29 de septiembre 2017    /   CINE/TV
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Un Disneylandia para niƱos pobres y malnutridos

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«Al final, las cosas se vuelven tan trÔgicas que terminan siendo cómicas», decía Mandy Patinkin en OjalÔ estuvieras aquí. Algo así ocurre con las dos comedias que se han presentado este jueves en el festival de San SebastiÔn, The disaster artist y Fe de etarras, donde una situación dramÔtica acaba siendo la mejor excusa para reírse de lo absurdo del ser humano.

Solo el gĆ©nero bien ejecutado tiene ese poder de transformar el ambiente en el patio de butacas, donde las caras de cansancio han dejado paso a una alegrĆ­a contagiosa. El pĆŗblico reĆ­a a carcajadas –Ā esta vez con mĆ”s razón que enĀ Marrowbone– y aplaudĆ­a agradecido por un buen rato de humor y cine decente. DespuĆ©s de tantos dĆ­as deĀ dramas sociales yĀ thrillersĀ violentosĀ -con la excepción deĀ Wonderstruck, el cuentito de Todd Haynes-, a nadie le amarga una jornada dulce.

AdemÔs de Fe de etarras, se esperaba con expectación La peste, la serie histórica de Alberto Rodríguez que compite en la Sección Oficial. Pero la irrupción de Movistar+ y Netflix en el festival se merece otro tipo de anÔlisis, así que nos centraremos en dos títulos estadounidenses que huelen a victoria. No en vano, The disaster artist y The Florida Project han sido calificadas por muchos como lo mejor que se ha visto hasta ahora en la capital donostiarra.

Fuegos artificiales desde los suburbios

Moonee y Scooty le hacen un tour guiado del motel donde viven a su nueva vecina Jancey. «Nadie coge el ascensor porque huele a pis. Aquí vive una que se cree que estÔ casada con Jesús. A este hombre le viene a buscar la policía todo el rato», le va explicando la pequeña de seis años a su amiga, que observa inocente como si le estuviesen contando la mÔs divertida de las historietas.

Los tres son niños que viven por debajo del umbral de la pobreza en un barrio lleno de edificios de brillantes colores, casi todos moteles reservados para aquellos que no se pueden permitir una casa. El director Sean Baker hace un retrato de la brutal desigualdad del estado de Florida, donde decenas de familias pobres residen al lado del mayor imperio vacacional de Estados Unidos: Disneyland Orlando. Lo hace a través de la inocencia infantil y con una estética wesandersiana para no abusar de la emoción facilona. Pero así resulta casi mÔs desgarrador.

Los críos crecen en un entorno de prostitución, drogas y pandillas, donde aprenden a robar para comer casi antes que a leer. En la superficie no hay drama. Ellos ríen, se entretienen con lo poco que tienen y dicen tacos mÔs grandes que sus diminutos cuerpos. Son maleducados, cochinos, deslenguados y adorables granujas que pasan por encima de la miseria del motel con su vitalidad.

Baker, ademÔs, se centra en tres familias donde la figura de responsabilidad es una mujer. Moonee vive con su madre Halley, una chica tatuada de 22 años que estÔ en el paro y se pasa el día fumando porros. Scooty también vive solo con su joven madre, una camarera negra que siempre roba gofres en su restaurante para dar de comer a sus vecinas. La última, Jancey, vive con su abuela porque su madre la tuvo con 15 años y se deshizo de ella. Todas estas mujeres luchan ante la adversidad mientras crían a sus hijos solas. Y nos puede parecer que lo hacen mejor o peor, pero es ahí donde el director nos hace conscientes de nuestra arrogancia.

La película funciona como un documental paradójico, agudo y lleno de grandes momentos que brillan por su cotidianidad. La actuación de los chavales es fresca, casi amateur, pero creíble gracias al trabajo de Willem Dafoe como conserje del motel y de la intérprete de Halley, a quien el director encontró a través de las redes sociales.

Sean Baker se había consolidado como el retratista indie de los bajos fondos y un maestro de la paleta de colores, pero  The Florida Project es todo eso mÔs una preciosa loa a la amistad. El mejor trabajo que se ha visto en San SebastiÔn hasta la fecha.

James Franco y su dulce homenaje al ridĆ­culo

Ya hablamos -y mucho- de la nombrada peor película de la historia. De su trama ridícula, sus interpretaciones desastrosas y su presupuesto de seis millones de dólares tirado a la basura con una estética de serie B. Pero, ¿cómo se llegó hasta ahí? ¿Quién es el tipo que invirtió su tiempo, su dinero y su imagen en The Room? ¿Qué clase de genio consigue que la gente siga hablando de una película que estuvo una semana en cartelera?

Todas esas preguntas rondan por la cabeza de grandes productores y estrellas de Hollywood como James Franco. Y no hay mejor forma de darles salida que con una película sobre aquel loco rodaje y sus excéntricos protagonistas. Eso es lo que el actor se propuso hacer con The disaster artist, que también dirige, produce y protagoniza junto a su hermano Dave Franco.

Ɖl interpreta a Tommy Wiseau, el cerebro detrĆ”s deĀ The RoomĀ y una de las figuras mĆ”s enigmĆ”ticas del mundillo. Poco se sabe de Ć©l aparte de su apariencia vampĆ­rica, su extraƱo acento de “Nueva Orleans” y su misteriosa cuenta bancaria sin fondo con la que financió estaĀ comediaĀ de culto en Estados Unidos. Franco simplemente borda la interpretación, que parece una sobreactuada parodia hasta que sobrepone en los crĆ©ditos las imĆ”genes de la pelĆ­cula original. Ocurrió de verdad y James Franco no se ha reĆ­do de ello: lo ha calcado.

La virtud de The disaster artist es su ritmo, su hilarante guión y su humildad, pues en ningún momento pretende hacer mofa y befa de Wiseau. El espectador empatiza con los sueños del personaje y sufre cuando el público humilla a carcajadas su cinta en la premiere; pero lo mejor llega al final, cuando Tommy por fin se da cuenta de que, sea como sea, ha provocado algo en el patio de butacas.

Esas primeras proyecciones de 2003 no dejaron a nadie indiferente y tampoco lo harƔ la pelƭcula de James Franco: el homenaje mƔs dulce que alguien le ha hecho jamƔs a algo tan ridƭculo.

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«Al final, las cosas se vuelven tan trÔgicas que terminan siendo cómicas», decía Mandy Patinkin en OjalÔ estuvieras aquí. Algo así ocurre con las dos comedias que se han presentado este jueves en el festival de San SebastiÔn, The disaster artist y Fe de etarras, donde una situación dramÔtica acaba siendo la mejor excusa para reírse de lo absurdo del ser humano.

Solo el gĆ©nero bien ejecutado tiene ese poder de transformar el ambiente en el patio de butacas, donde las caras de cansancio han dejado paso a una alegrĆ­a contagiosa. El pĆŗblico reĆ­a a carcajadas –Ā esta vez con mĆ”s razón que enĀ Marrowbone– y aplaudĆ­a agradecido por un buen rato de humor y cine decente. DespuĆ©s de tantos dĆ­as deĀ dramas sociales yĀ thrillersĀ violentosĀ -con la excepción deĀ Wonderstruck, el cuentito de Todd Haynes-, a nadie le amarga una jornada dulce.

AdemÔs de Fe de etarras, se esperaba con expectación La peste, la serie histórica de Alberto Rodríguez que compite en la Sección Oficial. Pero la irrupción de Movistar+ y Netflix en el festival se merece otro tipo de anÔlisis, así que nos centraremos en dos títulos estadounidenses que huelen a victoria. No en vano, The disaster artist y The Florida Project han sido calificadas por muchos como lo mejor que se ha visto hasta ahora en la capital donostiarra.

Fuegos artificiales desde los suburbios

Moonee y Scooty le hacen un tour guiado del motel donde viven a su nueva vecina Jancey. «Nadie coge el ascensor porque huele a pis. Aquí vive una que se cree que estÔ casada con Jesús. A este hombre le viene a buscar la policía todo el rato», le va explicando la pequeña de seis años a su amiga, que observa inocente como si le estuviesen contando la mÔs divertida de las historietas.

Los tres son niños que viven por debajo del umbral de la pobreza en un barrio lleno de edificios de brillantes colores, casi todos moteles reservados para aquellos que no se pueden permitir una casa. El director Sean Baker hace un retrato de la brutal desigualdad del estado de Florida, donde decenas de familias pobres residen al lado del mayor imperio vacacional de Estados Unidos: Disneyland Orlando. Lo hace a través de la inocencia infantil y con una estética wesandersiana para no abusar de la emoción facilona. Pero así resulta casi mÔs desgarrador.

Los críos crecen en un entorno de prostitución, drogas y pandillas, donde aprenden a robar para comer casi antes que a leer. En la superficie no hay drama. Ellos ríen, se entretienen con lo poco que tienen y dicen tacos mÔs grandes que sus diminutos cuerpos. Son maleducados, cochinos, deslenguados y adorables granujas que pasan por encima de la miseria del motel con su vitalidad.

Baker, ademÔs, se centra en tres familias donde la figura de responsabilidad es una mujer. Moonee vive con su madre Halley, una chica tatuada de 22 años que estÔ en el paro y se pasa el día fumando porros. Scooty también vive solo con su joven madre, una camarera negra que siempre roba gofres en su restaurante para dar de comer a sus vecinas. La última, Jancey, vive con su abuela porque su madre la tuvo con 15 años y se deshizo de ella. Todas estas mujeres luchan ante la adversidad mientras crían a sus hijos solas. Y nos puede parecer que lo hacen mejor o peor, pero es ahí donde el director nos hace conscientes de nuestra arrogancia.

La película funciona como un documental paradójico, agudo y lleno de grandes momentos que brillan por su cotidianidad. La actuación de los chavales es fresca, casi amateur, pero creíble gracias al trabajo de Willem Dafoe como conserje del motel y de la intérprete de Halley, a quien el director encontró a través de las redes sociales.

Sean Baker se había consolidado como el retratista indie de los bajos fondos y un maestro de la paleta de colores, pero  The Florida Project es todo eso mÔs una preciosa loa a la amistad. El mejor trabajo que se ha visto en San SebastiÔn hasta la fecha.

James Franco y su dulce homenaje al ridĆ­culo

Ya hablamos -y mucho- de la nombrada peor película de la historia. De su trama ridícula, sus interpretaciones desastrosas y su presupuesto de seis millones de dólares tirado a la basura con una estética de serie B. Pero, ¿cómo se llegó hasta ahí? ¿Quién es el tipo que invirtió su tiempo, su dinero y su imagen en The Room? ¿Qué clase de genio consigue que la gente siga hablando de una película que estuvo una semana en cartelera?

Todas esas preguntas rondan por la cabeza de grandes productores y estrellas de Hollywood como James Franco. Y no hay mejor forma de darles salida que con una película sobre aquel loco rodaje y sus excéntricos protagonistas. Eso es lo que el actor se propuso hacer con The disaster artist, que también dirige, produce y protagoniza junto a su hermano Dave Franco.

Ɖl interpreta a Tommy Wiseau, el cerebro detrĆ”s deĀ The RoomĀ y una de las figuras mĆ”s enigmĆ”ticas del mundillo. Poco se sabe de Ć©l aparte de su apariencia vampĆ­rica, su extraƱo acento de “Nueva Orleans” y su misteriosa cuenta bancaria sin fondo con la que financió estaĀ comediaĀ de culto en Estados Unidos. Franco simplemente borda la interpretación, que parece una sobreactuada parodia hasta que sobrepone en los crĆ©ditos las imĆ”genes de la pelĆ­cula original. Ocurrió de verdad y James Franco no se ha reĆ­do de ello: lo ha calcado.

La virtud de The disaster artist es su ritmo, su hilarante guión y su humildad, pues en ningún momento pretende hacer mofa y befa de Wiseau. El espectador empatiza con los sueños del personaje y sufre cuando el público humilla a carcajadas su cinta en la premiere; pero lo mejor llega al final, cuando Tommy por fin se da cuenta de que, sea como sea, ha provocado algo en el patio de butacas.

Esas primeras proyecciones de 2003 no dejaron a nadie indiferente y tampoco lo harƔ la pelƭcula de James Franco: el homenaje mƔs dulce que alguien le ha hecho jamƔs a algo tan ridƭculo.

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