6 de mayo 2017    /   CREATIVIDAD
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La real galerĂ­a de retratos de personas que no existen

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En su mĂ¡s reciente proyecto, GalerĂ­a de retratos de personas que no existen, Julio FalagĂ¡n ha resucitado a las personas anĂ³nimas que aparecen en los cuadros que ha ido comprando en mercadillos de todo el mundo.


Personajes que, gracias a su talento pictĂ³rico y a la imaginaciĂ³n de un grupo de colaboradores, han podido disfrutar de una nueva vida.

«El retrato que puedes encontrar en los mercadillos tiene un aspecto tenebroso. Alguien al que no han querido, del que se han despojado. Alguien olvidado», explica FalagĂ¡n, que reflexiona tambiĂ©n sobre el valor artĂ­stico de estas obras: «Es una obra muy devaluada. No es fĂ¡cil comprar la imagen de una persona que no se conoce. Meter un inquilino desconocido en el hogar no da mucha confianza, y menos si es un inadaptado que viene de la calle».

FalagĂ¡n tiene toda la razĂ³n. ¿QuiĂ©n es ese hombre con aspecto de opositor a notarĂ­as? ¿SerĂ¡ de fiar? ¿O aquella dama de mantilla y misal? ¿Por quĂ© va de luto? ¿QuiĂ©n ese muchacho que se parece a Errol Flynn? ¿SerĂ¡ un seductor? ¿Y esa muchacha que sonrĂ­e mientras mira de reojo? ¿De quĂ© se reirĂ¡?

Ellos son, respectivamente, Victorino de la Cruz, un experto en los Illuminati; MarĂ­a de las Dolores de Cospedal y de Gallego de Lerma, gran dama de la sociedad vallisoletana; Antonio RodrĂ­guez de la Fuente, pĂ­caro y un putero, y Nicole Pritchard, una surfista australiana que saliĂ³ del armario en los 70.


Toda esa informaciĂ³n procede de los relatos creados por los colaboradores elegidos por FalagĂ¡n. Gracias a ellos, esos personajes anĂ³nimos adquieren nombre, cualidades, y una biografĂ­a que los convierte de nuevo en seres cercanos, que generan la suficiente confianza como para entrar en las casas de los coleccionistas. De hecho, es el relato el que facilita esa empatĂ­a y completa la pieza.

«Los cuadros no son obras por sĂ­ solas, Ăºnicamente funcionan si estĂ¡n unidas al texto. Son como ilustraciones, con el detrimento del valor que esto conlleva. Pero unidas sĂ­ son una obra de arte. Es indivisible. SerĂ­a como un libro colgado en la pared», explica FalagĂ¡n que, al pedir los textos a comisarios y crĂ­ticos, se guardaba un as en la manga.

«Normalmente los comisarios y los crĂ­ticos son los que analizan el trabajo de los artistas. En esta ocasiĂ³n ellos tambiĂ©n son autores y partĂ­cipes de la creaciĂ³n de la obra de arte. Es una forma como otra cualquiera de asegurarme buenas crĂ­ticas», bromea.

Antonio Rodríguez de la Fuente por Javier Martín Jiménez
Antonio RodrĂ­guez de la Fuente fue el tĂ­pico soldado que acabĂ³ uniformado por no ir desnudo. Vago redomado, sin muchas luces, mujeriego frustrado y algo putero, no le quedĂ³ otra que entrar en el ejĂ©rcito ni mĂ¡s ni menos que por un lĂ­o de faldas, dejando tras de sĂ­ a una madre desconsolada y a un padre desahuciado.

La primera vez que se puso el uniforme de soldado fue principalmente con malas intenciones. Llevaba tiempo observando a la Paquita, hija de Don Francisco, Almirante General retirado con un trozo de metralla en una pierna que le hacĂ­a cojear de manera ridĂ­cula y dolorosĂ­sima, algo que provocaba el descojone de los chavales del barrio que le tiraban piedras por la calle. Eran famosos los insultos que salĂ­an de la boca de Don Francisco mientras observaba frustrado la huida de los niños, improperios tan sucios y obscenos que hacĂ­an enrojecer las mejillas de las mujeres que, paseando por la calle, se convertĂ­an en daños colaterales de aquel fuego cruzado. MaldecĂ­a igualmente a todas las mujeres, menos a su hija la Paquita, su Ăºnica referencia divina en la tierra, a quien defendĂ­a a capa y espada (y a trabuco si era necesario). Paquita parecĂ­a una Santa a ojos de su padre, pero para el resto de ojos era un ejemplo de virtud dilapidada por los placeres mundanos. Sin duda alguna, el Complejo de Electra llevaba a Paquita a perder el sentido por los hombres uniformados.

Antonio RodrĂ­guez de la Fuente no tenĂ­a ni estudios ni oficio ni provecho, y la Ăºnica forma de llegar hasta Paquita era mediante el engaño. Un dĂ­a fue a hacerse una foto de estudio y pidiĂ³ ser inmortalizado caricaturizado de soldado, con un uniforme que encontrĂ³ en un baĂºl de ropa, bajo una sotana, un traje de marinerito y una piel de oso, entre otros elementos de attrezzo. Le quedaba grande pero no le importaba, Ă©l se veĂ­a estupendo con su bigotillo y su birrete militar ladeado. Era como Errol Flynn pero en versiĂ³n de pueblo. Tras el disparo del fotĂ³grafo, Antonio RodrĂ­guez de la Fuente aprovechĂ³ un momento de despiste para salir del estudio todavĂ­a con el uniforme puesto. Diez minutos mĂ¡s tarde estaba en casa de Paquita, y un par de semanas mĂ¡s tarde ya intercambiaba la foto de estudio por su ropa interior.

Tres meses mĂ¡s tarde Antonio RodrĂ­guez de la Fuente se alistaba en la Marina, alarmado por la creciente barriga de Paquita. Se marchĂ³ sin decir adiĂ³s pero dejando una desdicha clara en el pueblo, con dos familias convertidas en enemigas acĂ©rrimas de por vida. Antonio RodrĂ­guez de la Fuente llegarĂ­a a ser Subteniente, un rango medio no ganado por sus mĂ©ritos militares sino por sus apuestas: era capaz de soportar unos niveles de alcohol en sangre mucho mayores que los de otros soldados. Nunca entrĂ³ en ninguna contienda, acabĂ³ sus dĂ­as sin posesiones y no dejĂ³ rastro de su paso por el mundo mĂ¡s allĂ¡ de un hijo no deseado y una fotografĂ­a coloreada.

 

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En su mĂ¡s reciente proyecto, GalerĂ­a de retratos de personas que no existen, Julio FalagĂ¡n ha resucitado a las personas anĂ³nimas que aparecen en los cuadros que ha ido comprando en mercadillos de todo el mundo.


Personajes que, gracias a su talento pictĂ³rico y a la imaginaciĂ³n de un grupo de colaboradores, han podido disfrutar de una nueva vida.

«El retrato que puedes encontrar en los mercadillos tiene un aspecto tenebroso. Alguien al que no han querido, del que se han despojado. Alguien olvidado», explica FalagĂ¡n, que reflexiona tambiĂ©n sobre el valor artĂ­stico de estas obras: «Es una obra muy devaluada. No es fĂ¡cil comprar la imagen de una persona que no se conoce. Meter un inquilino desconocido en el hogar no da mucha confianza, y menos si es un inadaptado que viene de la calle».

FalagĂ¡n tiene toda la razĂ³n. ¿QuiĂ©n es ese hombre con aspecto de opositor a notarĂ­as? ¿SerĂ¡ de fiar? ¿O aquella dama de mantilla y misal? ¿Por quĂ© va de luto? ¿QuiĂ©n ese muchacho que se parece a Errol Flynn? ¿SerĂ¡ un seductor? ¿Y esa muchacha que sonrĂ­e mientras mira de reojo? ¿De quĂ© se reirĂ¡?

Ellos son, respectivamente, Victorino de la Cruz, un experto en los Illuminati; MarĂ­a de las Dolores de Cospedal y de Gallego de Lerma, gran dama de la sociedad vallisoletana; Antonio RodrĂ­guez de la Fuente, pĂ­caro y un putero, y Nicole Pritchard, una surfista australiana que saliĂ³ del armario en los 70.


Toda esa informaciĂ³n procede de los relatos creados por los colaboradores elegidos por FalagĂ¡n. Gracias a ellos, esos personajes anĂ³nimos adquieren nombre, cualidades, y una biografĂ­a que los convierte de nuevo en seres cercanos, que generan la suficiente confianza como para entrar en las casas de los coleccionistas. De hecho, es el relato el que facilita esa empatĂ­a y completa la pieza.

«Los cuadros no son obras por sĂ­ solas, Ăºnicamente funcionan si estĂ¡n unidas al texto. Son como ilustraciones, con el detrimento del valor que esto conlleva. Pero unidas sĂ­ son una obra de arte. Es indivisible. SerĂ­a como un libro colgado en la pared», explica FalagĂ¡n que, al pedir los textos a comisarios y crĂ­ticos, se guardaba un as en la manga.

«Normalmente los comisarios y los crĂ­ticos son los que analizan el trabajo de los artistas. En esta ocasiĂ³n ellos tambiĂ©n son autores y partĂ­cipes de la creaciĂ³n de la obra de arte. Es una forma como otra cualquiera de asegurarme buenas crĂ­ticas», bromea.

Antonio Rodríguez de la Fuente por Javier Martín Jiménez
Antonio RodrĂ­guez de la Fuente fue el tĂ­pico soldado que acabĂ³ uniformado por no ir desnudo. Vago redomado, sin muchas luces, mujeriego frustrado y algo putero, no le quedĂ³ otra que entrar en el ejĂ©rcito ni mĂ¡s ni menos que por un lĂ­o de faldas, dejando tras de sĂ­ a una madre desconsolada y a un padre desahuciado.

La primera vez que se puso el uniforme de soldado fue principalmente con malas intenciones. Llevaba tiempo observando a la Paquita, hija de Don Francisco, Almirante General retirado con un trozo de metralla en una pierna que le hacĂ­a cojear de manera ridĂ­cula y dolorosĂ­sima, algo que provocaba el descojone de los chavales del barrio que le tiraban piedras por la calle. Eran famosos los insultos que salĂ­an de la boca de Don Francisco mientras observaba frustrado la huida de los niños, improperios tan sucios y obscenos que hacĂ­an enrojecer las mejillas de las mujeres que, paseando por la calle, se convertĂ­an en daños colaterales de aquel fuego cruzado. MaldecĂ­a igualmente a todas las mujeres, menos a su hija la Paquita, su Ăºnica referencia divina en la tierra, a quien defendĂ­a a capa y espada (y a trabuco si era necesario). Paquita parecĂ­a una Santa a ojos de su padre, pero para el resto de ojos era un ejemplo de virtud dilapidada por los placeres mundanos. Sin duda alguna, el Complejo de Electra llevaba a Paquita a perder el sentido por los hombres uniformados.

Antonio RodrĂ­guez de la Fuente no tenĂ­a ni estudios ni oficio ni provecho, y la Ăºnica forma de llegar hasta Paquita era mediante el engaño. Un dĂ­a fue a hacerse una foto de estudio y pidiĂ³ ser inmortalizado caricaturizado de soldado, con un uniforme que encontrĂ³ en un baĂºl de ropa, bajo una sotana, un traje de marinerito y una piel de oso, entre otros elementos de attrezzo. Le quedaba grande pero no le importaba, Ă©l se veĂ­a estupendo con su bigotillo y su birrete militar ladeado. Era como Errol Flynn pero en versiĂ³n de pueblo. Tras el disparo del fotĂ³grafo, Antonio RodrĂ­guez de la Fuente aprovechĂ³ un momento de despiste para salir del estudio todavĂ­a con el uniforme puesto. Diez minutos mĂ¡s tarde estaba en casa de Paquita, y un par de semanas mĂ¡s tarde ya intercambiaba la foto de estudio por su ropa interior.

Tres meses mĂ¡s tarde Antonio RodrĂ­guez de la Fuente se alistaba en la Marina, alarmado por la creciente barriga de Paquita. Se marchĂ³ sin decir adiĂ³s pero dejando una desdicha clara en el pueblo, con dos familias convertidas en enemigas acĂ©rrimas de por vida. Antonio RodrĂ­guez de la Fuente llegarĂ­a a ser Subteniente, un rango medio no ganado por sus mĂ©ritos militares sino por sus apuestas: era capaz de soportar unos niveles de alcohol en sangre mucho mayores que los de otros soldados. Nunca entrĂ³ en ninguna contienda, acabĂ³ sus dĂ­as sin posesiones y no dejĂ³ rastro de su paso por el mundo mĂ¡s allĂ¡ de un hijo no deseado y una fotografĂ­a coloreada.

 

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