2 de noviembre 2022    /   BUSINESS
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¿Y si al combatir la piraterĂ­a se hiriĂ³ de muerte a la cultura?

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fin de la piraterĂ­a

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Hay estampas generacionales que se cuentan de mayores a jĂ³venes para su asombro e hilaridad. Como cuando haber rebobinado un casete con un boli Bic se convierte en un rasgo distintivo de una tribu arcana: si lo has hecho eres de los nuestros, un nĂ¡ufrago del antes en el marasmo digital.

Aquellos eran tiempos de despegue y generalizaciĂ³n de la cultura a escala familiar: todo el mundo iba al cine, veĂ­a la televisiĂ³n, compraba mĂºsica y alquilaba pelĂ­culas. Era posible porque en esas dĂ©cadas se consiguiĂ³ atar lo intangible de la cultura a una industria productiva. Y se hizo en gran medida gracias a la generalizaciĂ³n de dispositivos fĂ­sicos que ayudaron a domesticar su consumo, entendiendo domesticar como llevar a casa. 

Ese proceso, que multiplicĂ³ la explotaciĂ³n econĂ³mica del sector, trajo consigo la apariciĂ³n de un enemigo que casi termina con Ă©l, la piraterĂ­a. Y, como sucede con los tratamientos agresivos ante enfermedades mortales, para acabar con ella se dio una vuelta de tuerca al negocio que puede acabar por ahogarlo.

Esta es la historia del paso de los soportes fijos a la era digital, y de cĂ³mo el acceso al contenido amenaza el futuro de la cultura de masas tal y como se conoce. Y como toda historia, empieza con un hito, en este caso uno repetido a travĂ©s de los siglos. El desarrollo de la transmisiĂ³n cultural siempre ha pasado por su fijaciĂ³n en soportes, y tambiĂ©n ha sido asĂ­ en este caso.

Las primeras pinturas en cuevas, las primeras tablillas con mensajes grabados, la primera imprenta para reproducir de forma masiva contenido y, en Ăºltimo tĂ©rmino, la posibilidad de transmitirlo a grandes distancias de forma inalĂ¡mbrica han ido marcando la evoluciĂ³n de la cultura. TambiĂ©n el bum del consumo cultural domĂ©stico vino primero con su paso a travĂ©s de dispositivos —radios, televisiones— y despuĂ©s con su fijaciĂ³n a soportes. El Guttenberg del negocio cultural fue Edison, y su imprenta se llamĂ³ fonĂ³grafo.

En esta parte de la historia no hay tablillas ni papeles, sino vinilos, casetes, VHS, CD y DVD. Cambiaron las calidades y el consumo se hizo portĂ¡til. Las grandes cadenas o minicadenas fueron dejando paso a walkmans y discmans. Los dispositivos se universalizaban y el negocio se disparaba. Eran los años dorados. La cultura pasĂ³ a ser un producto de consumo.

Pero, como en todo negocio, pronto aparecerĂ­a como mayor preocupaciĂ³n la muy floreciente industria de la piraterĂ­a, que se vio aupada precisamente por esa fijaciĂ³n de la cultura en soportes fĂ­sicos. De hecho, fue parte del incentivo de ese proceso: la venta de cintas y casetes vĂ­rgenes que servĂ­an para duplicar ese contenido.

Se introducĂ­an protecciones anticopia, a veces burdas (las pestañas en los casetes), a veces mĂ¡s elaboradas (dispositivos que solo reproducĂ­an contenido original). Cierto es que con cada copia se iba perdiendo calidad, y que la idea era la llamada copia privada y no su distribuciĂ³n. 

Es posible que la industria descontara ese riesgo de su enorme ganancia porque, total, quĂ© daño puede hacer que grabes canciones y las compartas con tu entorno inmediato. Para limitar daños, las radiofĂ³rmulas reproducĂ­an las canciones incompletas, con el locutor comentando el inicio y cortando la melodĂ­a antes del final. Quien quisiera disfrutar de la pieza completa y con calidad deberĂ­a comprar el original fĂ­sico.

Los formatos evolucionaban, pero la bonanza seguĂ­a. En 1999 se tocĂ³ un pico de ganancias en el sector gracias a la venta de mĂºsica en formato fĂ­sico —el 88% de la cual correspondĂ­a a los CD—. Pero todo empezĂ³ a cambiar conforme internet se hizo un hueco en los hogares: durante los 15 años siguientes la cifra cayĂ³ sin parar.

LA CULTURA TANGIBLE

«Internet cambiĂ³ las cosas» es una frase que podrĂ­a encabezar el relato de cualquier sector. En el caso del consumo de productos culturales —porque la cultura ya era un producto de mercado— se concretĂ³ en que ya no estabas limitado a compartir —y que te compartieran— contenido de forma local y controlada. Ahora podĂ­as conectarte y ofrecer tu repertorio como forma de acceso a infinitos repertorios conectados. La era del P2P habĂ­a empezado.

Bastaba con digitalizar lo que era fĂ­sico: pasar el contenido de ese CD o DVD a mp3 o mp4 y compartirlo. Igual que los casetes habĂ­an mejorado a los vinilos en portabilidad, los formatos de compresiĂ³n habĂ­an hecho posible ofrecer contenido con buena calidad y a un peso razonable para las endebles conexiones del momento.

[pullquote]Las especies anteriores fueron extinguiĂ©ndose, al paso que llegaban otras nuevas. Pronto empezaron a escasear los videoclubs y la compra de Ă¡lbumes musicales. En su lugar se hablaba de eDonkey y de Napster[/pullquote]

Posiblemente en lo que mĂ¡s ha cambiado internet las cosas es en la aceleraciĂ³n de los acontecimientos. Sectores enteros que durante siglos habĂ­an ido evolucionando cambian ahora por completo en apenas unos años, para volver a hacerlo poco despuĂ©s. El caso de la cultura no es una excepciĂ³n.

En poco tiempo, esa capacidad de acceso y descarga de los usuarios modificĂ³ por completo el tejido del sector. Las especies anteriores fueron extinguiĂ©ndose, al paso que llegaban otras nuevas. Pronto empezaron a escasear los videoclubs y la compra de Ă¡lbumes musicales. En su lugar se hablaba de eDonkey y de Napster. 

Terminaba el milenio y en apenas un par de años se pasĂ³ de la apariciĂ³n y auge de la tecnologĂ­a para compartir archivos a una demanda multitudinaria que les puso en la diana. Al cierre de esos primeros sistemas les seguirĂ­a la apariciĂ³n de otros (Audiogalaxy, Soulseek…) menos populares pero igualmente problemĂ¡ticos para el sector. Napster acabarĂ­a desapareciendo como actor, pero su impacto fue tan grande que aĂºn hoy su marca tiene valor como para que haya sido comprada por una empresa vinculada a la IA.

El cierre sucesivo de plataformas no fue la soluciĂ³n. A la mĂºsica o las pelĂ­culas le siguieron otras expresiones del ocio y el espectĂ¡culo como, por ejemplo, el pirateo de retransmisiones deportivas. En el fragor de la batalla judicial se sucedĂ­an los servicios y plataformas que abrĂ­an y cerraban en poco tiempo.

No todos los usuarios tenĂ­an conocimientos como para enfrentarse a un entorno tĂ©cnico tan cambiante. Y no siempre era fĂ¡cil encontrar lo que se buscaba: dĂ­as de descarga podĂ­an terminar con un producto de mala calidad, con doblaje indeseado o, directamente, con contenido pornogrĂ¡fico escondido bajo la apariencia de lo que realmente se buscaba.

El advenimiento de Spotify en 2008 señalĂ³ cuĂ¡l podĂ­a ser el camino de salvaciĂ³n frente a la piraterĂ­a: ofrecer a los usuarios eso mismo que tenĂ­an con las descargas —acceso ilimitado a contenido—, pero garantizando su calidad y facilidad de acceso. El problema era cĂ³mo cerrar el arco con una clave de bĂ³veda que unificara ambas partes: el precio.

No es un detalle menor que Sean Parker, uno de los fundadores de Napster, se convirtiera en uno de los primeros grandes inversores de Spotify. De hecho, ha estado durante años entre sus directivos, hasta que recientemente ha dejado el cargo. El videoclub habría muerto, pero su espíritu se reencarnaba en este nuevo mundo: el futuro pasaba por pagar membresías y no por productos.

DE LA DESCARGA AL STREAMING

En pocos años la fĂ³rmula se extendiĂ³ a otros entornos. El sector entendiĂ³ que si era capaz de ofrecer todo eso a un precio competitivo, el usuario estaba dispuesto a pagarlo y abandonar la piraterĂ­a y sus problemas derivados. AsĂ­ llegaron los servicios de suscripciĂ³n a la mĂºsica, los documentales, las series y el cine, y hasta las retransmisiones deportivas. 

Tomando Spotify y Netflix como ejemplos destacados en los dos Ă¡mbitos mĂ¡s golpeados por la piraterĂ­a —mĂºsica, series y cine—, bastarĂ­a ver su evoluciĂ³n en suscriptores para considerar que el modelo sĂ­ encaja con las demandas de los usuarios. 

El problema de estos datos no solo estĂ¡ en el estancamiento de los Ăºltimos trimestres —algo natural cuando un sector madura y entran nuevos actores—, sino en que ese crecimiento no implica de forma directa que se haya solventado el problema. Un estudio de 2015 encargado por la ComisiĂ³n Europea confirmaba que Spotify sĂ­ habĂ­a contribuido a reducir la piraterĂ­a, y otro de la Oficina de la Propiedad Intelectual britĂ¡nica refrendaba un año despuĂ©s que el uso de P2P se habĂ­a derrumbado gracias, tambiĂ©n, al crecimiento de Netflix.

Pero muchas veces los conflictos resueltos generan otros nuevos. Igual que a la Segunda Guerra Mundial le sucediĂ³ una Guerra FrĂ­a que no ha terminado de apagarse, en el sector cultural la caĂ­da de la piraterĂ­a no ha implicado el regreso de los años boyantes de antes de internet.

Basta ver las cifras de Spotify mĂ¡s allĂ¡ de las suscripciones: la compañía nunca ha llegado a generar ingresos suficientes como para hacer rentable el modelo, y eso se traduce en que tampoco es rentable para el sector. En 2021, a pesar de que se multiplicaron sus ingresos, se dispararon sus pĂ©rdidas. 

Una vez mĂ¡s, la evoluciĂ³n del consumo de cultura se habĂ­a visto condicionado por el soporte y el formato. Y una vez mĂ¡s, lo que era la salvaciĂ³n de un problema lo abocaba a otro: ¿de verdad es sostenible un mercado multimillonario solo con el pago de cuotas que los usuarios estĂ©n dispuestos a aceptar? 

La pregunta es pertinente sobre todo cuando, en medio de este cambio acelerado en el sector, todo el consumo se estĂ¡ concentrando en este tipo de plataformas o por las redes sociales. Basten dos ejemplos mĂ¡s: los datos de asistencia a salas de cine llevan años derrumbĂ¡ndose, igual que otros espectĂ¡culos en vivo a los que la pandemia terminĂ³ de hundir.

Pero no solo hay una crisis en la vertiente social de la cultura, sino tambiĂ©n un cambio de hĂ¡bito general que se aprecia en los hogares: el consumo de televisiĂ³n tradicional tocĂ³ mĂ­nimos histĂ³ricos en 2021. La piraterĂ­a, eso sĂ­, ya es casi residual en el conjunto del sector del ocio y la cultura.

La industria cultural es un ecosistema en constante evoluciĂ³n en el que las especies dominantes de un periodo acaban dejando su lugar a otras, en un proceso cada vez mĂ¡s acelerado. Ya no hay cintas, ni se rebobina, ni tampoco se descargan contenidos. Ya no se tienen discos o pelĂ­culas, sino que se accede a todo mientras se paga un mĂ³dico precio por ello. 

La plataformizaciĂ³n de la cultura, que ha servido de medicina contra la piraterĂ­a, ha llevado a que el entorno sea insostenible para muchos creadores culturales. En algunos casos logran alcance y monetizaciĂ³n a travĂ©s de entornos sociales. En otros, sencillamente, no hay forma de vivir de sus creaciones.

En medio de tanto cambio, solo un formato parece haber sobrevivido a estos envites. El libro, el mĂ¡s tradicional de todos, ha sobrevivido a lo digital y a las plataformas. Ni los eReaders, ni la autoediciĂ³n, ni la apuesta por los audiolibros desde las plataformas. Ni siquiera la pandemia le ha supuesto una crisis comparable a lo vivido en otros Ă¡mbitos. Cae el nĂºmero de lectores, pero al menos el formato sigue resistiendo. 

Por lo visto en esta evoluciĂ³n de las especies culturales, no siempre sobreviven quienes mejor saben adaptarse: a veces mantenerse quieto basta para seguir con vida.

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Aquellos eran tiempos de despegue y generalizaciĂ³n de la cultura a escala familiar: todo el mundo iba al cine, veĂ­a la televisiĂ³n, compraba mĂºsica y alquilaba pelĂ­culas. Era posible porque en esas dĂ©cadas se consiguiĂ³ atar lo intangible de la cultura a una industria productiva. Y se hizo en gran medida gracias a la generalizaciĂ³n de dispositivos fĂ­sicos que ayudaron a domesticar su consumo, entendiendo domesticar como llevar a casa. 

Ese proceso, que multiplicĂ³ la explotaciĂ³n econĂ³mica del sector, trajo consigo la apariciĂ³n de un enemigo que casi termina con Ă©l, la piraterĂ­a. Y, como sucede con los tratamientos agresivos ante enfermedades mortales, para acabar con ella se dio una vuelta de tuerca al negocio que puede acabar por ahogarlo.

Esta es la historia del paso de los soportes fijos a la era digital, y de cĂ³mo el acceso al contenido amenaza el futuro de la cultura de masas tal y como se conoce. Y como toda historia, empieza con un hito, en este caso uno repetido a travĂ©s de los siglos. El desarrollo de la transmisiĂ³n cultural siempre ha pasado por su fijaciĂ³n en soportes, y tambiĂ©n ha sido asĂ­ en este caso.

Las primeras pinturas en cuevas, las primeras tablillas con mensajes grabados, la primera imprenta para reproducir de forma masiva contenido y, en Ăºltimo tĂ©rmino, la posibilidad de transmitirlo a grandes distancias de forma inalĂ¡mbrica han ido marcando la evoluciĂ³n de la cultura. TambiĂ©n el bum del consumo cultural domĂ©stico vino primero con su paso a travĂ©s de dispositivos —radios, televisiones— y despuĂ©s con su fijaciĂ³n a soportes. El Guttenberg del negocio cultural fue Edison, y su imprenta se llamĂ³ fonĂ³grafo.

En esta parte de la historia no hay tablillas ni papeles, sino vinilos, casetes, VHS, CD y DVD. Cambiaron las calidades y el consumo se hizo portĂ¡til. Las grandes cadenas o minicadenas fueron dejando paso a walkmans y discmans. Los dispositivos se universalizaban y el negocio se disparaba. Eran los años dorados. La cultura pasĂ³ a ser un producto de consumo.

Pero, como en todo negocio, pronto aparecerĂ­a como mayor preocupaciĂ³n la muy floreciente industria de la piraterĂ­a, que se vio aupada precisamente por esa fijaciĂ³n de la cultura en soportes fĂ­sicos. De hecho, fue parte del incentivo de ese proceso: la venta de cintas y casetes vĂ­rgenes que servĂ­an para duplicar ese contenido.

Se introducĂ­an protecciones anticopia, a veces burdas (las pestañas en los casetes), a veces mĂ¡s elaboradas (dispositivos que solo reproducĂ­an contenido original). Cierto es que con cada copia se iba perdiendo calidad, y que la idea era la llamada copia privada y no su distribuciĂ³n. 

Es posible que la industria descontara ese riesgo de su enorme ganancia porque, total, quĂ© daño puede hacer que grabes canciones y las compartas con tu entorno inmediato. Para limitar daños, las radiofĂ³rmulas reproducĂ­an las canciones incompletas, con el locutor comentando el inicio y cortando la melodĂ­a antes del final. Quien quisiera disfrutar de la pieza completa y con calidad deberĂ­a comprar el original fĂ­sico.

Los formatos evolucionaban, pero la bonanza seguĂ­a. En 1999 se tocĂ³ un pico de ganancias en el sector gracias a la venta de mĂºsica en formato fĂ­sico —el 88% de la cual correspondĂ­a a los CD—. Pero todo empezĂ³ a cambiar conforme internet se hizo un hueco en los hogares: durante los 15 años siguientes la cifra cayĂ³ sin parar.

LA CULTURA TANGIBLE

«Internet cambiĂ³ las cosas» es una frase que podrĂ­a encabezar el relato de cualquier sector. En el caso del consumo de productos culturales —porque la cultura ya era un producto de mercado— se concretĂ³ en que ya no estabas limitado a compartir —y que te compartieran— contenido de forma local y controlada. Ahora podĂ­as conectarte y ofrecer tu repertorio como forma de acceso a infinitos repertorios conectados. La era del P2P habĂ­a empezado.

Bastaba con digitalizar lo que era fĂ­sico: pasar el contenido de ese CD o DVD a mp3 o mp4 y compartirlo. Igual que los casetes habĂ­an mejorado a los vinilos en portabilidad, los formatos de compresiĂ³n habĂ­an hecho posible ofrecer contenido con buena calidad y a un peso razonable para las endebles conexiones del momento.

[pullquote]Las especies anteriores fueron extinguiĂ©ndose, al paso que llegaban otras nuevas. Pronto empezaron a escasear los videoclubs y la compra de Ă¡lbumes musicales. En su lugar se hablaba de eDonkey y de Napster[/pullquote]

Posiblemente en lo que mĂ¡s ha cambiado internet las cosas es en la aceleraciĂ³n de los acontecimientos. Sectores enteros que durante siglos habĂ­an ido evolucionando cambian ahora por completo en apenas unos años, para volver a hacerlo poco despuĂ©s. El caso de la cultura no es una excepciĂ³n.

En poco tiempo, esa capacidad de acceso y descarga de los usuarios modificĂ³ por completo el tejido del sector. Las especies anteriores fueron extinguiĂ©ndose, al paso que llegaban otras nuevas. Pronto empezaron a escasear los videoclubs y la compra de Ă¡lbumes musicales. En su lugar se hablaba de eDonkey y de Napster. 

Terminaba el milenio y en apenas un par de años se pasĂ³ de la apariciĂ³n y auge de la tecnologĂ­a para compartir archivos a una demanda multitudinaria que les puso en la diana. Al cierre de esos primeros sistemas les seguirĂ­a la apariciĂ³n de otros (Audiogalaxy, Soulseek…) menos populares pero igualmente problemĂ¡ticos para el sector. Napster acabarĂ­a desapareciendo como actor, pero su impacto fue tan grande que aĂºn hoy su marca tiene valor como para que haya sido comprada por una empresa vinculada a la IA.

El cierre sucesivo de plataformas no fue la soluciĂ³n. A la mĂºsica o las pelĂ­culas le siguieron otras expresiones del ocio y el espectĂ¡culo como, por ejemplo, el pirateo de retransmisiones deportivas. En el fragor de la batalla judicial se sucedĂ­an los servicios y plataformas que abrĂ­an y cerraban en poco tiempo.

No todos los usuarios tenĂ­an conocimientos como para enfrentarse a un entorno tĂ©cnico tan cambiante. Y no siempre era fĂ¡cil encontrar lo que se buscaba: dĂ­as de descarga podĂ­an terminar con un producto de mala calidad, con doblaje indeseado o, directamente, con contenido pornogrĂ¡fico escondido bajo la apariencia de lo que realmente se buscaba.

El advenimiento de Spotify en 2008 señalĂ³ cuĂ¡l podĂ­a ser el camino de salvaciĂ³n frente a la piraterĂ­a: ofrecer a los usuarios eso mismo que tenĂ­an con las descargas —acceso ilimitado a contenido—, pero garantizando su calidad y facilidad de acceso. El problema era cĂ³mo cerrar el arco con una clave de bĂ³veda que unificara ambas partes: el precio.

No es un detalle menor que Sean Parker, uno de los fundadores de Napster, se convirtiera en uno de los primeros grandes inversores de Spotify. De hecho, ha estado durante años entre sus directivos, hasta que recientemente ha dejado el cargo. El videoclub habría muerto, pero su espíritu se reencarnaba en este nuevo mundo: el futuro pasaba por pagar membresías y no por productos.

DE LA DESCARGA AL STREAMING

En pocos años la fĂ³rmula se extendiĂ³ a otros entornos. El sector entendiĂ³ que si era capaz de ofrecer todo eso a un precio competitivo, el usuario estaba dispuesto a pagarlo y abandonar la piraterĂ­a y sus problemas derivados. AsĂ­ llegaron los servicios de suscripciĂ³n a la mĂºsica, los documentales, las series y el cine, y hasta las retransmisiones deportivas. 

Tomando Spotify y Netflix como ejemplos destacados en los dos Ă¡mbitos mĂ¡s golpeados por la piraterĂ­a —mĂºsica, series y cine—, bastarĂ­a ver su evoluciĂ³n en suscriptores para considerar que el modelo sĂ­ encaja con las demandas de los usuarios. 

El problema de estos datos no solo estĂ¡ en el estancamiento de los Ăºltimos trimestres —algo natural cuando un sector madura y entran nuevos actores—, sino en que ese crecimiento no implica de forma directa que se haya solventado el problema. Un estudio de 2015 encargado por la ComisiĂ³n Europea confirmaba que Spotify sĂ­ habĂ­a contribuido a reducir la piraterĂ­a, y otro de la Oficina de la Propiedad Intelectual britĂ¡nica refrendaba un año despuĂ©s que el uso de P2P se habĂ­a derrumbado gracias, tambiĂ©n, al crecimiento de Netflix.

Pero muchas veces los conflictos resueltos generan otros nuevos. Igual que a la Segunda Guerra Mundial le sucediĂ³ una Guerra FrĂ­a que no ha terminado de apagarse, en el sector cultural la caĂ­da de la piraterĂ­a no ha implicado el regreso de los años boyantes de antes de internet.

Basta ver las cifras de Spotify mĂ¡s allĂ¡ de las suscripciones: la compañía nunca ha llegado a generar ingresos suficientes como para hacer rentable el modelo, y eso se traduce en que tampoco es rentable para el sector. En 2021, a pesar de que se multiplicaron sus ingresos, se dispararon sus pĂ©rdidas. 

Una vez mĂ¡s, la evoluciĂ³n del consumo de cultura se habĂ­a visto condicionado por el soporte y el formato. Y una vez mĂ¡s, lo que era la salvaciĂ³n de un problema lo abocaba a otro: ¿de verdad es sostenible un mercado multimillonario solo con el pago de cuotas que los usuarios estĂ©n dispuestos a aceptar? 

La pregunta es pertinente sobre todo cuando, en medio de este cambio acelerado en el sector, todo el consumo se estĂ¡ concentrando en este tipo de plataformas o por las redes sociales. Basten dos ejemplos mĂ¡s: los datos de asistencia a salas de cine llevan años derrumbĂ¡ndose, igual que otros espectĂ¡culos en vivo a los que la pandemia terminĂ³ de hundir.

Pero no solo hay una crisis en la vertiente social de la cultura, sino tambiĂ©n un cambio de hĂ¡bito general que se aprecia en los hogares: el consumo de televisiĂ³n tradicional tocĂ³ mĂ­nimos histĂ³ricos en 2021. La piraterĂ­a, eso sĂ­, ya es casi residual en el conjunto del sector del ocio y la cultura.

La industria cultural es un ecosistema en constante evoluciĂ³n en el que las especies dominantes de un periodo acaban dejando su lugar a otras, en un proceso cada vez mĂ¡s acelerado. Ya no hay cintas, ni se rebobina, ni tampoco se descargan contenidos. Ya no se tienen discos o pelĂ­culas, sino que se accede a todo mientras se paga un mĂ³dico precio por ello. 

La plataformizaciĂ³n de la cultura, que ha servido de medicina contra la piraterĂ­a, ha llevado a que el entorno sea insostenible para muchos creadores culturales. En algunos casos logran alcance y monetizaciĂ³n a travĂ©s de entornos sociales. En otros, sencillamente, no hay forma de vivir de sus creaciones.

En medio de tanto cambio, solo un formato parece haber sobrevivido a estos envites. El libro, el mĂ¡s tradicional de todos, ha sobrevivido a lo digital y a las plataformas. Ni los eReaders, ni la autoediciĂ³n, ni la apuesta por los audiolibros desde las plataformas. Ni siquiera la pandemia le ha supuesto una crisis comparable a lo vivido en otros Ă¡mbitos. Cae el nĂºmero de lectores, pero al menos el formato sigue resistiendo. 

Por lo visto en esta evoluciĂ³n de las especies culturales, no siempre sobreviven quienes mejor saben adaptarse: a veces mantenerse quieto basta para seguir con vida.

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