¿Es el matrimonio una ratonera?
Pero cuidado con abandonar la jaula. Los agoreros están siempre al acecho para advertir de los peligros de la libertad. Si en el calabozo hace frío, en la calle aguarda la neumonía. «Las parejas progresistas y descontentas con su relación a menudo se enfrentan a un argumento ampliamente difundido: la desesperación de la soltería se traduce en muerte prematura entre los hombres y en la improbabilidad estadística de que las mujeres encuentren a un compañero», escribe Kipnis. «Algo similar ocurría hace tiempo en incontables discusiones políticas: la inclemencia y el carácter siniestro de la Unión Soviética solían esgrimirse contra cualquiera lo suficientemente aturdido como para plantear la necesidad de hacer reformas sociales (…). Es evidente que la economía conyugal se rige –igual que el sistema– por la escasez, la intimidación y un sinfín de prohibiciones interiorizadas cuyo fundamento es la invariable certeza de que ‘no hay alternativas viables’».
El asunto del amor no es una cuestión personal. Tiene una dimensión política y, según la profesora, no pueden separarse las preguntas ‘cómo amamos’ y ‘cómo trabajamos’. «Después de todo, somos criaturas sociales. Lo somos pese a los esclarecedores estudios sobre la conducta sexual de los bonobos y de los mirlos de alas rojas que pretenden descifrar aspectos clave del apareamiento humano».
Muchos investigadores insisten en esa profunda huella animal en los humanos pero la autora no está tan convencida. «Cuando los sociobiólogos defequen en el patio de su propia casa, a la vista de los invitados, tal vez sus especulaciones sobre lo innato como rasgo que prevalece en la cultura comiencen a persuadirnos».
Kipnis cree que «somos criaturas sociales a más no poder y aparentemente tan maleables que nuestros deseos profundos se adecuan con mansedumbre a cualquier expectativa amorosa que dicte la colectividad».
«Estamos listos para amar en provecho de la sociedad: como diligentes abejas y aves que anidan apaciblemente»
El asunto de cómo gestionar el desajuste entre el instinto sexual (abierto y corporal) y las exigencias sociales (cerradas y mentales) lleva tiempo en la literatura. Freud dijo que esa discordancia arrastraba a las personas a la neurosis, aunque «al menos garantizaba cierta resistencia a las demandas opresivas de la socialización».
Pero el sistema ganó al individuo. «La capacidad crítica ha sido reprimida de manera tan eficaz en el transcurso de unas pocas generaciones que hoy resulta algo extrínseco e insólito, un órgano vestigial. Nótese que la rebelión del deseo contra las restricciones sociales fue alguna vez una materia cultural predilecta, vibrante en innumerables clásicos de la literatura (Romeo y Julieta, y Ana Karenina). Todo indica que ya hemos resuelto ese pequeño problema y estamos listos para amar en provecho de la sociedad: como diligentes abejas y aves que anidan apaciblemente».
El ‘amor moderno’ está circunscrito al matrimonio o la pareja estable. Ha sido toda una «proeza de ingeniería social eso de calzar a la ciudadanía por entero (excepto al rezagado que nunca falta) dentro de una prescripción doméstica uniforme y todo porque hemos asumido que tal es el objeto del verdadero amor».
El adulterio se plantea entonces como una rebelión ante este sistema de explotación del amor. Y aquí es donde este ensayo eleva la temperatura del termómetro de lo políticamente correcto hasta hacerlo explotar. Muchos, a estas alturas, ya tendrán llagas en la boca. Pero Kipnis continúa. «El adulterio es la huelga de brazos caídos de la ética que subraya que el amor es un quehacer».
«El amor está tan reglamentado como cualquier sustancia que proporcione placer»
Las fuerzas de seguridad mamporreras siguen vigilando fuera de la jaula. Es preciso mantener el orden en una sociedad que, como dijo el psiquiatra Wilhelm Reich, inventó el matrimonio para «crear el tipo de identidades disciplinadas que ambiciona la sociedad de masas». Al fin y al cabo, escribe Kipnis, «toda civilización necesita cierto grado de represión para sobrevivir. Si nos la pasáramos copulando unos con otros cada vez que surgiera el impulso, ¿con qué energía edificaríamos una cultura?».
Construir una sociedad sobre el matrimonio no es tan difícil. El camino que lleva hacia el contrato comienza con dos personas drogadas. Drogadas con la química del enamoramiento. Ese estado en el que, según la escritora, «nunca estaremos tan cerca de vislumbrar la utopía». Y entonces ocurrirá como con las drogas y el sexo. Entrará el estado a regularlo. «El amor está tan reglamentado como cualquier sustancia que proporcione placer. Aun cuando no dudemos un segundo de que amamos como mejor nos parece, con la libertad de un pájaro o una mariposa, hay un compendio infinito de doctrinas sociales que nos dice qué es el amor y lo que debemos hacer con él, cómo y cuándo. La lista de sugerencias para amar de manera atinada es tan inconmensurable como restrictivo el inventario de sanciones a todo lo que se le opone. La apoteosis del amor –el matrimonio– es, por supuesto, un órgano social sistematizado por el Estado que se moderniza como un farmacéutico benévolo distribuyendo la sustancia adictiva en dosis legales».
Kipnis se pregunta qué pasaría «si concibiéramos el amor de otra forma, si repensáramos sus premisas». Qué ocurriría «si pugnáramos para que los recursos y privilegios sociales dejaran de asignarse con base en el estado civil». No. No, no y no. El estado está para regular el mundo. También el amor.
Pero cuidado con abandonar la jaula. Los agoreros están siempre al acecho para advertir de los peligros de la libertad. Si en el calabozo hace frío, en la calle aguarda la neumonía. «Las parejas progresistas y descontentas con su relación a menudo se enfrentan a un argumento ampliamente difundido: la desesperación de la soltería se traduce en muerte prematura entre los hombres y en la improbabilidad estadística de que las mujeres encuentren a un compañero», escribe Kipnis. «Algo similar ocurría hace tiempo en incontables discusiones políticas: la inclemencia y el carácter siniestro de la Unión Soviética solían esgrimirse contra cualquiera lo suficientemente aturdido como para plantear la necesidad de hacer reformas sociales (…). Es evidente que la economía conyugal se rige –igual que el sistema– por la escasez, la intimidación y un sinfín de prohibiciones interiorizadas cuyo fundamento es la invariable certeza de que ‘no hay alternativas viables’».
El asunto del amor no es una cuestión personal. Tiene una dimensión política y, según la profesora, no pueden separarse las preguntas ‘cómo amamos’ y ‘cómo trabajamos’. «Después de todo, somos criaturas sociales. Lo somos pese a los esclarecedores estudios sobre la conducta sexual de los bonobos y de los mirlos de alas rojas que pretenden descifrar aspectos clave del apareamiento humano».
Muchos investigadores insisten en esa profunda huella animal en los humanos pero la autora no está tan convencida. «Cuando los sociobiólogos defequen en el patio de su propia casa, a la vista de los invitados, tal vez sus especulaciones sobre lo innato como rasgo que prevalece en la cultura comiencen a persuadirnos».
Kipnis cree que «somos criaturas sociales a más no poder y aparentemente tan maleables que nuestros deseos profundos se adecuan con mansedumbre a cualquier expectativa amorosa que dicte la colectividad».
«Estamos listos para amar en provecho de la sociedad: como diligentes abejas y aves que anidan apaciblemente»
El asunto de cómo gestionar el desajuste entre el instinto sexual (abierto y corporal) y las exigencias sociales (cerradas y mentales) lleva tiempo en la literatura. Freud dijo que esa discordancia arrastraba a las personas a la neurosis, aunque «al menos garantizaba cierta resistencia a las demandas opresivas de la socialización».
Pero el sistema ganó al individuo. «La capacidad crítica ha sido reprimida de manera tan eficaz en el transcurso de unas pocas generaciones que hoy resulta algo extrínseco e insólito, un órgano vestigial. Nótese que la rebelión del deseo contra las restricciones sociales fue alguna vez una materia cultural predilecta, vibrante en innumerables clásicos de la literatura (Romeo y Julieta, y Ana Karenina). Todo indica que ya hemos resuelto ese pequeño problema y estamos listos para amar en provecho de la sociedad: como diligentes abejas y aves que anidan apaciblemente».
El ‘amor moderno’ está circunscrito al matrimonio o la pareja estable. Ha sido toda una «proeza de ingeniería social eso de calzar a la ciudadanía por entero (excepto al rezagado que nunca falta) dentro de una prescripción doméstica uniforme y todo porque hemos asumido que tal es el objeto del verdadero amor».
El adulterio se plantea entonces como una rebelión ante este sistema de explotación del amor. Y aquí es donde este ensayo eleva la temperatura del termómetro de lo políticamente correcto hasta hacerlo explotar. Muchos, a estas alturas, ya tendrán llagas en la boca. Pero Kipnis continúa. «El adulterio es la huelga de brazos caídos de la ética que subraya que el amor es un quehacer».
«El amor está tan reglamentado como cualquier sustancia que proporcione placer»
Las fuerzas de seguridad mamporreras siguen vigilando fuera de la jaula. Es preciso mantener el orden en una sociedad que, como dijo el psiquiatra Wilhelm Reich, inventó el matrimonio para «crear el tipo de identidades disciplinadas que ambiciona la sociedad de masas». Al fin y al cabo, escribe Kipnis, «toda civilización necesita cierto grado de represión para sobrevivir. Si nos la pasáramos copulando unos con otros cada vez que surgiera el impulso, ¿con qué energía edificaríamos una cultura?».
Construir una sociedad sobre el matrimonio no es tan difícil. El camino que lleva hacia el contrato comienza con dos personas drogadas. Drogadas con la química del enamoramiento. Ese estado en el que, según la escritora, «nunca estaremos tan cerca de vislumbrar la utopía». Y entonces ocurrirá como con las drogas y el sexo. Entrará el estado a regularlo. «El amor está tan reglamentado como cualquier sustancia que proporcione placer. Aun cuando no dudemos un segundo de que amamos como mejor nos parece, con la libertad de un pájaro o una mariposa, hay un compendio infinito de doctrinas sociales que nos dice qué es el amor y lo que debemos hacer con él, cómo y cuándo. La lista de sugerencias para amar de manera atinada es tan inconmensurable como restrictivo el inventario de sanciones a todo lo que se le opone. La apoteosis del amor –el matrimonio– es, por supuesto, un órgano social sistematizado por el Estado que se moderniza como un farmacéutico benévolo distribuyendo la sustancia adictiva en dosis legales».
Kipnis se pregunta qué pasaría «si concibiéramos el amor de otra forma, si repensáramos sus premisas». Qué ocurriría «si pugnáramos para que los recursos y privilegios sociales dejaran de asignarse con base en el estado civil». No. No, no y no. El estado está para regular el mundo. También el amor.
Qué ocurriría «si pugnáramos para que los recursos y privilegios sociales dejaran de asignarse con base en el estado civil».
–¿Troya?
Primero madurar, después hacer zumo. Si nó amarga.
Y sí, el amor domina al instinto sexual o no está.
Normas? al amor no le afectan. Unicamente regulan intereses y esto lleva a lo contractual.
Gracias por el retrato.
el adulterio es una forma de aprovechamiento ventajista de la monogamia.
la verdadera rebelión es la AGAMIA:
http://www.contraelamor.com/2014/01/agamia.html?zx=a8ffa708529b17d3
Muy interesante. Muchas gracias 🙂
Creo que hay más de dos: tantos estados de amor, como de conciencia o de amistad y con sus intensidades variantes, desde la que saca lo mejor de uno, el que hace enloquecer por encima de todo convencionalismo social o contrato, o el que te hace amar el universo querido por la pareja, o el amor controlado (hasta que deja de estarlo ).
El sexo se cruza con alguno de estos estados por un eje distinto. ortogonal y de relativa correlación pese a parecer contradictorio con las Leyes naturales esperables del amor como motor de evolución.
Mira por donde que al teclear “el matrimonio es una ratonera” acabo en esta web. A los 51 años doy constancia de ello. Te despiertas y te das cuenta de que eres el pagafantas de la fiesta, y te das de cabezazos intentando salir de la jaula, mientras que los otros ocupantes, esposa, hijos, simplemente miran como diciendo “ya se le pasará”
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