18 de mayo 2016    /   BUSINESS
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Eres el Ășltimo en enterarse: el capitalismo se muere

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Y entonces unos individuos muy rĂșsticos me sujetaron y me sacudieron sin ceremonias. No me despertaron de mi sueño, pues estaba bien despierto cuando gritĂ©, pero me devolvieron a la plena posesiĂłn de mi memoria

El murmullo se vuelve clamor. El sonido de los pasos de los hombres que llevan el fĂ©retro, unos monjes, se escucha como chasquidos sobre piedra arenisca. Clas, clas, clas. Algo se mueve dentro del ataĂșd dando alaridos cada vez mĂĄs dĂ©biles y desesperados: es el capitalismo. Los enterradores se ponen el Ă­ndice sobre los labios para exigir silencio y muerden sus puños y nudillos con rabia contenida. «¿Acaso no veis», dicen, «que el capitalismo se muere?». Las heridas del cuchillo eran demasiado profundas. El puñal de su tecnologĂ­a lo atravesĂł y las redes y el Ă©xito lo asfixiaron lentamente». Los gritos en el interior del ataĂșd se convierten en patadas. ÂżSe muere o quieren matarlo?

Son cada vez mĂĄs los intelectuales que afirman que se muere irremediablemente y que habrĂ­a que construir un puente intergalĂĄctico que sirva de transiciĂłn desde el mundo que conocemos a un nuevo planeta. El tiempo se agota y las injusticias y contradicciones, nos dicen, van a agravarse aĂșn mĂĄs y la poblaciĂłn las pagarĂĄ con nuevos latigazos en la espalda. HabrĂĄ mĂĄs pobreza, mĂĄs desigualdad, mĂĄs dolor.

Dicen que el sistema se va a suicidar de todos modos porque sus propias inercias estĂĄn destrozando a la mayorĂ­a de la poblaciĂłn que lo alimentaba y porque ha parido un mundo digital que lo terminarĂĄ dominando y reventando desde dentro, rompiĂ©ndole las entrañas como si fuera un alien. La sepultura estĂĄ preparada aunque el corazĂłn del animal siga bombeando dinero a raudales, grite y arañe la madera del ataĂșd.

Pero eso, advierten, no serå por mucho tiempo. La sed de beneficios del capitalismo a cualquier precio (al mejor precio, en realidad) ha empobrecido a la misma clase media que hacía viables las empresas presionando a la baja los salarios reales durante décadas y aumentando la inestabilidad laboral. Todo ello ha generado en Occidente el ascenso de una enorme marea de precariado de millones de personas, de neoesclavos que no llegan a fin de mes con o sin trabajo, con o sin recursos para pagar la calefacción, con o sin grilletes y bolas de acero en los pies.

PolarizaciĂłn

TambiĂ©n han exprimido, dicen, los recursos de la clase media reemplazando a los seres humanos por robots en las empresas y enviando millones de empleos al exterior. Esto puede polarizar la sociedad en tres grandes grupos: el de la poblaciĂłn parada o con ocupaciones precarias o mecanizables, el de una burguesĂ­a de profesionales del conocimiento (la han llamado la ‘clase creativa’) y el de una elite —el famoso 0,1%— que concentrarĂ­a la propiedad de buena parte del capital financiero y productivo (solo ellos dominan los tres nuevos poderes constitucionales: el dinero, la polĂ­tica y los robots). SerĂ­a una sociedad de peluqueros empobrecidos, becarios andrajosos con delirios de millennial, ingenieros altivos y chulescos y, allĂ­ en la cumbre, ricos al estilo de Jay Gatsby.

Nos cuentan que ese escenario miserable para la mayorĂ­a de la poblaciĂłn forzarĂ­a a la gente, a las corporaciones y a los estados a asumir niveles aĂșn mĂĄs insufribles de deuda que los que hemos visto hasta ahora, simplemente, para sobrevivir. Al mismo tiempo, las empresas tendrĂ­an cada vez menos consumidores a los que vender su producciĂłn masiva y se verĂ­an obligadas a una nueva ronda de reducciĂłn salarial, despidos, automatizaciĂłn y crĂ©ditos. La burguesĂ­a del conocimiento, los empleados de lujo del poder, tambiĂ©n empezarĂ­a a temer por su seguridad antes de perderla. Esta espiral de empobrecimiento de la clase media, inestabilidad, mecanizaciĂłn y endeudamiento impagable, tiene un lĂ­mite que conduce al colapso de la empresa, el estado y el mundo. En definitiva, al suicidio del sistema.

La otra vĂ­a por la que el capitalismo podrĂ­a suicidarse es su apuesta por la revoluciĂłn de internet, un fenĂłmeno que no solo no podrĂĄ controlar, segĂșn autores como Paul Mason o Jeremy Rifkin, sino que lo someterĂĄ sin remedio. La revoluciĂłn de los datos masivos y la implantaciĂłn de sensores en la mayorĂ­a de los productos llevarĂĄ a un contexto en el que las leyes del mercado se convertirĂĄn en las esclavas de las leyes de la Red, porque todo lo que se compra y se vende serĂĄ de algĂșn modo digital.

¿Y cuåles son esas leyes de la Red? El coste marginal cero (que es una forma elegante de decir que las empresas tendrån que resignarse a comercializar gratis o casi gratis sus productos), la abundancia en vez de la escasez de los bienes y servicios, la sencillez de unas descargas ilegales multitudinarias que morderån con mås saña todavía los precios y los beneficios y, por fin, la emergencia de una poderosa economía colaborativa (¥Apple ha muerto! ¥Larga vida a la Wikipedia!). Todo eso habrå que combinarlo con una emergencia de la robótica que volverå innecesario el trabajo de la inmensa mayoría de los humanos con la excepción, esencialmente, de los supervisores, productores y programadores de los autómatas.

En estas circunstancias, los grandes pilares del viejo sistema, desde los bancos hasta los medios de comunicación, irían implosionando poco a poco bajo el peso de la tecnología. No solo los periódicos sino también las televisiones serían derrotadas por nuevas plataformas abiertas. Las entidades financieras arderían en las llamas de lo que se ha bautizado como fintech, una jauría de perros de presa formada por datos masivos e inteligencia artificial, el software revolucionario de Bitcoin adaptado a los pagos electrónicos en dólares o euros, la nueva oportunidad de que los particulares y las empresas se presten masivamente entre sí y la condena a la irrelevancia de las sucursales físicas y los puestos de trabajo de sus empleados.

El paraĂ­so

Eso no quiere decir que, al otro lado de este mundo en transformaciĂłn y temeroso, no nos aguarde un destino esperanzador. Muchos intelectuales que predicen la muerte del capitalismo, esos monjes que portan el ataĂșd, no solo saben cĂłmo enviarlo al infierno, sino que tambiĂ©n conocen el camino de la poblaciĂłn al reino de los cielos.

Entre ellos, Paul Mason afirma que depende totalmente de nosotros sentar las bases de un nuevo sistema en el que el Estado se harĂĄ cargo de garantizar unos generosos ingresos a todos, en el que los robots, cada vez mĂĄs inteligentes, trabajarĂĄn por nosotros y en el que los seres humanos disfrutaremos de la libertad de dedicarnos a saciar nuestros intereses en una atmĂłsfera marcada por la economĂ­a colaborativa, la abundancia y una distribuciĂłn justa de la riqueza.

Mientras Mason anuncia el paraĂ­so, los otros hombres y monjes del ataĂșd que lo acompañan y nos exigĂ­an silencio tropiezan en mitad de la oscuridad con una piedra (saben lo que ocurrirĂĄ en diez años, pero no, por lo visto, en diez metros). El fĂ©retro cae al suelo y la tapa se agrieta abriĂ©ndose como una sandĂ­a reventada. En el interior, se oyen de nuevo los arañazos, las patadas, los gritos y, ahora, la risa.

El capitalismo habla por primera vez: «Nadie puede predecir el futuro o mi muerte, ni siquiera yo. Los robots e internet son mis siervos y solo alumbrarĂĄn un capitalismo mĂĄs fuerte, mĂĄs flexible y mĂĄs resistente que cautivarĂĄ con sus emprendedores la imaginaciĂłn de todos y los convencerĂĄ de que pueden aspirar a la felicidad y la riqueza. La poblaciĂłn volverĂĄ a prosperar, los hijos vivirĂĄn mejor que los padres y los padres se adaptarĂĄn a la inestabilidad
 mientras la pobreza seguirĂĄ reduciĂ©ndose en China, India o Vietnam. La clase media recuperarĂĄ la fe en mĂ­, y sus nuevas comodidades y su temor al cambio la convertirĂĄn de nuevo en mi mejor aliada y en vuestra peor enemiga. Yo no me suicidarĂ© y vosotros no podĂ©is matarme. SerĂ© yo quien os entierre vivos». Mientras lo dice, se adivina una herida de cuchillo en su pecho.

Foto: Alf Ribeiro / Shutterstock.com

Y entonces unos individuos muy rĂșsticos me sujetaron y me sacudieron sin ceremonias. No me despertaron de mi sueño, pues estaba bien despierto cuando gritĂ©, pero me devolvieron a la plena posesiĂłn de mi memoria

El murmullo se vuelve clamor. El sonido de los pasos de los hombres que llevan el fĂ©retro, unos monjes, se escucha como chasquidos sobre piedra arenisca. Clas, clas, clas. Algo se mueve dentro del ataĂșd dando alaridos cada vez mĂĄs dĂ©biles y desesperados: es el capitalismo. Los enterradores se ponen el Ă­ndice sobre los labios para exigir silencio y muerden sus puños y nudillos con rabia contenida. «¿Acaso no veis», dicen, «que el capitalismo se muere?». Las heridas del cuchillo eran demasiado profundas. El puñal de su tecnologĂ­a lo atravesĂł y las redes y el Ă©xito lo asfixiaron lentamente». Los gritos en el interior del ataĂșd se convierten en patadas. ÂżSe muere o quieren matarlo?

Son cada vez mĂĄs los intelectuales que afirman que se muere irremediablemente y que habrĂ­a que construir un puente intergalĂĄctico que sirva de transiciĂłn desde el mundo que conocemos a un nuevo planeta. El tiempo se agota y las injusticias y contradicciones, nos dicen, van a agravarse aĂșn mĂĄs y la poblaciĂłn las pagarĂĄ con nuevos latigazos en la espalda. HabrĂĄ mĂĄs pobreza, mĂĄs desigualdad, mĂĄs dolor.

Dicen que el sistema se va a suicidar de todos modos porque sus propias inercias estĂĄn destrozando a la mayorĂ­a de la poblaciĂłn que lo alimentaba y porque ha parido un mundo digital que lo terminarĂĄ dominando y reventando desde dentro, rompiĂ©ndole las entrañas como si fuera un alien. La sepultura estĂĄ preparada aunque el corazĂłn del animal siga bombeando dinero a raudales, grite y arañe la madera del ataĂșd.

Pero eso, advierten, no serå por mucho tiempo. La sed de beneficios del capitalismo a cualquier precio (al mejor precio, en realidad) ha empobrecido a la misma clase media que hacía viables las empresas presionando a la baja los salarios reales durante décadas y aumentando la inestabilidad laboral. Todo ello ha generado en Occidente el ascenso de una enorme marea de precariado de millones de personas, de neoesclavos que no llegan a fin de mes con o sin trabajo, con o sin recursos para pagar la calefacción, con o sin grilletes y bolas de acero en los pies.

PolarizaciĂłn

TambiĂ©n han exprimido, dicen, los recursos de la clase media reemplazando a los seres humanos por robots en las empresas y enviando millones de empleos al exterior. Esto puede polarizar la sociedad en tres grandes grupos: el de la poblaciĂłn parada o con ocupaciones precarias o mecanizables, el de una burguesĂ­a de profesionales del conocimiento (la han llamado la ‘clase creativa’) y el de una elite —el famoso 0,1%— que concentrarĂ­a la propiedad de buena parte del capital financiero y productivo (solo ellos dominan los tres nuevos poderes constitucionales: el dinero, la polĂ­tica y los robots). SerĂ­a una sociedad de peluqueros empobrecidos, becarios andrajosos con delirios de millennial, ingenieros altivos y chulescos y, allĂ­ en la cumbre, ricos al estilo de Jay Gatsby.

Nos cuentan que ese escenario miserable para la mayorĂ­a de la poblaciĂłn forzarĂ­a a la gente, a las corporaciones y a los estados a asumir niveles aĂșn mĂĄs insufribles de deuda que los que hemos visto hasta ahora, simplemente, para sobrevivir. Al mismo tiempo, las empresas tendrĂ­an cada vez menos consumidores a los que vender su producciĂłn masiva y se verĂ­an obligadas a una nueva ronda de reducciĂłn salarial, despidos, automatizaciĂłn y crĂ©ditos. La burguesĂ­a del conocimiento, los empleados de lujo del poder, tambiĂ©n empezarĂ­a a temer por su seguridad antes de perderla. Esta espiral de empobrecimiento de la clase media, inestabilidad, mecanizaciĂłn y endeudamiento impagable, tiene un lĂ­mite que conduce al colapso de la empresa, el estado y el mundo. En definitiva, al suicidio del sistema.

La otra vĂ­a por la que el capitalismo podrĂ­a suicidarse es su apuesta por la revoluciĂłn de internet, un fenĂłmeno que no solo no podrĂĄ controlar, segĂșn autores como Paul Mason o Jeremy Rifkin, sino que lo someterĂĄ sin remedio. La revoluciĂłn de los datos masivos y la implantaciĂłn de sensores en la mayorĂ­a de los productos llevarĂĄ a un contexto en el que las leyes del mercado se convertirĂĄn en las esclavas de las leyes de la Red, porque todo lo que se compra y se vende serĂĄ de algĂșn modo digital.

¿Y cuåles son esas leyes de la Red? El coste marginal cero (que es una forma elegante de decir que las empresas tendrån que resignarse a comercializar gratis o casi gratis sus productos), la abundancia en vez de la escasez de los bienes y servicios, la sencillez de unas descargas ilegales multitudinarias que morderån con mås saña todavía los precios y los beneficios y, por fin, la emergencia de una poderosa economía colaborativa (¥Apple ha muerto! ¥Larga vida a la Wikipedia!). Todo eso habrå que combinarlo con una emergencia de la robótica que volverå innecesario el trabajo de la inmensa mayoría de los humanos con la excepción, esencialmente, de los supervisores, productores y programadores de los autómatas.

En estas circunstancias, los grandes pilares del viejo sistema, desde los bancos hasta los medios de comunicación, irían implosionando poco a poco bajo el peso de la tecnología. No solo los periódicos sino también las televisiones serían derrotadas por nuevas plataformas abiertas. Las entidades financieras arderían en las llamas de lo que se ha bautizado como fintech, una jauría de perros de presa formada por datos masivos e inteligencia artificial, el software revolucionario de Bitcoin adaptado a los pagos electrónicos en dólares o euros, la nueva oportunidad de que los particulares y las empresas se presten masivamente entre sí y la condena a la irrelevancia de las sucursales físicas y los puestos de trabajo de sus empleados.

El paraĂ­so

Eso no quiere decir que, al otro lado de este mundo en transformaciĂłn y temeroso, no nos aguarde un destino esperanzador. Muchos intelectuales que predicen la muerte del capitalismo, esos monjes que portan el ataĂșd, no solo saben cĂłmo enviarlo al infierno, sino que tambiĂ©n conocen el camino de la poblaciĂłn al reino de los cielos.

Entre ellos, Paul Mason afirma que depende totalmente de nosotros sentar las bases de un nuevo sistema en el que el Estado se harĂĄ cargo de garantizar unos generosos ingresos a todos, en el que los robots, cada vez mĂĄs inteligentes, trabajarĂĄn por nosotros y en el que los seres humanos disfrutaremos de la libertad de dedicarnos a saciar nuestros intereses en una atmĂłsfera marcada por la economĂ­a colaborativa, la abundancia y una distribuciĂłn justa de la riqueza.

Mientras Mason anuncia el paraĂ­so, los otros hombres y monjes del ataĂșd que lo acompañan y nos exigĂ­an silencio tropiezan en mitad de la oscuridad con una piedra (saben lo que ocurrirĂĄ en diez años, pero no, por lo visto, en diez metros). El fĂ©retro cae al suelo y la tapa se agrieta abriĂ©ndose como una sandĂ­a reventada. En el interior, se oyen de nuevo los arañazos, las patadas, los gritos y, ahora, la risa.

El capitalismo habla por primera vez: «Nadie puede predecir el futuro o mi muerte, ni siquiera yo. Los robots e internet son mis siervos y solo alumbrarĂĄn un capitalismo mĂĄs fuerte, mĂĄs flexible y mĂĄs resistente que cautivarĂĄ con sus emprendedores la imaginaciĂłn de todos y los convencerĂĄ de que pueden aspirar a la felicidad y la riqueza. La poblaciĂłn volverĂĄ a prosperar, los hijos vivirĂĄn mejor que los padres y los padres se adaptarĂĄn a la inestabilidad
 mientras la pobreza seguirĂĄ reduciĂ©ndose en China, India o Vietnam. La clase media recuperarĂĄ la fe en mĂ­, y sus nuevas comodidades y su temor al cambio la convertirĂĄn de nuevo en mi mejor aliada y en vuestra peor enemiga. Yo no me suicidarĂ© y vosotros no podĂ©is matarme. SerĂ© yo quien os entierre vivos». Mientras lo dice, se adivina una herida de cuchillo en su pecho.

Foto: Alf Ribeiro / Shutterstock.com

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Opiniones 6
  • Llevan diciendo eso desde la Guerra Fria… Seguramente sĂ­ el capitalismo se muere, por eso los chinos y los cubanos le han estado entrando actualmente mĂĄs al mismo. Singapur y Suiza estan que se mueren!

    • EstĂĄs cosas no pasan de un dĂ­a para otro. El Imperio Romano tardĂł dos o tres siglos en morir. La Edad Media otro tanto. Ten paciencia, porque el capitalismo apenas lleva unas dĂ©cadas moribundo.

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