antes de que Carmen de Burgos publicara su artĆ­culo ā€˜El club del divorcio’, el director del Diario Universal murió a sablazos en un duelo al que se citó con un hijo de un antiguo gobernador de Cuba. El vĆ”stago del general Manuel Salamanca se sintió ofendido por las crĆ­ticas que el periodista habĆ­a hecho sobre el mandato de su padre e intentó restaurar su honra con el filo de un espadón.

El sufragio femenino

Decía Colombine que siempre había que tener la maleta preparada. La escritora deseaba viajar y conocer otros lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres. En 1905 el Ministerio de Instrucción Pública le concedió una beca para estudiar los sistemas de enseñanza de otros países. Carmen de Burgos agarró a su hija y una valija llena de libros, y se lanzó al descubrimiento de Francia, Italia y Mónaco.

El paĆ­s de Ɖmile Zola, una de sus grandes referencias literarias, provocó un gran impacto en la maestra. HabĆ­a que aprender del racionalismo de Francia. Era algo en lo que siempre habĆ­a creĆ­do y la visita reafirmó su idea: sin educación, un paĆ­s es una jungla. En la Memoria correspondiente al curso de ampliación de Estudios en el Extranjero realizados por la autora desde 1Āŗ de octubre de 1905 a 30 de septiembre de 1906, escribió: Ā«AllĆ­ no solo no existe el analfabetismo, sino que todo el mundo es profesor o alumno, enseƱa o aprende. La frase cĆ©lebre de que ā€˜cada escuela que se abre cierra una prisión a los veinte aƱos’ es allĆ­ un hechoĀ».

En 1906 volvió a Madrid y se estableció en la calle Eguilaz, número 7, cerca de la Glorieta de Bilbao. De su paso por Francia había traído un propósito que ya no abandonaría el resto de su vida. Carmen de Burgos estaba convencida de que había llegado el momento de que las mujeres pudieran votar y no pararía hasta conseguirlo.

En el Lyceum Club de París conoció a sufragistras britÔnicas que le animaron en su empeño. Ellas eran las mÔs avanzadas. La escritora anglosajona Katerine Mansfield relataba en un libro autobiogrÔfico publicado en 1910 que un día, en un balneario alemÔn, bajó al restaurante y se sentó a comer con un grupo de alemanas. Una de ellas, viuda, le preguntó mientras se limpiaba los dientes con una horquilla:

—¿Es verdad que es usted vegetariana?

—SĆ­, Āæpor quĆ©? Hace tres aƱos que no como carne.

—”Imposible! ĀæTiene usted hijos?

—No.

—AhĆ­ estĆ”, Āæve? A eso estĆ” usted llegando. ĀæQuiĆ©n ha oĆ­do hablar alguna vez de tener niƱos a base de verduras? No es posible. Pero ya no tienen ustedes grandes familias en Inglaterra. Supongo que estĆ”n demasiado ocupadas con el sufragismo.

La escritora Katherine Mansfield

En España el tema del sufragio había derrapado años antes. En 1892, Emilia Pardo BazÔn había fundado la publicación La biblioteca de la mujer para hablar del sufragio y de temas relacionados con la liberación femenina, pero, conforme avanzaban los números, se fue desanimando.

La escritora esperaba que sus referencias a obras como La esclavitud femenina, de John Stuart Mill, hicieran despertar en las mujeres el deseo de autonomía e independencia, y de exigir los mismos derechos que los hombres. Pero eso no ocurrió. La periodista coruñesa, decepcionada, terminó la colección con recetas de cocina.

Ā«Cuando yo fundĆ© La biblioteca de la mujer, era mi objeto difundir en EspaƱa las obras del alto feminismo extranjero (…). He visto, sin gĆ©nero de duda, que aquĆ­ a nadie le preocupan gran cosa estas cuestiones, y a la mujer, aĆŗn menos. Cuando por caso insólito, la mujer se mezcla en polĆ­tica, pide varias cosas distintas, pero ninguna que directamente, como tal mujer, le interese y convengaĀ», escribió. Ā«AquĆ­ no hay sufragistas, ni mansas, ni bravas. En vista de lo cual, y no gustando de luchas sin ambiente, he resuelto prestar amplitud a la sección de economĆ­a domĆ©stica de dicha Biblioteca, y ya que no es Ćŗtil hablar de derechos y adelantos femeninos, tratar gratamente de cómo se prepara el escabeche de perdices y la bizcochada de almendraĀ».

Dos aƱos despuĆ©s de sacar a escena el tema del divorcio, Carmen de Burgos se propuso azotar la opinión pĆŗblica con una campaƱa en prensa a favor del sufragio femenino. El 19 de octubre de 1906 inauguró una columna titulada ā€˜El voto de la mujer’. La periodista volvió a hacer una consulta entre firmas de prestigio para publicar sus respuestas con esta carta:

Muy Sr. mío y de mi consideración:

En el Heraldo del día 19, se ha abierto un plebiscito cuya finalidad consiste en conocer la opinión que merece a todas las personas autorizadas la cuestión del voto de la mujer, planteÔndolo con la mayor amplitud posible.

1º ¿Debe o no, concederse voto a las mujeres? 2º En caso afirmativo, ¿ha de ser en sufragio universal, o solo para las que reúnan determinadas condiciones? 3º ¿La mujer puede ser ademÔs de electora, elegible?

El 7 de noviembre se publicó una respuesta procedente de París. El periodista Luis Bonafoux, en tono de ironía, dijo:

«Colombine, ma chère, eres terrible. Que si las mujeres pueden elegir y ser elegibles. ”No han de poder! ”Si desde los quince, sin contar las que madrugan, no se ocupan de otra cosa!».

En esa columna publicó setenta opiniones de políticos, escritores y periodistas de distintas ideologías. El 25 de noviembre cerró la campaña con 4.962 votos: 922, a favor y 3.640, en contra. Parecía que el país aún no estaba preparado para que las mujeres votaran. Carmen de Burgos concluyó:

«El pueblo español, comparado con el de otras naciones, sufre un notable atraso; es aún mayor el peso de los atavismos que la fuerza del progreso que lo impulsa. La mujer necesita en España conquistar primero su cultura; luego, sus derechos civiles, puesto que en nuestros Códigos no la conceptúan en muchos casos persona jurídica, y después hacer que las costumbres le concedan mayor libertad, mÔs respeto y condiciones de vida independiente. Entonces estarÔ capacitada para conquistar el derecho político».

El plebiscito no había funcionado. Daba la impresión de que en España se producía esa misma falta de interés de la viuda alemana del balneario por el sufragio femenino. La tierra estaba aún yerma y había que seguir sembrando. La escritora, convencida de que la única forma de conseguir los progresos que se estaban produciendo en otros países era mediante la educación, tradujo un libro que encontró en Venecia titulado En el mundo de las mujeres. En la obra, el dramaturgo Roberto Bracco afirmaba que para que la mujer se integrara en la sociedad era imprescindible que estudiara y trabajara fuera de su casa, igual que hacían los hombres.

Carmen de Burgos volvía a desafiar la tradición. Los guardianes del acervo se revolvían ante sus palabras y, como cuervos al acecho, buscaban la ocasión para acallar su voz. Les hervían los ojos ante textos como el que la autora escribió, en abril de 1904, en el Diario Universal:

«Es intolerable que la madre no tenga dentro de la familia los mismos derechos del padre, y que la mujer casada no tenga el de administrar libremente sus bienes y el pleno uso de los derechos civiles, considerÔndola siempre como una menor sometida a la tutela del marido».

La oportunidad se produjo en enero de 1907. El conservador Maura ascendió al gobierno y nombró a Rodríguez Sampedro ministro de Instrucción Pública. Desde esa institución el acoso a la escritora fue incansable, según su biógrafa Concepción Núñez, y culminó con una especie de sutil destierro a Toledo.

Las represalias

Las mujeres que desafiaban la tradición resultaban molestas. No sólo para los hombres. A menudo, lo eran mÔs aún para otras mujeres. En 1915, Emilia Pardo BazÔn, que se declaraba «radical feminista» porque creía que «todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer», indicó en una entrevista con el Caballero Audaz: «Tengo la evidencia de que si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ”sí!».

Emilia Pardo BazƔn

El dĆ­a que Carmen de Burgos dejó la ciudad, el periódico en el que trabajaba, el Heraldo de Madrid, publicó un artĆ­culo titulado ā€˜Un atropello’, donde denunció:

Ā«Ahora desempeƱa una cĆ”tedra en la Escuela de Artes e Industria de Madrid, y sin asomo de motivo se la envió en comisión a Toledo. (…) Enferma y todo sale para Toledo, y excusamos decir que desde allĆ­ seguirĆ” honrando las columnas del Heraldo con sus trabajos. (…) PodrĆ­amos comentar esta serie de abusos y de menosprecios a los derechos ganados en buena lid por ColombineĀ».

Así apartaron a la profesora de Madrid, pero ella siguió escribiendo y dando conferencias allÔ donde la invitaban. En mayo de ese año, en la Institución para la Enseñanza de la Mujer, en Valencia, volvió a reivindicar la igualdad entre hombres y mujeres. En unos salones «atestados de gente» reclamó:

Ā«No somos personas jurĆ­dicas. Estamos sometidas a una minorĆ­a casi perpetua, hijas y esposas no podemos vender, hipotecar, obligarnos ni recibir donaciones. Solo si tienen algunos de estos derechos en el caso de estar casada bajo el rĆ©gimen de separación de bienes, y aun asĆ­, no son completos. (…) Quiero para ambos sexos idĆ©nticos derechos, las mismas leyes e igual educaciónĀ».

En enero de 1918 aprobaron en Inglaterra la Ley de Representación del Pueblo. Las mujeres por fin podían votar. Aunque no todas. Esa primera ley concedía el voto a esposas de los propietarios, mujeres propietarias y universitarias de mÔs de 30 años. Y había llegado muchos años después que en algunas de sus antiguas colonias: Nueva Zelanda lo aprobó en 1893 y Australia, en 1902. También después que en Finlandia (1906), Noruega (1913), Dinamarca e Islandia (1915), y sólo un año antes que en Alemania.

La sociedad victoriana intentó impedir que las mujeres fueran a las urnas. Pero fue un hombre, John Stuart Mill, quien desafió por primera vez esa idea. En 1867 propuso en el Parlamento una reforma electoral para eliminar la exclusión por sexo. Perdió por 123 votos. Pero la ambición fue creciendo, entre reivindicaciones y protestas, hasta aquel invierno de 1918. Y no fue tanto una conquista social como una consecuencia de la guerra.

La I Guerra Mundial, la contienda mÔs catastrófica que había vivido el mundo hasta entonces, había dejado al Reino Unido sin electorado. Los hombres estaban en las trincheras y muchos de ellos no volverían jamÔs. AdemÔs, durante los años de batalla, las mujeres ocuparon los puestos que ellos dejaron para irse al frente y habían dejado claro que no necesitaban a ningún varón para custodiar su destino.

Mujeres trabajando en una fƔbrica de armas de Parƭs en 1916

España, en cambio, parecía congelada en el tiempo hasta que el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República. Colombine tenía 64 años y una salud hecha añicos, pero aún le quedaban fuerzas para lanzar una nueva campaña que exigía el derecho al voto de la mujer.

Entonces era ā€˜presidente’ general de la Cruzada de Mujeres EspaƱolas y de la Liga Internacional de Mujeres IbĆ©ricas e Iberoamericanas. La palabra ā€˜presidenta’ no existĆ­a. Igual que hoy no es posible presentarse como ā€˜escritora’ o ā€˜realizadora’ en la red social mĆ”s usada en el mundo. Lo denunció la escritora Ɓngeles Caso en una conferencia sobre BookTubers el pasado mes de abril. Ā«Fui a abrirme un perfil en Facebook y sólo tenĆ­a la posibilidad de calificarme como ā€˜escritor’. No veĆ­a eso de: ā€œĆngeles Caso: escritorā€ y decidĆ­ que apareciera: ā€œĆngeles Caso: libroā€Ā».

Daba la sensación de que, con la llegada de la república, el voto estaba a la vuelta de la esquina. Pero la opinión de las feministas se había dividido en dos. Algunas, como Victoria Kent, lo temía. Pensaban que la papeleta de la mayoría de las mujeres obedecerían las órdenes de sus sacerdotes. «En este momento lo estimo un poco peligroso», dijo la radical socialista en una entrevista con Josefina Carabias en el periódico Ahora en noviembre de 1931. «La prueba la tiene usted en que las derechas estÔn encantadas de que voten las mujeres. Esas mismas derechas se oponían al sufragio universal en tiempos, alegando que la masa no estaba preparada».

Otras, en cambio, como Colombine o Clara Campoamor, lo querían a toda costa. La periodista almeriense escribió en La mujer en política:

«Hace años en una encuesta que organicé en el Heraldo respecto al voto femenino, me contestó el señor Lerroux en carta que conservo, que ese temor al reaccionarismo de la mujer era injustificado, pero que aunque dicho peligro existiera, no debíamos oponernos a la libertad en nombre de la libertad».

El 19 de noviembre de 1933 las mujeres votaron por primera vez en EspaƱa.

La primera corresponsal de guerra

En el verano de 1909, en EspaƱa, cantaban esta coplilla.

Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla.

Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los espaƱoles
a morir como corderos.

La letra hacía referencia al desastre del Barranco del lobo. El 26 de julio los rifeños empezaron a disparar desde el monte Gurugú contra los soldados españoles. MÔs de 100 murieron y unos 600 resultaron heridos en ese episodio de la Guerra de Melilla.

El desastre del Barranco del lobo llevó a Colombine hasta MÔlaga. Quería estar mÔs cerca del campo de batalla. A principios de agosto publicó varias crónicas en el Heraldo desde esa ciudad. Habla de los heridos, de la labor de la Cruz Roja y de la falta de agua en Melilla. A los pocos días, se traslada a Almería, junto a su hermana Catalina, su escudera en muchos de sus viajes y una de las personas mÔs fieles de su vida.

Las cartas de los soldados llegaban a Almería y de ahí partían a su destino en el resto de España. Eso la acercaba aún mÔs al corazón del conflicto. La ciudad mediterrÔnea, por su cercanía a Melilla, daba «un bello ejemplo de entusiasmo patriótico y humanitario», escribió Colombine. En una de sus crónicas, la periodista lo retrató con esta escena:

«Todas las noches, un periódico local expone los telegramas al público en la farola del paseo, uno de los sitios mÔs concurridos de la población, y la gente, hombres, mujeres y niños, forman cola, Ôvidos de leer las noticias».

El 25 de agosto, de pronto, apareció en el Heraldo un ā€˜Telegrama de Colombine’ enviado desde Melilla. Ā«Ir al campo de batalla era el modo eficaz de vencer la censura militar, de conseguir un documento real de la guerraĀ», escribe Concepción Núñez en Colombine en la edad de plata de la literatura espaƱola. Ā«Desde AlmerĆ­a, apoyada por familia y amigos, consiguió el medio de trasladarse a la ciudad asediada. Tal vez viajó en el ā€˜vaporcito Siglo’ que diariamente transportaba el correo y al que ella alude con ese diminutivoĀ».

Cinco dĆ­as mĆ”s tarde, en la primera pĆ”gina del Heraldo, un titular anunció: ā€˜Colombine, en Melilla’. En sus crónicas, a menudo, hablaba como una madraza. Ā«Me siento invadida de una tristeza profunda. El soldado en campaƱa inspira un sentimiento de respetuosa ternura, que no sentimos al contemplarlo en tiempos de paz. Todos los dĆ­as, al verlos salir con el convoy, morenos, sudorosos, llenos de polvo, experimento algo semejante a la tierna piedad que parece desprenderse del ambiente de amor y lĆ”grimas con que los rodea el recuerdo de las madres y las amantes lejanasĀ».

En el barranco del Lobo, el 27 de julio de 1909 (Archivo de Antonio Carrasco)

Carmen de Burgos aludía a las mujeres. «He tenido respecto a esto ocasión de hacer una observación importante del espíritu de la mujer. Muchos me enseñan retratos y cartas de sus hijos y de sus esposas. Estas últimas se quejan del dolor de la separación y expresan todas las angustias propias de las mujeres amantes que ven en peligro a los seres queridos; pero todas censuran con desprecio a los militares que pidieron la separación del servicio o rehuyeron acudir a la guerra».

Era una corresponsal que escribía desde la emoción. En el artículo del 30 de agosto de 1909 relató:

«Bien pronto, bajo el manto de la noche africana, se oye el dulce acorde melancólico de las guitarras, y los brindis de los oficiales se mezclan a los cantos de la tropa. Un soldado entona la triste elegía de una malagueña:

Estando muerta mi madre,
A su cama me acerquƩ,
Le di un besito en la frente,
Llorando me retirƩ.

Una ola de melancolĆ­a se extiende por el ambiente.

—No cantes eso —exclaman varias voces.

Y una copla enamorada se corea de palmas. (…) Nuestra fiesta no tardó en ser interrumpida por las detonaciones de los Pacos y las descargas de fusilerĆ­a. El suceso de todas las noches; la lenta contribución que traicioneramente cobran los rifeƱos a nuestro ejĆ©rcitoĀ».

Colombine no sólo contaba lo que ocurría. También trataba de informar a los familiares de los soldados de su estado de salud. El periódico publicaba todos los días una lista de heridos.

Unos veinte dĆ­as despuĆ©s, volvió a Madrid y, aĆŗn con el olor a bala, escribió un artĆ­culo titulado ‘Ā”Guerra a la guerra!’. La consideraba una suprema barbarie humana y defendió el derecho de todo humano a negarse a matar. En su libro Al balcón, habló de los pioneros de la objeción de conciencia:

Ā«El mundo civilizado pone el fusil en la mano del hombre, le da orden de matar, y si el hombre arroja el arma y rehusa ser homicida, se le trata como delincuente… Todo hombre debe, ante todo, y cueste lo que cueste, negarse a tal servidumbreĀ».

Parecía que esta mujer tenía un chaleco antibalas contra el miedo. Ni le asustó meterse entre los tiros que se estaban pegando en el monte Gurugú ni dejó de viajar por Europa cuando el continente ardió en guerra. En esa época, estuvo a punto de ser fusilada.

—Fusilada, sĆ­. Fue en Alemania —dijo en una entrevista con JosĆ© Montero en 1930—. Empezaba la Gran Guerra. VolvĆ­a yo de presenciar el magnĆ­fico espectĆ”culo del ā€˜sol de media noche’. Me acompaƱaba mi hija. Unos soldados iban buscando en el tren a una espĆ­a. Creyeron que era yo, y por unos instantes tuve las bayonetas junto a mi. Eran aquellas jornadas las del mĆ”ximo encono entre los paĆ­ses de uno y otro bando. Y a mi me habĆ­an tomado por una espĆ­a rusa… Hasta que la cosa se pudo aclarar ya puede usted suponerse las molestias y las zozobras… Se apoyaban, para considerarme espia, en varios hechos que eran totalmente pueriles. Entre ellos, el de que yo habĆ­a dicho, al ver pegar a unos prisioneros rusos, compadecida: ā€œĀ”Pobrecitos!ā€.

—Usted, en realidad, Carmen, fue la primera mujer periodista, Āæverdad?

—SĆ­. He hecho el periodismo vivo, activo, de batalla. He sido la primera mujer que se ha visto ante la mesa de la Redacción, que ha hecho reportajes, que ha organizado encuestas, que ha vivido y sentido. En fin, el periodismo de combate, Ć”gil, nervioso y bohemio.

carmen de burgos

Literatura

El cambio de siglo supuso un giro radical en la vida de Carmen de Burgos. Primero se fue a Madrid y, al poco, tomó un tren que la llevó a descubrir Europa. Empezó por Francia e Italia. «Se dice que los viajes han perdido en poesía lo que ganaron en comodidad», escribió en Por Europa (1906). «Prefiero que sea así, aunque no pueda referir Ô usted los encantos de las diligencias, tan poco diligentes en los viajes de nuestros padres».

En esos países conoció los salones literarios. Eran lugares refinados donde hablaban de altísima cultura. Aunque, en sus cómodos sillones, no era mÔs fÔcil ser mujer. El peso de esa frase que dijo Pardo BazÔn, «cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio», caía ahí también como un plomo. En su libro de viajes, la almeriense se quejaba de que, en Francia, «muchas damas aristocrÔticas se hacen notar por sus gustos literarios y como aficionadas entran en el mundo de las escritoras, pero no logran tomar en él carta de naturaleza, a pesar de los aplausos que debidos a su posición social se les tributa en los salones».

La idea de reunirse para hablar de cultura le fascinó y, al volver a Madrid, montó su salón literario. Todos los miĆ©rcoles, a las cinco en punto, comenzaba en su casa ā€˜La tertulia modernista’. Colombine servĆ­a tĆ©, como hacĆ­an en aquellos paĆ­ses. Imitaba sus modales exquisitos y establecieron que, de puertas adentro, la libertad de pensamiento sólo tendrĆ­a como lĆ­mite el infinito.

Ā«Por mi casa de Madrid pasan escritores, periodistas, mĆŗsicos, escultores, pintores, poetas… y cuantos artistas americanos y extranjeros nos visitan… Todos somos hermanos, todos hablamos de arte… todos son soƱadores que luchan por el idealĀ», relató en Al balcón.

La tertulia en su casa de la calle San Bernardo, nĆŗmero 76, duró varios aƱos y de allĆ­ salió la Revista crĆ­tica. A los gobernantes conservadores que la trasladaron a Toledo no sólo le incomodaban sus escritos. TambiĆ©n veĆ­an en esas citas un polvorĆ­n. Pero a pesar del ā€˜destierro’, no consiguieron disolver el grupo. Colombine viajaba todos los fines de semana a Madrid y todos los domingos, como antes hacĆ­a los miĆ©rcoles, a las cinco en punto, servĆ­a el tĆ©.

Carmen de Burgos debió de ser una persona arrolladora. TenĆ­a la corpulencia, los ojos oscuros y los rizos negros del duende andaluz. En una sociedad asfixiada por la moral, ella era indómita y eso, probablemente, la hizo irresistible. Ā«En mi inolvidable Rodalquilar se formó libremente mi espĆ­ritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasĆ© sin DiosĀ», contó en ā€˜AutobiografĆ­a’, en la revista Prometeo, publicada en agosto de 1909. Ā«AllĆ­ sentĆ­ la adoración al panteĆ­smo, el ansia ruda de los afectos nobles, la repugnancia a la mentira y los convencionalismos. PasĆ© a la adolescencia como hija de natura, soƱando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando al galope las montaƱasĀ».

carmen de burgos
En su gabinete de trabajo, en Madrid, durante la entrevista con ‘La Esfera’ en 1922

Colombine mantuvo toda su vida ese espíritu anÔrquico. Desafió todas las cadenas, hasta las del espacio y el tiempo. Ni se ató a un domicilio fijo ni jamÔs dijo su edad. Prefería darse a esa naturaleza salvaje de la «tierra mora» donde se crió. En una entrevista en La Esfera, en 1922, el periodista le preguntó:

—¿QuĆ© digo de la edad?

—Pues diga usted que le he contestado lo mismo que Ć” un policĆ­a al llegar Ć” la frontera suiza. Me preguntó la edad y le dije: ā€œPues mire usted, no sĆ© la que habrĆ© puesto en la cĆ©dula, Ā”porque como miento tanto en ese punto!ā€. Cuantos me oyeron quedaron asombrados de mi ingenuidad, tomĆ”ndola por osadĆ­a.

De esa mujer sin miedo se enamoraron muchos hombres que pasaron por la tertulia. Pero ella ya no era presa fÔcil. Muchos artistas le declararon su amor y ella rechazó a todos. Algunos, ofendidos y despechados, la llamaron frívola y coqueta. Ella, para esquivar estos galanteos, alardeó de «incapacidad de amar».

Hasta que en abril de 1908 apareció en el salón un joven que estudiaba derecho. Tenía 18 años y se llamaba Ramón Gómez de la Serna. Ella tenía 37, pero la diferencia de edad no detuvo el flechazo. Bastó un año para que un día, de pronto, unos besos derribaran la armadura que Colombine se había calzado. Así empezó una relación que pasó por la pasión, los celos, la admiración, la complicidad, la traición y la amistad.

Esos besos, atribuidos a personajes ficticios, estÔn escritos en un pÔrrafo que descubrió Núñez Rey en La hija fea:

«Lo leí sobre su hombro, y sin retenerme la besé en la nuca. No la había besado nunca y no se incomodó. Aquel beso estaba incluido de tan grandes cosas, eximias y maravillosas, que no manchaba».

Poco despuĆ©s decidieron dejar la tertulia y dedicarse en cuerpo y alma a escribir. Ella ya era reconocida y admirada en el mundo literario. Ɖl aĆŗn no. Pero Carmen de Burgos siempre creyó en su talento y lo apoyó mucho antes de que se hiciera famoso por sus greguerĆ­as.

Ramón Gómez de la Serna, en su estudio de Madrid

La literatura era la pasión de los dos. «En aquella época hubiera matado al que me dijese que la literatura no lo era todo», escribió el madrileño en Automoribundia. Y entre las lecturas compartidas, y los días y las noches escribiendo en la misma mesa, fue creciendo su amor.

No iba a ser fÔcil. Desde que el padre de Gómez de la Serna escuchó hablar de este idilio empezó a mover hilos para intentar separarlos. En 1909 don Javier consiguió que nombraran a su hijo secretario de la Junta de Pensiones de París. Ramón se fue a vivir a Francia y Colombine permaneció entre Madrid y Toledo.

Las cartas de amor y una visita a París trituraron las intenciones del padre. Al cabo del tiempo Ramón regresó a Madrid y volvieron a vivir juntos. En las décadas siguientes sólo los separaría el trabajo. Ella nunca dejó de viajar ni rechazó las invitaciones a dar conferencias en cualquier lugar del mundo por estar a su lado.

Colombine era de las pocas mujeres que en aquella época entendió que el amor no debía ser una mazmorra. Aunque ella, de guante blanco, nunca lo dijo en palabras tan directas como la política rusa Alejandra Kolontai: «El hombre siempre intentó imponer su ego sobre nosotras y adaptarnos totalmente a sus propósitos. Así, a pesar de todo, constantemente estalló la inevitable rebelión interior, ya que el amor se convirtió en una prisión».

A lo largo de su vida, Carmen de Burgos escribió mÔs de cien relatos cortos y novelas. Y en muchas de ellas hacía ver cómo la sociedad arrinconaba a la mujer en la sociedad detrÔs de las cortinas. «Te obligaré. Tú olvidas que yo soy el marido, el hombre», dijo, enfadado, el protagonista de su relato El artículo 438.

carmen de burgos

Escribía de noche. «Podrían ver que son las cuatro de la mañana y aún arde mi lÔmpara de trabajo», dijo a José Montero Alonso en una entrevista publicada en La piscina, La piscina. Y con el tiempo sus cuartillas se acercaban cada vez mÔs a sus ojos. Lo contaba Ramón. Era miope.

—En sus novelas, Āæcómo trabaja usted? ĀæTraza primero un plan? —preguntó el periodista.

—No. La preparación de cada novela es mental mĆ”s que nada. Aunque luego, a pesar del ese plan meditado, la fuerza de la acción empuja, varĆ­a el curso primitivo de la novela. Yo trabajo siempre de noche. (…) Escribo con facilidad. Si no, escribir serĆ­a un tormento. Y escribir debe ser siempre un placer.

—En esa relación, en esa amistad que hay siempre de novelista a lector, de autor a pĆŗblico, Āærecuerda usted alguna anĆ©cdota, algĆŗn hecho curioso?

Colombine le contó que había escrito una novela llamada Los anticuarios basada en lo que había aprendido de esas tiendas en París. Varios años después, en un hotel en México, un desconocido la detuvo y le dijo: «”Le debo a usted mi fortuna!». Aquel hombre leyó el libro y copió los trucos y las estafas que relataba para montar un negocio. Después compró todos los ejemplares que había en México para que nadie pudiera descubrir sus artimañas y evitar que otro listo le hiciera la competencia.

—Y yo que quise poner un fin moral en mi libro por el ambiente de picardĆ­a y de farsa que mostraba al descubierto, vi que lo conseguido era todo lo contrario: en vez de moralizar, desmoralizaba…

La literatura también la envolvió en un proceso judicial de lo mÔs estrafalario. Una mujer la demandó alegando que su novio, después de leer una novela de sus novelas, renunció a casarse con ella. «Creyó que mi libro influyó en la decisión del hombre. Y me pedía, como indemnización, una cantidad realmente grande», explicó en la entrevista de La piscina, La piscina. «El pleito, que por fin gané, me costó mucho dinero, pues la mujer iba, ante cada sentencia, recurriendo a un Tribunal superior de categoría».

La almeriense contó una anĆ©cdota mĆ”s al periodista. Esta vez, de terror. Ocurrió una noche, mientras escribĆ­a una novela de espiritismo, El retorno. De pronto, se apagó la luz. Esperó un rato pero las lĆ”mparas no volvieron a encenderse y entonces se fue a dormir. Al dĆ­a siguiente, por la noche, como era su costumbre, se sentó en su escritorio. Escribió unas cartas y Ā«cuando querĆ­a avanzar en las cuartillas, la luz volvió a apagarse. AsĆ­ hasta cuatro veces en cuatro noches. Como si un poder oculto, misterioso, impidiese salir a mi novela de aquella cuartilla en que se habĆ­a detenidoĀ», relató. Ā«Publicado ya el libro, la seƱora de un amigo, al oĆ­rme contar este caso, quiso, por curiosidad, comprar mi novela espiritista. La estaba leyendo una noche, en el lecho, y cuando apagó, para dormir, la luz, vió a los pies de su cama una fantasmagorĆ­a de sombras blancas, extraƱas. Se asustó, gritó. El libro prolongaba de este modo su espĆ­ritu de miedo y misterio…».

La ciencia reciente exterminó a las almas como Nietzsche mató a Dios. Pero en aquella época los espíritus eran gente corriente. Thomas Edison incluyó en sus trabajos un dispositivo para comunicarse con los muertos y el gran astrónomo Camille Flammarion pensaba que era muy posible que el mÔs allÔ estuviera habitado por espíritus.

A finales del XIX y principios del XX, «el espiritismo era ocupación de las clases privilegiadas e intelectuales», según el escritor Miguel Ángel Delgado. «Los médiums eran recibidos en los salones mÔs exquisitos». Incluso Victoria Woodhull, la primera mujer que se presentó a presidenta de los Estados Unidos, trabajó de intérprete entre los vivos y los muertos cuando era una niña para llevar ingresos a sus padres.

El desengaƱo

La tarde del sĆ”bado 7 de diciembre de 1929, en el Teatro AlcĆ”zar de Madrid, Ramón Gómez de la Serna estrenó ā€˜Los medios seres’. El escritor temĆ­a la reacción del pĆŗblico, que en aquella Ć©poca no tenĆ­a ningĆŗn pudor en convertir el final de una función en un volcĆ”n de alaridos, y se ocupó de que muchas de las butacas estuvieran ocupadas por sus amigos.

AllĆ­ estaban sus compaƱeros de la tertulia ā€˜Sagrada cripta del Pombo’: la periodista Magda Donato, Salvador Bartolozzi, Enrique Jardiel Poncela y, por supuesto, Carmen de Burgos. Ā«Todos estaban estratĆ©gicamente situados en el teatro para contrarrestar la reacción esperada de los estrenistas habituales y demĆ”s espectadores que se presumĆ­a rechazasen la forma y fondo vanguardista de la obraĀ», apunta Simona Moschini en ā€˜La memoria de un evento teatral a travĆ©s de la prensa: Los medios seres’.

María Álvarez de Burgos actuó en la obra. La hija de Colombine había vuelto rota de Argentina. Traía la frustración de un matrimonio fallido con Guillermo Mancha y una intensa adicción a las drogas. La madre se empeñó en que Ramón le diera un papel. No fue fÔcil. Algunos actores se opusieron pero Carmen insistió y María acabó formando parte de la obra.

Aquella noche, al terminar la función, Colombine descubrió que su hija, MarĆ­a, y su pareja, Ramón, se habĆ­an hecho amantes. La prensa no aireó el escĆ”ndalo pero sĆ­ informó de su huida. El 5 de enero de 1930, apareció en El Sol una noticia titulada ā€˜Ramón se marcha a ParĆ­s’:

Ā«Esta vez Ramón nos amenaza con una estancia muy larga. Ha tomado ya una ā€˜garqonnicre’ en el Barrio Latino, y sólo volverĆ” a Madrid en el verano. Ramón dice que su establecimiento en ParĆ­s responde a uno de sus sueƱos mĆ”s largo tiempo acariciados. Por nuestra parte, lo dudamos mucho, porque, de haber sido asĆ­, se habrĆ­a preocupado, por lo menos, de aprender francĆ©s. Pero Ć©l recuerda que ni VĆ­ctor Hugo aprendió espaƱol cuando vino emigrado a EspaƱa, ni FernĆ”ndez y GonzĆ”less aprendió el francĆ©s cuando se trasladó a ParĆ­s como huĆ©sped de anĆ”loga categorĆ­a. Ramón se va, y no por esas razones, sino simplemente por deseo y capricho literarioĀ».

Pronto se vio que esa relación no fue mĆ”s que Ā«un espejismo lateral del teatroĀ», escribió Ramón en Automoribundia. Ā«Una interrupción de locura llenó los febriles dĆ­as de los ensayos y oĆ­ el ā€œsiempre habĆ­a esperado este momentoā€ y en esas noches supe que ella tomaba cocaĆ­na y hubo una escena de muerte verdinegra que violentó mĆ”s aquella pasiónĀ».

Al final no fue el padre de Ramón quien los separó. Fue la hija de Carmen. El golpe cayó en un corazón que llevaba aƱos enfermo. Ā«Mi salud no es buena, pues de sustos y sufrimientos siento que me desfallece el corazón. (…) Mi vida hace crisisĀ», escribió un aƱo mĆ”s tarde en una carta a su amiga Ana de Castro Osorio que Concepción Núñez encontró en la Biblioteca Nacional de Lisboa.

Pero el amor pudo al rencor. No habĆ­a estocada suficientemente honda para que Colombine diera la espalda a su hija. MarĆ­a, perdida en sus crisis neuropĆ”ticas y las drogas, volvió al hogar de su madre. Ramón, en primavera, regresó de ParĆ­s y tambiĆ©n halló su puerta abierta. DespuĆ©s los separó Argentina. QuizĆ” para siempre. El escritor se casó en aquel paĆ­s y al volver a EspaƱa intentó evitar a su antigua pareja. Sólo poco antes de que ella muriera volvieron a verse. Ɖl la visitaba cada domingo como a una vieja amiga.

Proclamación de la Segunda República

La repĆŗblica

El 14 de abril de 1931 se proclamó la segunda repĆŗblica espaƱola. Era el fin de la ā€˜dictablanda’ de Miguel Primo de Rivera y de la monarquĆ­a borbónica. Las elecciones del dĆ­a anterior mostraron que las grandes capitales del paĆ­s no querĆ­an un rey. Los lacayos de Alfonso XIII tuvieron que preparar sus maletas urgentemente. Ā«Has de salir del paĆ­s antes de que se ponga el solĀ», le advirtió Niceto AlcalĆ”-Zamora, en nombre del ComitĆ© Revolucionario.

La nueva Constitución proclamó España como «una república de trabajadores de toda clase». El país se hizo laico y Colombine vio por fin sus sueños cumplidos. La carta magna reconoció el matrimonio civil, el divorcio y el voto femenino. «Creo que el porvenir nos pertenece», escribió en la revista Mujer el 27 de junio de ese año.

HabĆ­a pasado meses retirada de la vida pĆŗblica, escribiendo relatos, entre las sombras de su dolor. La repĆŗblica, al fin, la sacó de casa. Se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y en la formación querĆ­an que se presentara como candidata a diputada en las elecciones de 1933. Era ā€˜presidenteā€˜ general de la Cruzada de Mujeres EspaƱolas y de la Liga Internacional de Mujeres IbĆ©ricas e Iberoamericanas. La eligieron ā€˜vicepresidente primero’ de la Izquierda Republicana Anticlerical, una agrupación que seis dĆ­as despuĆ©s de publicar su manifiesto, reunió a 10.000 personas.

Su tiempo pasaba entre la actividad frenĆ©tica de los mĆ­tines y el descanso que le exigĆ­a su corazón. Apuraba sus energĆ­a para seguir con sus campaƱas. Esta vez, contra la pena de muerte y la prostitución. Ā«Me cogió un vĆ©rtigo de trabajo. No quise confesar que mi salud estĆ” delicada, lo llevĆ© todo a cabo y me puse a morirĀ», escribió a su amiga Ana de Castro, a mediados de noviembre. Ā«Por fortuna tengo una naturaleza fuerte y una semana a leche, y con reposo absoluto, me han puesto bien. (…) Era un esfuerzo necesario. Ya podremos ir mĆ”s despacio. Se necesitaba escalar la fortaleza y ganar el tiempo que habĆ­a perdido con mi alejamiento de todoĀ».

Antes del fin de 1931, en noviembre, ingresó en la masonería. Carmen de Burgos fundó la logia Amor y le otorgaron el grado de mÔxima autoridad, Gran Maestre, después de casi 20 años de excelente relación con esta organización donde se hermanaban los grandes intelectuales de la época.

En marzo de 1932 publicó Guiones del destino. Lina, la protagonista, «avanzó hacia el público, saludando y enviando puñados de besos que parecían materializarse y volar sobre los espectadores». De pronto, estalló un «grito de inmenso horror exhalado por el público. El telón bajaba rÔpidamente sobre Lina, que no se apartaba. Por pronto que quisieron acudir espectadores y empleados en su ayuda, llegaron demasiado tarde. El enorme telón había aplastado a la actriz. La mitad de su cuerpo quedaba a la vista del público, descansando entre las flores, frescas y olorosas, que le acababan de arrojar».

Colombine, de algún modo, estaba anunciando su propia muerte. Ocurrió siete meses después. La tarde del sÔbado 8 de octubre de 1932 la escritora acudió a la sede del Círculo Radical Socialista para participar en una mesa redonda sobre educación sexual. Quería acabar con esa imagen pecaminosa que los clérigos daban al amor dentro de la alcoba. «En las bodas del futuro», indicó, «al tomarse los dichos, deberÔ acudir el médico en vez del confesor».

Pero, de pronto, empezó a sentirse mal. Muy mal. Exhausta. En la sala habĆ­a dos mĆ©dicos y tambiĆ©n llamaron a su amigo y doctor Gregorio Marañón. Ā«Una vez los tres mĆ©dicos reunidos se procedió a hacer una sangrĆ­a y a la inyección de varias ampollas de aceite alcanforado. Sin embargo, la ilustre escritora continuaba empeorandoĀ», escribieron al dĆ­a siguiente en el periódico El Sol. Ā«A pesar de su estado, conservaba la serenidad. Sin perder energĆ­a pronunció estas palabras: ā€œMuero contenta, porque muero republicana. Ā”Viva la RepĆŗblica! Les ruego a ustedes que digan conmigo: Ā”Viva la RepĆŗblica! (…) Se avisó a una ambulancia que trasladó a doƱa Carmen de Burgos a su domicilio donde falleció a las dos de la madrugadaĀ».

Enterraron a Colombine en el Cementerio Civil de Madrid, un día de lluvia fina. En la comitiva estaban los principales políticos e intelectuales de entonces. La noticia apareció en decenas de medios internacionales. Hubo varios homenajes en su honor y muchos intelectuales, entre ellos, Clara Campoamor, pidieron que Madrid diera su nombre a una calle.

carmen de burgos
Carmen participa en una conferencia contra la pena de muerte de la Liga Internacional de Mujeres IbƩricas e Iberoamericanas

La escritora no pudo ver que, en realidad, el porvenir no les pertenecía. Había sido un espejismo que acabó a balazos, en una guerra civil y una dictadura nacionalcatólica. El fin de la república fue también el fin de su memoria. El general Franco incluyó su nombre en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Voltaire o Rousseau. Sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías.

Otras autoras que habían defendido los derechos de la mujer, como Pardo BazÔn, sobrevivieron al régimen. La condesa se libró porque era católica. En Galería, una recopilación de entrevistas del Caballero Audaz publicada en 1943, aparece una entrevista a doña Emilia de principios de siglo, pero el texto acaba con un parche ideológico que el censor introdujo a capón.

«Con pocos años mÔs de vida que Dios hubiera querido conceder a la condesa de Pardo BazÔn, le hubiera sido dado a ésta contemplar la honda y rÔpida transformación experimentada por la mujer española en todos los órdenes de la vida».

Ā«(…) En las clases estudiantiles y populares, la incorporación femenina a la polĆ­tica produjo efectos desastrosos. Por snobismo en unas, por incultura en otras, prendieron en esas masas de mujeres los extremismos mĆ”s violentos. Ocuparon escaƱos en el Parlamento agitadoras desprovistas de feminidad, autĆ©nticos viragos llenos de rencores y de envidias vengativas que apoyaron toda la legislación disolvente, antipatriótica y, sobre todo, descristianización de la RepĆŗblicaĀ».

«Aquellas diputadas sin delicadeza, sin religión y casi sin sexo, hubieran horrorizado el feminismo entusiasta que predicaba la eximia Pardo BazÔn, que, si fué uno de nuestros mejores talentos literarios modernos, fué, antes que todo, una fervorosa católica y una española ejemplar».

En esa EspaƱa las mujeres volvĆ­an a asumir el sometido papel del ā€˜Ć”ngel del hogar’. El de la mujer delicada, sumisa, dócil y casta entregada a cocinar, fregar, coser y cuidar de su marido y sus hijos.

Pilar Primo de Rivera, la poderosa fundadora de la sección femenina del partido único, dijo en 1942: «Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles. Nosotras no podemos hacer nada mÔs que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho».

Veinte años antes un periodista visitó a Colombine en su casa de Madrid. Ella lo recibió en su mesa de trabajo, «que tiene no poco de tablero de plancha o de cortador de sastrería», y dijo:

—Bueno. Pregunte usted, seƱor confesor.

«Yo no podía tenerme de la risa», escribió el periodista de La Esfera E. GonzÔlez Fiol reconocía y alababa su talento como lo haría con un hombre.

—Mire usted, Carmen: es una interview de amigo y de buen compaƱerismo. Prescindamos de preguntas y usted me cuenta lo que le convenga… y quien quiera saber mĆ”s, que vaya a Salamanca.

—Bueno. ĀæPor dónde empezamos?

—Por la infancia.

—Mis padres estaban en muy buena posición. Eran hacendados en Rodalquilar, un pueblo que yo he descrito en varias novelas mĆ­as. Como de niƱa era muy raquĆ­tica y enfermiza, me mandaron al pueblo para que me fortaleciese, y allĆ­ me criĆ©, sin enseƱanzas de nadie, como los ajos porros, sin esencia de Dios, como dice la gente del pueblo. Bueno, esto de los ajos porros no lo ponga usted.

—¿Cómo que no? Con lo que me gustan a mĆ­ los grĆ”ficos modismos del pueblo. ĀæCómo era usted entonces?

—Un demonio. Mis juguetes predilectos eran las muƱecas y los periódicos. Mi diversión, leer cuanto caĆ­a en mis manos y montar a caballo. Era como he sido siempre: un espĆ­ritu rebelde, pero con rebeldĆ­a de guante blanco.

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Opiniones 45
  • Excepcional reportaje. No puede resumirse mejor la vida de un mujer adelantada a su tiempo. una periodista y escritora que rompió todos los tabĆŗes y que luchó como nadie por la igualdad. Enhorabuena por ese rigor y seriedad del relato, con una investigación previa profunda y enriquecedora.

  • Un articulo extenso e interesante sobre una mujer olvidada que, aunque no sea por su calidad literaria, sĆ­ merece ser recordada. Cuesta trabajo creer que no hace ni siquiera un siglo la libertad y autodeterminación de la mujer fuese un derecho por el que habĆ­a que pelear y destacarse. Pero era asĆ­ y este artĆ­culo ayuda a que se sepa. La parte anecdótica de la vida de Carmen Burgos es curiosa y la desconocĆ­a. Agradezco la información suministrada por este artĆ­culo.

  • Me gustó muchĆ­simo el artĆ­culo, no sabĆ­a nada de Carmen de Burgos, su vida y su obra pioneras. Felicitaciones y gracias! Gaby, Buenos Aires.

  • “……… (nombre de escritor) era un hombre hermoso. TenĆ­a los rizos vigorosos y los ojos negros de la belleza andaluza.” manifestó ningĆŗn artĆ­culo sobre un hombre escritor nunca.

  • Me ha encantado!! MagnĆ­fico reportaje.

    Cuantas personas valientes, comprometidas y adelantadas a su tiempo han sido injustamente olvidadas o escondidas entre las pÔginas de la historia. Esta ha sido una de ellas (y con mucho mérito dado el esfuerzo añadido de ser mujer y buscar la emancipación de la mujer en aquella época)
    Gracias de nuevo. Un placer poder leer reportajes tan fantƔsticos.

  • Gracias, extraordinario artĆ­culo. Algo que solo se menciona de soslayo, que fue fundadora de la Logia Amor!.Para cuando un artĆ­culo de las logias femeninas en EspaƱa?Y otro nombre unido a lucha por los derechos;BelĆ©n de SĆ”rraga.
    Vidas propias, propias vidas .Silenciadas.

  • Es necesario que se hagan trabajos como Ć©ste, el daƱo cultural realizado por el franquismo es enorme, y mĆ”s allĆ” que las cunetas y los nombres de las calles, hay que reivindicar todas estas personas que durante la dictadura se condenaron al obstracismo por asentar un rĆ©gimen que condenó a EspaƱa a siglos de atraso, y sobre todo mujeres, porque muchos de los hombres, eran tan geniales que el resto del planeta los reivindicó por nosotros, otros no, pero las mujeres admĆ”s sufrieron el rechazo en EspaƱa y el machismo de un mundo que se enfrentaba a las tesis defensoras del sufragio femenino.

  • “Creo que la mujer espaƱola alcanza una virtud insuperable y que la decadencia de EspaƱa depende del predominio de la mujer y de su enorme superioridad sobre el varón.” (Antonio Machado AutobiografĆ­a)

  • Maravilloso el artĆ­culo que nos revela una mujer cuya historia y contribución ha sido ocultada, y nos hace conocer la historia real de derechos que hoy suponen que fueron un regalo, y no conseguido con lucha por personas admirables.
    Cuandio era niƱo todavƭa se cantaba en mi casa la copla que recordaba la guerra contra Melilla:
    En el barranco del Lobo
    Hay una fuente que mana
    Sangre de los espaƱoles
    que murieron por la patria.

    ”Pobrecitas madres,
    cómo llorarÔn
    al ver que sus hijos
    a la guerra van!

    Ni me lavo ni me peino
    ni me pongo la mantilla,
    hasta que venga mi novio
    de la guerra de Melilla.

    Melilla ya no es Melilla,
    Melilla es un matadero
    donde van los espaƱoles
    a morir como corderos.

    ”Pobrecitas madres,
    cómo llorarÔn
    al ver que sus hijos
    a la guerra van!
    Luego mi padre les dijo que no la cantaran.

  • Un artĆ­culo genial y muy bien documentado sobre un personaje histórico al cual yo no conocĆ­a. Gracias por escribirlo, me ha sido muy grato leerlo.

    Lo único, una pequeña duda. No entiendo cómo, si Colombine falleció en octubre de 1932, pudo presentarse a diputada en las elecciones de 1933. Creo que hay un error.

    Pero vamos, lo dicho. Voy a compartirlo por redes sociales.

  • Es difĆ­cil escribir algo bonito despuĆ©s de leer la vida de Carmen Burgos, trĆ”gica y absurda. Es una heroĆ­na y una mujer excepcional.Cristina

  • Me ha encantado leer esta pieza, tenĆ­a muchas ganas de descubrir a Carmen de Burgos, una mujer ejemplar. Ā”Gracias!

  • Gran articulo. Lo he leĆ­do con avidez.Lo recomiendo como ayuda para combatir la ignorancia.

  • Que maravilla!…
    Que el viento no se lleve su nombre!
    Un sentimiento de gratitud y compasión me invaden. Le debo la gratitud de todos/as los que rechazaron su esfuerzo; y, la compasion es, por ende, su consecuencia; por las horas de frustración que hubiera vivido ante tanta desafección de las propias mujeres por las que luchó sin recibir apoyo.
    Gracias, Mar.

  • Me a encantado, una mujer adelantada a su tiempo, con una mente preclara,que supo llevar a cabo todas sus ideas de libertas, seguramente tuvo que luchar mucho y no siempre fue bien valorada.
    Una gran mujer ….

  • Estimada amiga: he leĆ­do tu extenso artĆ­culo sobre la querida Colombine y te envĆ­o, por si es de tu interĆ©s, esta nota bibliogrĆ”fica de mi autorĆ­a sobre la amistad con la lusa Ana de Castro, amistad que mantuvo hasta el final. Cartas a una amiga portuguesa (Carmen de Burgos a Ana de Castro Osório), La Mujer (II). Actas III Congreso de AndalucĆ­a, Córdoba, Publicaciones Obra Social Cultural Cajasur, 2002, pp. 21-39.

  • Genial lo de”cuĆ©ntanos algo bonito”. Me ha gustado lo deCarmen de Burgos, las fotos, cómo relaciona cosas y persinas, etc. Creo que lo mejor es el enfoque del artĆ­culo y las fotos. Mar Abad , que parece ser la autora, tambiĆ©n me ha gustado. Lo siento si el comentario no me ha salido muy bonito pero muy cierto si me ha salido.

  • Masona, periodista, escritora, rebelde, feminista, andaluza almeriense de nacimiento y madrileƱa de adopción, sufragista, activista, progenitora de una hija (suya!) , republicana, y prodivorcio, divorciada y espĆ­ritu libre anticatólica. De la Logia del amor… Es como si ya la conociera, como a ti mismo, con la explosión de documentación. TĆŗ o yo.

  • Vaya Tratado de Carmen, estais mĆ”s vivas que muertas y que nunca. El fascismo que os enclaustra en el olvido amenaza reconquista. Romper el yugo de las esclavas sumisas hasta en la cama es uno de los sueƱos de la de gata cuĆ”ntica. La confederación de pueblos ibĆ©ricos, con los occidentales de Portugal y de RosalĆ­a, los cervantinos, lo ausianos, el andalĆŗ, … Los Ćŗltimos coletazos de la sagrada fiera antes de morir son los mas peligrosos por violada y violenta en su nombre. Tienen miedo. Saben que no pasarĆ”n y amenazan muertos. No te vayas a rendir, mi Colombine. Acechan con populismo pero tu pluma y con vuestro arte de lo pĆŗblico sois invencibles. De aquĆ­ a la Junquera y de gata a Sol,

  • Realmente interesante. LĆ”stima no haber comentado que sobre la Kolontai escribio una biografĆ­a magnĆ­fica Isabel OyarzĆ”bal, gran amiga suya. Enhorabuena

  • No sĆ© porque se dice que estuvo prohibida por Franco, si sus obras estaban el las librerĆ­as antiguas y en la biblioteca nacional…

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