18 de abril 2015    /   IDEAS
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El MirĂ³n: Cocinar sin mirar

18 de abril 2015    /   IDEAS     por          
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El restaurante que ha montado un mexicano llamado Chucho (JesĂºs) LĂ³pez en La Santa MarĂ­a de la Ribera, una delegaciĂ³n obrera al norte de la capital del paĂ­s, se puede entender de dos maneras: 1) como un proyecto culinario de calidad, alternativo e incluyente; 2) como el colmo de los colmos.
Chucho es ciego y es el cocinero. El maestro de cocina que le acompaña, NoĂ© Zaldivar, ve lo mismo que Ă©l. Ana LeĂ³n es la camarera y en uno de sus ojos tiene «un 40% de visiĂ³n». En el otro, nada. A su mesĂ³n lo han llamado El MirĂ³n, y lo han colocado en la calle Salvador DĂ­az MirĂ³n, junto a la parada de Buenavista. «La esquina donde estamos es perfecta», dice Chucho con seguridad señalando al exterior del negocio.
El jefe tiene delante dos platos llenos de frijoles crudos. Pronto empezarĂ¡n a servir las comidas y el producto debe estar seleccionado a la perfecciĂ³n. «Los saco de este recipiente y los buenos los meto en este otro. Los malos los dejo fuera. El truco es acariciarlos suavemente para notar si son buenos o no. Si aprietas fuerte, no puedes saberlo», explica como si palpar una a una las miles de bolitas negras buscando imperfecciones no requiriese de ninguna paciencia.
Hace dos años y medio que supo que tendrĂ­a que cambiar de profesiĂ³n. Antes de que la diabetes le hiciera invidente, era chĂ³fer de funcionarios. DespuĂ©s llegĂ³ la oscuridad. Le costĂ³ digerir el disgusto y empezar a asistir al ComitĂ© Internacional Pro Ciegos, o «la escuela», como Ă©l dice. «ProbĂ© con todo, pero no podĂ­a con muchas cosas, ni con el braille. Pero un dĂ­a entrĂ© a clases de panaderĂ­a y me gustĂ³. A partir de ahĂ­ supe que la cocina podĂ­a ser mi rumbo».
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Hoy el menĂº en El MirĂ³n serĂ¡n lentejas con longaniza y plĂ¡tano macho. TambiĂ©n se podrĂ¡ elegir arroz con azafrĂ¡n, pastel de pollo o costillitas a la barbacoa. De postre hay gelatina, y para beber agua de Jamaica. Es difĂ­cil creer que una cebolla se pueda picar en trozos tan diminutos y en apenas unos segundos sin poder ver siquiera la cebolla. AsĂ­ lo hace NoĂ©, que ya era cocinero antes de que hace cuatro años se desprendieran sus retinas tambiĂ©n a causa de la diabetes. «Yo esto lo sabĂ­a hacer antes de no ver», le quita hierro a la proeza de su corte al tacto.
Si sus excompañeros en el restaurante Rafaelo hubieran visto la destreza con la que enciende los fogones, mide las cantidades, desmenuza el pollo y remueve lo que echa en la olla quizĂ¡s no hubieran pensado que ya no valĂ­a para el trabajo el dĂ­a que se presentĂ³ en aquella cocina a tientas. «Yo lo dejĂ©, pero es cierto que allĂ­ ya nadie se fiaba de mĂ­. No se confĂ­a en un ciego cerca del fuego».
Cuando por fin recuperĂ³ el Ă¡nimo y decidiĂ³ ir al ComitĂ© a buscar apoyo se opuso a su madre y le dijo que no irĂ­a en taxi el primer dĂ­a hasta la instituciĂ³n, «que no siempre iba a haber para taxi y que tenĂ­an que adaptarse a la nueva situaciĂ³n». Fue en autobĂºs. Comenzaba asĂ­ un trayecto de esfuerzos que acabĂ³ haciendo parada como personal de cocina, bar tender y sumiller en el Cordon Bleu de MĂ©xico y un puesto de profesor de cocina en el ComitĂ©.
«Chucho era mi alumno», cuenta sobre los inicios de este nuevo proyecto que arrancĂ³ a principio de año. «Entablamos buena amistad y un dĂ­a me dijo: “¿Sabes? Hay que montar un restaurante”. Me dijo que iba a ser algo con un concepto diferente, nuevo, y que contaba conmigo en la cocina. Yo le contestĂ© que adelante, que Ă©l ya habĂ­a probado lo que yo sĂ© hacer».
El equipo del MirĂ³n no quiere ser un restaurante donde su invidencia sea el motivo para asistir. EstĂ¡n muy seguros de su calidad culinaria. NoĂ© la denomina «comida casera con toques gourmet». Entre otras cosas de andar por casa, estos chefs aterrizados en barrio de tacos hablan de «patas de salmĂ³n flameadas con vodka, pechugas empanizadas en salsa de pimiento y purĂ©s de remolacha acompañados de medallones de pescado».
«Se hace con el resto de los sentidos, no es tan necesario ver», responde al ‘cĂ³mo’ el cocinero. «Con el oĂ­do puedo saber si algo estĂ¡ hirviendo, o quĂ© cantidad de lĂ­quido he servido en una copa. Mis manos son mis ojos. Y para las cosas que no puedo tocar me tengo que fiar del olfato, por ejemplo, para ver si el salmĂ³n estĂ¡ en su punto en la sartĂ©n. Y por supuesto, el gusto. Es necesario que pruebe cada una de las cosas que vamos haciendo para comprobar que ha salido como querĂ­amos».
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Mitchi LĂ³pez es la cuarta trabajadora del restaurante y «los ojos de este lugar». Aunque nunca antes habĂ­a trabajado en hostelerĂ­a decidiĂ³ que el cambio de tercio del exchĂ³fer, su padre, eran un buen aliento para intentarlo. «La necesitamos para que se asegure de que todo estĂ¡ saliendo de 10. Digamos que hace de todo un poco y tiene la tarea de supervisiĂ³n», dice el jefe sin dejar claro si con ese tĂ©rmino se refiere a la tarea de vigilar, o al superpoder que tiene respecto al grupo.
Desde su experiencia vidente, Mitchi ha observado como «cuando la gente viene aquĂ­, algunos tratan de asomarse hasta la cocina para comprobar que realmente lo que estĂ¡n comiendo lo estĂ¡ cocinando una persona ciega». «Yo he notado que aquĂ­ se crea un ambiente entrañable y especial con los comensales. La mayorĂ­a son jĂ³venes y se van maravillados».
TambiĂ©n les ha tocado vivir la experiencia de unos clientes que «se pusieron groseros» porque su comida tardĂ³ en salir. «Pero es que el que viene aquĂ­ ha de saber que este no es un restaurante comĂºn, sino un restaurante que conlleva vivir una experiencia. Se lleva a cabo dentro de un concepto que hay que saber entender», defiende Mitchi. «El que quiera comida rĂ¡pida mejor que busque un McDonalds».
Ana termina de ordenar la caja del dinero y se pone a cortar mangos. Tiene 24 años y empezĂ³ a perder la vista a los 16. En un momento dado, deja los mangos porque Chucho le pide, literalmente, que «le preste sus ojos un segundo». «Entre los cuatro nos ayudamos para que todo salga. Y el ambiente entre nosotros es muy bonito», dice la veinteañera mientras rellena la jarra de agua del dĂ­a atinando a la perfecciĂ³n con su 40% de vista izquierda.
Una vez al mes, copiando un modelo que sabĂ­an que existĂ­a en Europa, El MirĂ³n organiza sus Comidas a Ciegas. Un evento con cita previa en el que el restaurante se vuelve opaco a la claridad, la clientela cruza la puerta con antifaces oscuros y el menĂº no se revela hasta dar por concluido el almuerzo. «La intenciĂ³n es que los comensales puedan experimentar la comida y el servicio a travĂ©s de sentidos que no sean la vista», explican. En esas ocasiones Mitchi pierde funcionalidad y Chucho se queda en la barra escuchando que todo estĂ¡ saliendo bien. «He agudizo tanto el oĂ­do que a mi esposa le digo que para hablar de mĂ­ con sus amigas se vaya a una habitaciĂ³n cerrada lejos. Al menos si no quiere que me entere», da fe Chucho de una nueva ultracapacidad.
«¡Y estas son las gafas de los domingos!», termina de dejar claro que eso de no tener vista no es un asunto que deba tomarse tan en serio. Se ha colocado unos anteojos con unos ojos azules pintados en los cristales para la foto y enseña otro modelo que a veces tambiĂ©n luce, «el de entre semana». Entre las variedades que se pueden elegir en el menĂº hay un plato llamado «Con poca luz», una botana de «Te veo y no lo creo» y tambiĂ©n vasos de «Si te vi no me acuerdo».
«Estamos trabajando para sacar esto adelante», comenta. «Esto ya estĂ¡ empezando a volar». Mitchi y Ana encantadas con su nuevo oficio, a NoĂ© ya no le importa haber dejado atrĂ¡s su formaciĂ³n en diseño grĂ¡fico y Chucho se ha dado cuenta de que existĂ­a la satisfacciĂ³n laboral mĂ¡s allĂ¡ del volante. «Todas las personas se adaptan a todo», asegura NoĂ© mientras tritura a velocidad vertiginosa un diminuto diente de ajo invisible, «a todo, excepto a no comer». Y sigue dando vueltas en la olla a esa Ăºnica cosa indispensable para cualquiera.
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El restaurante que ha montado un mexicano llamado Chucho (JesĂºs) LĂ³pez en La Santa MarĂ­a de la Ribera, una delegaciĂ³n obrera al norte de la capital del paĂ­s, se puede entender de dos maneras: 1) como un proyecto culinario de calidad, alternativo e incluyente; 2) como el colmo de los colmos.
Chucho es ciego y es el cocinero. El maestro de cocina que le acompaña, NoĂ© Zaldivar, ve lo mismo que Ă©l. Ana LeĂ³n es la camarera y en uno de sus ojos tiene «un 40% de visiĂ³n». En el otro, nada. A su mesĂ³n lo han llamado El MirĂ³n, y lo han colocado en la calle Salvador DĂ­az MirĂ³n, junto a la parada de Buenavista. «La esquina donde estamos es perfecta», dice Chucho con seguridad señalando al exterior del negocio.
El jefe tiene delante dos platos llenos de frijoles crudos. Pronto empezarĂ¡n a servir las comidas y el producto debe estar seleccionado a la perfecciĂ³n. «Los saco de este recipiente y los buenos los meto en este otro. Los malos los dejo fuera. El truco es acariciarlos suavemente para notar si son buenos o no. Si aprietas fuerte, no puedes saberlo», explica como si palpar una a una las miles de bolitas negras buscando imperfecciones no requiriese de ninguna paciencia.
Hace dos años y medio que supo que tendrĂ­a que cambiar de profesiĂ³n. Antes de que la diabetes le hiciera invidente, era chĂ³fer de funcionarios. DespuĂ©s llegĂ³ la oscuridad. Le costĂ³ digerir el disgusto y empezar a asistir al ComitĂ© Internacional Pro Ciegos, o «la escuela», como Ă©l dice. «ProbĂ© con todo, pero no podĂ­a con muchas cosas, ni con el braille. Pero un dĂ­a entrĂ© a clases de panaderĂ­a y me gustĂ³. A partir de ahĂ­ supe que la cocina podĂ­a ser mi rumbo».
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Hoy el menĂº en El MirĂ³n serĂ¡n lentejas con longaniza y plĂ¡tano macho. TambiĂ©n se podrĂ¡ elegir arroz con azafrĂ¡n, pastel de pollo o costillitas a la barbacoa. De postre hay gelatina, y para beber agua de Jamaica. Es difĂ­cil creer que una cebolla se pueda picar en trozos tan diminutos y en apenas unos segundos sin poder ver siquiera la cebolla. AsĂ­ lo hace NoĂ©, que ya era cocinero antes de que hace cuatro años se desprendieran sus retinas tambiĂ©n a causa de la diabetes. «Yo esto lo sabĂ­a hacer antes de no ver», le quita hierro a la proeza de su corte al tacto.
Si sus excompañeros en el restaurante Rafaelo hubieran visto la destreza con la que enciende los fogones, mide las cantidades, desmenuza el pollo y remueve lo que echa en la olla quizĂ¡s no hubieran pensado que ya no valĂ­a para el trabajo el dĂ­a que se presentĂ³ en aquella cocina a tientas. «Yo lo dejĂ©, pero es cierto que allĂ­ ya nadie se fiaba de mĂ­. No se confĂ­a en un ciego cerca del fuego».
Cuando por fin recuperĂ³ el Ă¡nimo y decidiĂ³ ir al ComitĂ© a buscar apoyo se opuso a su madre y le dijo que no irĂ­a en taxi el primer dĂ­a hasta la instituciĂ³n, «que no siempre iba a haber para taxi y que tenĂ­an que adaptarse a la nueva situaciĂ³n». Fue en autobĂºs. Comenzaba asĂ­ un trayecto de esfuerzos que acabĂ³ haciendo parada como personal de cocina, bar tender y sumiller en el Cordon Bleu de MĂ©xico y un puesto de profesor de cocina en el ComitĂ©.
«Chucho era mi alumno», cuenta sobre los inicios de este nuevo proyecto que arrancĂ³ a principio de año. «Entablamos buena amistad y un dĂ­a me dijo: “¿Sabes? Hay que montar un restaurante”. Me dijo que iba a ser algo con un concepto diferente, nuevo, y que contaba conmigo en la cocina. Yo le contestĂ© que adelante, que Ă©l ya habĂ­a probado lo que yo sĂ© hacer».
El equipo del MirĂ³n no quiere ser un restaurante donde su invidencia sea el motivo para asistir. EstĂ¡n muy seguros de su calidad culinaria. NoĂ© la denomina «comida casera con toques gourmet». Entre otras cosas de andar por casa, estos chefs aterrizados en barrio de tacos hablan de «patas de salmĂ³n flameadas con vodka, pechugas empanizadas en salsa de pimiento y purĂ©s de remolacha acompañados de medallones de pescado».
«Se hace con el resto de los sentidos, no es tan necesario ver», responde al ‘cĂ³mo’ el cocinero. «Con el oĂ­do puedo saber si algo estĂ¡ hirviendo, o quĂ© cantidad de lĂ­quido he servido en una copa. Mis manos son mis ojos. Y para las cosas que no puedo tocar me tengo que fiar del olfato, por ejemplo, para ver si el salmĂ³n estĂ¡ en su punto en la sartĂ©n. Y por supuesto, el gusto. Es necesario que pruebe cada una de las cosas que vamos haciendo para comprobar que ha salido como querĂ­amos».
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Mitchi LĂ³pez es la cuarta trabajadora del restaurante y «los ojos de este lugar». Aunque nunca antes habĂ­a trabajado en hostelerĂ­a decidiĂ³ que el cambio de tercio del exchĂ³fer, su padre, eran un buen aliento para intentarlo. «La necesitamos para que se asegure de que todo estĂ¡ saliendo de 10. Digamos que hace de todo un poco y tiene la tarea de supervisiĂ³n», dice el jefe sin dejar claro si con ese tĂ©rmino se refiere a la tarea de vigilar, o al superpoder que tiene respecto al grupo.
Desde su experiencia vidente, Mitchi ha observado como «cuando la gente viene aquĂ­, algunos tratan de asomarse hasta la cocina para comprobar que realmente lo que estĂ¡n comiendo lo estĂ¡ cocinando una persona ciega». «Yo he notado que aquĂ­ se crea un ambiente entrañable y especial con los comensales. La mayorĂ­a son jĂ³venes y se van maravillados».
TambiĂ©n les ha tocado vivir la experiencia de unos clientes que «se pusieron groseros» porque su comida tardĂ³ en salir. «Pero es que el que viene aquĂ­ ha de saber que este no es un restaurante comĂºn, sino un restaurante que conlleva vivir una experiencia. Se lleva a cabo dentro de un concepto que hay que saber entender», defiende Mitchi. «El que quiera comida rĂ¡pida mejor que busque un McDonalds».
Ana termina de ordenar la caja del dinero y se pone a cortar mangos. Tiene 24 años y empezĂ³ a perder la vista a los 16. En un momento dado, deja los mangos porque Chucho le pide, literalmente, que «le preste sus ojos un segundo». «Entre los cuatro nos ayudamos para que todo salga. Y el ambiente entre nosotros es muy bonito», dice la veinteañera mientras rellena la jarra de agua del dĂ­a atinando a la perfecciĂ³n con su 40% de vista izquierda.
Una vez al mes, copiando un modelo que sabĂ­an que existĂ­a en Europa, El MirĂ³n organiza sus Comidas a Ciegas. Un evento con cita previa en el que el restaurante se vuelve opaco a la claridad, la clientela cruza la puerta con antifaces oscuros y el menĂº no se revela hasta dar por concluido el almuerzo. «La intenciĂ³n es que los comensales puedan experimentar la comida y el servicio a travĂ©s de sentidos que no sean la vista», explican. En esas ocasiones Mitchi pierde funcionalidad y Chucho se queda en la barra escuchando que todo estĂ¡ saliendo bien. «He agudizo tanto el oĂ­do que a mi esposa le digo que para hablar de mĂ­ con sus amigas se vaya a una habitaciĂ³n cerrada lejos. Al menos si no quiere que me entere», da fe Chucho de una nueva ultracapacidad.
«¡Y estas son las gafas de los domingos!», termina de dejar claro que eso de no tener vista no es un asunto que deba tomarse tan en serio. Se ha colocado unos anteojos con unos ojos azules pintados en los cristales para la foto y enseña otro modelo que a veces tambiĂ©n luce, «el de entre semana». Entre las variedades que se pueden elegir en el menĂº hay un plato llamado «Con poca luz», una botana de «Te veo y no lo creo» y tambiĂ©n vasos de «Si te vi no me acuerdo».
«Estamos trabajando para sacar esto adelante», comenta. «Esto ya estĂ¡ empezando a volar». Mitchi y Ana encantadas con su nuevo oficio, a NoĂ© ya no le importa haber dejado atrĂ¡s su formaciĂ³n en diseño grĂ¡fico y Chucho se ha dado cuenta de que existĂ­a la satisfacciĂ³n laboral mĂ¡s allĂ¡ del volante. «Todas las personas se adaptan a todo», asegura NoĂ© mientras tritura a velocidad vertiginosa un diminuto diente de ajo invisible, «a todo, excepto a no comer». Y sigue dando vueltas en la olla a esa Ăºnica cosa indispensable para cualquiera.
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