¿Qué diferencia hay entre prestar un libro y bajarse una peli?
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“Toda la humanidad es de un autor y es un volumen. Cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo de un libro, sino que se traduce a una lengua mejor y todo capítulo debe ser así traducido”. La cita es del poeta y satírico británico John Donne y la escribió en el siglo XVII.
A menudo la novedad es solo un espejismo y, en realidad, se trata de una vuelta a un conocimiento pasado. Nos acostumbramos al copyright y pensamos que era lo correcto. Pero ese concepto legal está seriamente cuestionado. ¿Puede ser la cultura propiedad privada? ¿Puede serlo el aire, la fauna marina, las leyendas, el sol…?
“Honrar el bien público no es un asunto de exhortaciones morales. Es una necesidad práctica. Nosotros, en la sociedad occidental, atravesamos un periodo de creencia intensificada en la propiedad privada en detrimento del bien común. Tenemos que mantenernos en constante vigilancia a fin de prevenir asaltos de aquellos que serían tan egoístas como para explotar nuestro legado común para beneficio personal. Estos atracos a nuestros recursos naturales no son ejemplo de iniciativa ni empresa. Son intentos de extorsionar a toda la gente para beneficio de unos cuantos”.
Es la voz de Jonathan Lethem en su libro Contra la originalidad o el éxtasis de las influencias. El escritor neoyorquino es solo uno más en este movimiento de recuperación de la propiedad comunal del conocimiento. Lo piden muchos autores más y lo reivindica incluso una nueva religión denominada Copimismo. Su inventor, el finlandés Isak Gerson, la llamó así en referencia a una frase que el apóstol Pablo dijo a los corintios: “Copiadme, hermanos. Así como yo copio al mismo Jesucristo”. Desde finales de 2011 es una religión oficial en Suecia.
A menudo una idea asalta la mente. Parece que ese pensamiento nació de la nada. De la espontaneidad. Como una revelación surgida de una conexión neuronal. A menudo olvidamos que esas ideas no son más que una remezcla de todos los conocimientos almacenados a lo largo del tiempo. O, como dice Lethem en su obra, “todas las ideas, en esencia, son de segunda mano, tomadas consciente o inconscientemente de millones de fuentes externas y usadas a diario por el recolector con el orgullo y la satisfacción que nace de la falsa creencia según la cual fue él quien las originó”.
A veces una persona escribe una novela fascinante o, quizá, compone una canción magistral. El tiempo saca a escena otra pieza muy similar, anterior en el tiempo, y no hay prueba alguna de que se trate de plagio. Es, en realidad, un acontecimiento de criptomnesia. Así llamó Carl Gustav Jung a esos episodios de creatividad en los que un autor cree estar construyendo algo desde la nada absoluta cuando se trata, realmente, de un recuerdo inconsciente de un contenido que conoció en un pasado lejano.
Pudo ser lo que ocurrió con Lolita de Nabokov. Esa misma historia había sido publicada 40 años antes por un escritor llamado Heinz von Lichberg. Lethem lo cuenta en Contra la originalidad aunque, en este caso, como en muchos otros, la inspiración valió la pena. La obra posterior supera ampliamente a la anterior. “Muy poco de lo que admiramos en la Lolita de Navokov se puede hallar en su predecesora. Esta no puede deducirse de aquella. Aun así: ¿Nabokov tomó prestado y citó conscientemente?”. “La literatura”, al fin y al cabo, “siempre ha sido un crisol en el que se reescriben continuamente temas ya conocidos”, escribe el estadounidense.
La apropiación también es habitual. El caso de Bob Dylan es uno de los más conocidos. Sus temas remezclan y se inspiran, a menudo, de forma muy literal en otras canciones, en películas, en literatura… Aunque tomar una obra para volver a trabajar en ella no tiene por qué ir en su contra. Muy a menudo ocurre lo contrario. Le da vida, o la mejora o la rescata del olvido eterno.
En su libro, Lethem asegura que “el arte de Dylan ofrece una paradoja. Mientras que nos pide no volver atrás, al mismo tiempo encripta un conocimiento de fuentes del pasado que, de otra manera, tendrían poco lugar en la cultura contemporánea, como la poesía de la guerra civil del bardo confederado Henry Timrod, resucitada en las letras de su álbum más reciente, Modern Times. La originalidad y las apropiaciones de Dylan son una misma cosa”.
Igual ocurrió con un verso de John Donne. Lo más conocido del poeta inglés es Meditación XVII y es así porque ahí están escritas las palabras que luego Hemingway tomó para el título de una de sus novelas: Nunca preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti.
Lethem, como todos sus coetáneos, maldecía el plagio. Era lo que había aprendido. Pero un día algo sucedió. Descubrió que su admirado William S. Burroughs, autor de El almuerzo desnudo, contaba en El éxtasis de las influencias que tomó prestados fragmentos de la ciencia ficción estadounidense de los años 40 y 50 en sus obras. El ensayista y novelista lo llamaba el método cut-up y lo veía casi con un acto mágico. “Burroughs interrogaba al universo con tijeras y un bote de pegamento”, escribe Lethem.
En las novelas de Richard Condon y los sermones de Martin Luther King Jr. “se vuelve evidente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada forman una especie de sine qua non del acto creativo y atraviesan todas las formas y géneros en el ámbito de la producción cultural”.
Contra la originalidad recuerda la escena de un tribunal en la serie Los Simpson sobre la propiedad de los personajes animados. “¡La animación se basa en el plagio!”, asevera el personaje Roger Meyers Jr., director ejecutivo de Itchy & Scratchy Internacional. “Si nos quita nuestro derecho a robar ideas, ¿de dónde saldrán entonces?”.
Los mismos Simpson no existirían si antes no se hubiesen dibujado Los Picapiedra. Es el principio de una lista de obras sobre las que Lethem llama su atención. “Considere los notables plagios que vinculan a Píramo y Tisbe, de Ovidio, con Romeo y Julieta, de Shakespeare, y Amor sin barreras, de Leonard Bernstein. O la descripción que hace Shakespeare de Cleopatra, copiada casi palabra por palabra de la vida de Marco Antonio escrita por Plutarco y después tomada también por T.S. Eliot para Tierra baldía. Si estos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio”.
Lethem considera que “hallar la voz personal no es solo vaciarse y purificarse de las palabras de otros, sino adoptar y acoger filiaciones, comunidades y discursos (…). La invención, debemos aceptarlo humildemente, no consiste en crear algo de la nada sino a partir del caos. Cualquier artista conoce estas verdades por muy hondo que lo esconda”.
Contra la originalidad no se queda en la literatura. Menciona también la fotografía. Cuenta que “muy temprano en la historia de la fotografía una serie de decisiones judiciales pudo haber alterado el curso de este arte. Se preguntó a las Cortes [de EE UU] si era necesario que el fotógrafo, amateur o profesional, requiriera un permiso especial antes de capturar e imprimir una imagen. ¿Robaba el fotógrafo algo de la persona o del edificio cuya imagen retrataba? ¿Pirateaba algo privado y de valor certificable?
Esas primeras decisiones se fallaron a favor de los ‘piratas’. Del mismo modo que Walt Disney podría tomar inspiración de Buster Keaton en El héroe del río, los hermanos Grimm o la existencia de ratones reales, el fotógrafo sería libre de capturar una imagen sin tener que compensar a la fuente. El mundo frente a nuestros ojos visto a través de la lente de una cámara fue juzgado, con excepciones menores, como una suerte de propiedad común, el lugar donde un gato es libre de mirar a un rey”.
Pero alguien intentó hacer de la creación algo extraordinario y decidió que había que poner cotas a su alrededor para convertirlo en una máquina de hacer dinero. Nació entonces lo que Lethem llama el usomonopolio. “La idea de que la cultura puede ser propiedad –propiedad intelectual– se usa para justificar todo, desde intentos por hacer que las ‘girls scouts’ paguen impuestos por cantar canciones alrededor de la fogata hasta la demanda que interpusieron los herederos de Margaret Mitchell [autora de Lo que el viento se llevó] en contra de los editores de El viento que se fue, de Alice Randall”. Pero hay algo mucho más escalofriante. Algunas empresas, como Celera Genomics, han solicitado patentes de genes humanos.
Lethem postula en su obra que los derechos de autor se consideran una ley “tanto en el sentido de ser un absoluto moral reconocido universalmente, como de ser algo inherente al mundo por naturaleza (como la ley de la gravedad)”. Sin embargo, “no es ni una ni otra. Más bien, el derecho de autor es una negociación social constante, forjada tenazmente, revisada infinidad de veces e imperfecta en cada una de sus encarnaciones”.
El derecho de autor siempre ha tenido sus detractores. Uno de ellos fue Thomas Jefferson (1743-1826). El tercer presidente de EE UU pensaba que era un “mal necesario”. “Él era partidario de proveer solo los incentivos suficientes para la creación. Nada más. Y dejar entonces que las ideas fluyeran libremente, como quería la naturaleza. Su concepto del derecho de autor fue consagrada en la constitución, que daba al Congreso la autoridad de ‘promover el progreso de la ciencia y las artes útiles a través del otorgamiento a autores e inventores, por tiempo limitado, de los derechos exclusivos a sus respectivos escritos o descubrimientos’”.
Pero esta visión ha sido dañada por los que, según Lethern, “ven la cultura como un mercado en el que cualquier cosa de valor debe ser poseída por alguien”. La norma ha ido cercando la libertad y ha ido expandiéndose en alcance y duración. “Sin requisitos de registro, cada acto creativo en un medio tangible está ahora sujeto a la protección del derecho de autor: los correos electrónicos a su hijo o las pinturas con los dedos de su vástago, ambas están protegidas automáticamente. El primer Congreso [de EE UU] que otorgó derechos de autor dio a los propietarios un periodo de catorce años que podía ser renovado por otros catorce si el autor aún vivía. El periodo actual es la vida del autor más setenta años”.
Cuenta Lethem que en algunos cines de EE UU, antes de la película, a veces se proyecta un anuncio de la Asociación Cinematográfica de América, que muestra en subtítulos: “¡Usted no robaría una bolsa!”. Pero el argumento no se sostiene. Una bolsa robada deja de estar disponible para su dueño. La copia de un texto o una imagen deja intacto al original. Jefferson lo explicaba así: “Aquel que recibe una idea de mí recibe instrucción sin apocar la mía. Así como quien enciende su mecha con la mía recibe luz sin oscurecerme”.
El autor de Contra la originalidad va más allá. ¿Los defensores a ultranza del copyright no han prestado nunca un libro? ¿Qué diferencia hay entre copiar un DVD o descargar música y prestar un libro a un amigo? En ambos casos se está dejando de pagar al autor de la pieza y se está divulgando la cultura.
El escritor defiende que el copyright no es un derecho. Es “un monopolio otorgado por el gobierno sobre el uso de los resultados creativos” y, por tanto, propone que a partir de ahora deje de llamarse derecho y se le denomine usomonopolio (“un monopolio sobre el uso”). Un monopolio que siempre va en contra del interés público y de los artistas que podrían hacer un “uso muy sano del dominio público”.
Esta utilización comercial de la cultura destruye parte de su esencia. El conocimiento tiene mucho de regalo de una persona a otra, de una generación a otra, de una cultura a otra… El regalo establece un lazo sentimental entre los individuos pero este tipo de conexión desaparece cuando surge dinero por medio. “La desconexión es una virtud de las mercancías (…). Un regalo, en cambio, crea una conexión”. La bebida o la comida, por ejemplo, que se ofrece a un extraño que se sienta a tu lado en el autobús.
Lethem destaca que la economía del regalo no se opone a la economía del mercado. Ambas conviven perfectamente. Pero advierte del peligro de monetizar todos los intercambios. “La manera en la que tratamos alguna cosa puede cambiar su naturaleza. Las religiones prohíben algunas veces el comercio de objetos sagrados, pues la compraventa implica la pérdida de santidad. Consideramos inaceptable la venta de sexo, bebés, órganos corporales, derechos legales y votos. La idea de que algo no pueda volverse una mercancía se conoce generalmente como inalienabilidad”.
También se puede hablar de economías del regalo llamándolas bien público o procomún. Eso que, según el escritor, “pertenece a todos y a nadie, y su uso está controlado por el consentimiento común (…) La teoría de la relatividad de Einstein es un bien público. Los escritos de dominio público también. Los chismes acerca de las celebridades son un bien público. El silencio en una sala de cine es un bien público transitorio, imposiblemente frágil, atesorado por aquellos que lo desean y construido como un regalo mutuo por quienes lo componen”.
“El mundo de la cultura y el arte es un vasto bien público, un bien que está salteado por zonas de comercio total y, sin embargo, permanece gloriosamente inmune a una mercantilización general. Su mayor parecido es, sobre todo, con el bien público del lenguaje: alterado por cada uno de los contribuyentes, expandido incluso por el usuario más pasivo. Que un lenguaje sea un bien público no quiere decir que la comunidad sea su propietaria, más bien pertenece entre las personas. Nadie lo posee, ni siquiera la sociedad en su conjunto”.
Este artículo fue publicado en la revista Five.
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“Toda la humanidad es de un autor y es un volumen. Cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo de un libro, sino que se traduce a una lengua mejor y todo capítulo debe ser así traducido”. La cita es del poeta y satírico británico John Donne y la escribió en el siglo XVII.
A menudo la novedad es solo un espejismo y, en realidad, se trata de una vuelta a un conocimiento pasado. Nos acostumbramos al copyright y pensamos que era lo correcto. Pero ese concepto legal está seriamente cuestionado. ¿Puede ser la cultura propiedad privada? ¿Puede serlo el aire, la fauna marina, las leyendas, el sol…?
“Honrar el bien público no es un asunto de exhortaciones morales. Es una necesidad práctica. Nosotros, en la sociedad occidental, atravesamos un periodo de creencia intensificada en la propiedad privada en detrimento del bien común. Tenemos que mantenernos en constante vigilancia a fin de prevenir asaltos de aquellos que serían tan egoístas como para explotar nuestro legado común para beneficio personal. Estos atracos a nuestros recursos naturales no son ejemplo de iniciativa ni empresa. Son intentos de extorsionar a toda la gente para beneficio de unos cuantos”.
Es la voz de Jonathan Lethem en su libro Contra la originalidad o el éxtasis de las influencias. El escritor neoyorquino es solo uno más en este movimiento de recuperación de la propiedad comunal del conocimiento. Lo piden muchos autores más y lo reivindica incluso una nueva religión denominada Copimismo. Su inventor, el finlandés Isak Gerson, la llamó así en referencia a una frase que el apóstol Pablo dijo a los corintios: “Copiadme, hermanos. Así como yo copio al mismo Jesucristo”. Desde finales de 2011 es una religión oficial en Suecia.
A menudo una idea asalta la mente. Parece que ese pensamiento nació de la nada. De la espontaneidad. Como una revelación surgida de una conexión neuronal. A menudo olvidamos que esas ideas no son más que una remezcla de todos los conocimientos almacenados a lo largo del tiempo. O, como dice Lethem en su obra, “todas las ideas, en esencia, son de segunda mano, tomadas consciente o inconscientemente de millones de fuentes externas y usadas a diario por el recolector con el orgullo y la satisfacción que nace de la falsa creencia según la cual fue él quien las originó”.
A veces una persona escribe una novela fascinante o, quizá, compone una canción magistral. El tiempo saca a escena otra pieza muy similar, anterior en el tiempo, y no hay prueba alguna de que se trate de plagio. Es, en realidad, un acontecimiento de criptomnesia. Así llamó Carl Gustav Jung a esos episodios de creatividad en los que un autor cree estar construyendo algo desde la nada absoluta cuando se trata, realmente, de un recuerdo inconsciente de un contenido que conoció en un pasado lejano.
Pudo ser lo que ocurrió con Lolita de Nabokov. Esa misma historia había sido publicada 40 años antes por un escritor llamado Heinz von Lichberg. Lethem lo cuenta en Contra la originalidad aunque, en este caso, como en muchos otros, la inspiración valió la pena. La obra posterior supera ampliamente a la anterior. “Muy poco de lo que admiramos en la Lolita de Navokov se puede hallar en su predecesora. Esta no puede deducirse de aquella. Aun así: ¿Nabokov tomó prestado y citó conscientemente?”. “La literatura”, al fin y al cabo, “siempre ha sido un crisol en el que se reescriben continuamente temas ya conocidos”, escribe el estadounidense.
La apropiación también es habitual. El caso de Bob Dylan es uno de los más conocidos. Sus temas remezclan y se inspiran, a menudo, de forma muy literal en otras canciones, en películas, en literatura… Aunque tomar una obra para volver a trabajar en ella no tiene por qué ir en su contra. Muy a menudo ocurre lo contrario. Le da vida, o la mejora o la rescata del olvido eterno.
En su libro, Lethem asegura que “el arte de Dylan ofrece una paradoja. Mientras que nos pide no volver atrás, al mismo tiempo encripta un conocimiento de fuentes del pasado que, de otra manera, tendrían poco lugar en la cultura contemporánea, como la poesía de la guerra civil del bardo confederado Henry Timrod, resucitada en las letras de su álbum más reciente, Modern Times. La originalidad y las apropiaciones de Dylan son una misma cosa”.
Igual ocurrió con un verso de John Donne. Lo más conocido del poeta inglés es Meditación XVII y es así porque ahí están escritas las palabras que luego Hemingway tomó para el título de una de sus novelas: Nunca preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti.
Lethem, como todos sus coetáneos, maldecía el plagio. Era lo que había aprendido. Pero un día algo sucedió. Descubrió que su admirado William S. Burroughs, autor de El almuerzo desnudo, contaba en El éxtasis de las influencias que tomó prestados fragmentos de la ciencia ficción estadounidense de los años 40 y 50 en sus obras. El ensayista y novelista lo llamaba el método cut-up y lo veía casi con un acto mágico. “Burroughs interrogaba al universo con tijeras y un bote de pegamento”, escribe Lethem.
En las novelas de Richard Condon y los sermones de Martin Luther King Jr. “se vuelve evidente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada forman una especie de sine qua non del acto creativo y atraviesan todas las formas y géneros en el ámbito de la producción cultural”.
Contra la originalidad recuerda la escena de un tribunal en la serie Los Simpson sobre la propiedad de los personajes animados. “¡La animación se basa en el plagio!”, asevera el personaje Roger Meyers Jr., director ejecutivo de Itchy & Scratchy Internacional. “Si nos quita nuestro derecho a robar ideas, ¿de dónde saldrán entonces?”.
Los mismos Simpson no existirían si antes no se hubiesen dibujado Los Picapiedra. Es el principio de una lista de obras sobre las que Lethem llama su atención. “Considere los notables plagios que vinculan a Píramo y Tisbe, de Ovidio, con Romeo y Julieta, de Shakespeare, y Amor sin barreras, de Leonard Bernstein. O la descripción que hace Shakespeare de Cleopatra, copiada casi palabra por palabra de la vida de Marco Antonio escrita por Plutarco y después tomada también por T.S. Eliot para Tierra baldía. Si estos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio”.
Lethem considera que “hallar la voz personal no es solo vaciarse y purificarse de las palabras de otros, sino adoptar y acoger filiaciones, comunidades y discursos (…). La invención, debemos aceptarlo humildemente, no consiste en crear algo de la nada sino a partir del caos. Cualquier artista conoce estas verdades por muy hondo que lo esconda”.
Contra la originalidad no se queda en la literatura. Menciona también la fotografía. Cuenta que “muy temprano en la historia de la fotografía una serie de decisiones judiciales pudo haber alterado el curso de este arte. Se preguntó a las Cortes [de EE UU] si era necesario que el fotógrafo, amateur o profesional, requiriera un permiso especial antes de capturar e imprimir una imagen. ¿Robaba el fotógrafo algo de la persona o del edificio cuya imagen retrataba? ¿Pirateaba algo privado y de valor certificable?
Esas primeras decisiones se fallaron a favor de los ‘piratas’. Del mismo modo que Walt Disney podría tomar inspiración de Buster Keaton en El héroe del río, los hermanos Grimm o la existencia de ratones reales, el fotógrafo sería libre de capturar una imagen sin tener que compensar a la fuente. El mundo frente a nuestros ojos visto a través de la lente de una cámara fue juzgado, con excepciones menores, como una suerte de propiedad común, el lugar donde un gato es libre de mirar a un rey”.
Pero alguien intentó hacer de la creación algo extraordinario y decidió que había que poner cotas a su alrededor para convertirlo en una máquina de hacer dinero. Nació entonces lo que Lethem llama el usomonopolio. “La idea de que la cultura puede ser propiedad –propiedad intelectual– se usa para justificar todo, desde intentos por hacer que las ‘girls scouts’ paguen impuestos por cantar canciones alrededor de la fogata hasta la demanda que interpusieron los herederos de Margaret Mitchell [autora de Lo que el viento se llevó] en contra de los editores de El viento que se fue, de Alice Randall”. Pero hay algo mucho más escalofriante. Algunas empresas, como Celera Genomics, han solicitado patentes de genes humanos.
Lethem postula en su obra que los derechos de autor se consideran una ley “tanto en el sentido de ser un absoluto moral reconocido universalmente, como de ser algo inherente al mundo por naturaleza (como la ley de la gravedad)”. Sin embargo, “no es ni una ni otra. Más bien, el derecho de autor es una negociación social constante, forjada tenazmente, revisada infinidad de veces e imperfecta en cada una de sus encarnaciones”.
El derecho de autor siempre ha tenido sus detractores. Uno de ellos fue Thomas Jefferson (1743-1826). El tercer presidente de EE UU pensaba que era un “mal necesario”. “Él era partidario de proveer solo los incentivos suficientes para la creación. Nada más. Y dejar entonces que las ideas fluyeran libremente, como quería la naturaleza. Su concepto del derecho de autor fue consagrada en la constitución, que daba al Congreso la autoridad de ‘promover el progreso de la ciencia y las artes útiles a través del otorgamiento a autores e inventores, por tiempo limitado, de los derechos exclusivos a sus respectivos escritos o descubrimientos’”.
Pero esta visión ha sido dañada por los que, según Lethern, “ven la cultura como un mercado en el que cualquier cosa de valor debe ser poseída por alguien”. La norma ha ido cercando la libertad y ha ido expandiéndose en alcance y duración. “Sin requisitos de registro, cada acto creativo en un medio tangible está ahora sujeto a la protección del derecho de autor: los correos electrónicos a su hijo o las pinturas con los dedos de su vástago, ambas están protegidas automáticamente. El primer Congreso [de EE UU] que otorgó derechos de autor dio a los propietarios un periodo de catorce años que podía ser renovado por otros catorce si el autor aún vivía. El periodo actual es la vida del autor más setenta años”.
Cuenta Lethem que en algunos cines de EE UU, antes de la película, a veces se proyecta un anuncio de la Asociación Cinematográfica de América, que muestra en subtítulos: “¡Usted no robaría una bolsa!”. Pero el argumento no se sostiene. Una bolsa robada deja de estar disponible para su dueño. La copia de un texto o una imagen deja intacto al original. Jefferson lo explicaba así: “Aquel que recibe una idea de mí recibe instrucción sin apocar la mía. Así como quien enciende su mecha con la mía recibe luz sin oscurecerme”.
El autor de Contra la originalidad va más allá. ¿Los defensores a ultranza del copyright no han prestado nunca un libro? ¿Qué diferencia hay entre copiar un DVD o descargar música y prestar un libro a un amigo? En ambos casos se está dejando de pagar al autor de la pieza y se está divulgando la cultura.
El escritor defiende que el copyright no es un derecho. Es “un monopolio otorgado por el gobierno sobre el uso de los resultados creativos” y, por tanto, propone que a partir de ahora deje de llamarse derecho y se le denomine usomonopolio (“un monopolio sobre el uso”). Un monopolio que siempre va en contra del interés público y de los artistas que podrían hacer un “uso muy sano del dominio público”.
Esta utilización comercial de la cultura destruye parte de su esencia. El conocimiento tiene mucho de regalo de una persona a otra, de una generación a otra, de una cultura a otra… El regalo establece un lazo sentimental entre los individuos pero este tipo de conexión desaparece cuando surge dinero por medio. “La desconexión es una virtud de las mercancías (…). Un regalo, en cambio, crea una conexión”. La bebida o la comida, por ejemplo, que se ofrece a un extraño que se sienta a tu lado en el autobús.
Lethem destaca que la economía del regalo no se opone a la economía del mercado. Ambas conviven perfectamente. Pero advierte del peligro de monetizar todos los intercambios. “La manera en la que tratamos alguna cosa puede cambiar su naturaleza. Las religiones prohíben algunas veces el comercio de objetos sagrados, pues la compraventa implica la pérdida de santidad. Consideramos inaceptable la venta de sexo, bebés, órganos corporales, derechos legales y votos. La idea de que algo no pueda volverse una mercancía se conoce generalmente como inalienabilidad”.
También se puede hablar de economías del regalo llamándolas bien público o procomún. Eso que, según el escritor, “pertenece a todos y a nadie, y su uso está controlado por el consentimiento común (…) La teoría de la relatividad de Einstein es un bien público. Los escritos de dominio público también. Los chismes acerca de las celebridades son un bien público. El silencio en una sala de cine es un bien público transitorio, imposiblemente frágil, atesorado por aquellos que lo desean y construido como un regalo mutuo por quienes lo componen”.
“El mundo de la cultura y el arte es un vasto bien público, un bien que está salteado por zonas de comercio total y, sin embargo, permanece gloriosamente inmune a una mercantilización general. Su mayor parecido es, sobre todo, con el bien público del lenguaje: alterado por cada uno de los contribuyentes, expandido incluso por el usuario más pasivo. Que un lenguaje sea un bien público no quiere decir que la comunidad sea su propietaria, más bien pertenece entre las personas. Nadie lo posee, ni siquiera la sociedad en su conjunto”.
Este artículo fue publicado en la revista Five.
El titular es tan demagogico como gran parte de los razonamientos del autor citado: el equivalente a prestar un libro sería prestar un DVD, no copiarlo. Y el equivalente de un archivo mp3 o n video sería que al copiarlo, la fuente original desapareciera. Es decir, que el original pueda ser compartido, pero solo pueda ser disfrutado por una persona a la vez. Como sucede realmente cuando prestas un libro. Esa limitacion es la que permite sostener la demanda de la cancio o novela original. Si un producto de cualquier tipo puede ser clonado y disfrutado de forma infinita e ilimitada, el precio original tendría que ser astronomico para generar un beneficio minimo que permita al autor dedicar tiempo y esfuerzo a la creacion.
El titular es preciso y exacto: cuando yo presto un libro lo hago para que mi amigo pueda aprovechar ese libro (leyéndolo, supongo que estarás de acuerdo). Luego los dos hemos podido compartir la lectura de ese libro (con una sola compra, oh, pecado). Cuando se comparte música o vídeos el efecto importante es el mismo. Creo que hay que ser un cínico muy relamido para poner el acento en el medio en vez del contenido. Por lo tanto no te extrañes si considero que es equivalente prestar un libro a mi amigo que facilitarle que vea una película que tengo. Tampoco te extrañe si otra mucha gente piensa lo mismo.
En general estoy de acuerdo en que la cultura ha de ser libre, y que las ideas de propiedad intelectual van cambiando con el tiempo y que hay que revisar leyes y conceptos.
Pero no se nos puede olvidar que el artista tiene que comer y pagar facturas, y que crear arte es trabajar. Escribir un par de libros al año es un trabajo a tiempo completo. Y también hay que tener en cuenta que no es lo mismo escribir bodrios que escribir buenos libros, y que la calidad nada tiene que ver con las ventas.
Es un mundo tremendamente complejo. Yo estoy a favor del libre acceso a la cultura, así como del derecho a comer del creador de esa cultura (por mucho que sea “copiada”). ¿Las soluciones? Ni idea, no me corresponde a mi crear esas soluciones ya que no soy político, ni legislador, ni creador. Como consumidor aporto mi granito de arena pagando lo que puedo (compro libros, música y cine en proporción a mi presupuesto de joven precario) y consumo lo que me apetece, que es más de lo que pago. Supongo que algo parecido a esto, pagar cada uno según sus posibilidades, sería la solución ideal, pero también lo veo algo muy difícil de implementar.
No se pueden poner al mismo nivel la versión, el préstamo, la copia, el plagio y la descarga. Tampoco me parece positivo hablar de derechos de copia/explotación y de autor como si fueran la misma cosa. El actual copyright, sostenido y alargado por los grandes gestores de contenido, por ejemplo Disney, no beneficia en nada al autor ni a la cultura al extender la supuesta protección del autor 75 años después de la muerte de éste, como sucede actualmente.
En la línea del autor, el excelente trabajo de Kirby Fergusson: “Everything is a remix” http://www.everythingisaremix.info/
Suponiendo que un bebé recién nacido es abandonado en la selva y milagrosamente sobrevive en ella. Nada de lo que compartimos los seres humanos que vivimos en comunidad será recibido por él. Supongamos que ha tenido un mellizo que vive en una comunidad del desierto del Sahara y que con el tiempo por esas cosas de la vida, es rescatado y criado por una familia esquimal. Absolutamente toda su cultura y tipos de conocimientos serán muy dispares. Los conocimientos y habilidades logradas lo fueron en razón de su contacto social, desde sus padres, hermanos, amigos, familiares, vecinos, etc, etc, más el medio circundante. Para uno de ellos será común ver un animal como la foca y para el otro un camello. Todo lo que son se lo deben al componente social, histórico y geográfico que los rodea. Ante la ausencia de estos componetes serían cualquier otro individuo pero no lo que son.
En alguna medida me parece que se emparenta con algo que dijo el presidente Obama, que era algo así como que los que consiguieron hacer dinero no lo hicieron solos, en referencia a que había una sociedad que consumía bienes y/o servicios y también personas que trabajaron en sus emprendimientos que hicieron posible que ellos ganaran dicho dinero. Sin una sociedad detrás todo lo que puedo generar en arte, conocimientos, habilidades o bienes, quedaría solamente en mi poder y no tendría con quien intercambiarlos y no me generarían dinero.
No somos totalmente librepensadores ni libreconsumidores ni cosa que se le parezca.
No somos en absoluto originales.
Somos lo que nos dió nuestro entorno y la historia.
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