28 de noviembre 2016    /   IDEAS
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Instagram Stories y la revolución del voyerismo

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«Nos hemos convertido en una raza de mirones; lo que la gente debería hacer es salir de sus casas y mirar hacia dentro para variar», dice Thelma Ritter, la enfermera de James Stewart en La ventana indiscreta, mientras ambos miran hacia el exterior. Si hay que hablar de voyerismo (y esta es la desconcertante forma recomendada por la RAE), es preciso partir de Hitchcock. Es como querer explicar la deriva intergeneracional española sin hablar de First Dates o Los Manolos. El metavoyerismo que Hitchcock gastaba en gran parte de su filmografía, con paradigmas como el de La ventana indiscreta o Psicosis, lo convertiría, hoy en día, en un avezado consumidor de Instagram Stories.

«A pesar de que tiene una fuerte línea narrativa y estÔ principalmente interesada en el acto de la narración, su historia no sólo estÔ basada en el voyerismo, también en el exhibicionismo». En su investigación para la Universidad de Cambridge, John Belton se refiere a La ventana indiscreta, pero bien podría estar hablando de esa foto que has subido a Instagram Stories en la que aparece una cerveza y, sobreimpresionado, el estigma: afterwork. Cuando Instagram se vio acorralado por Snapchat y alguien decidió que la cosa era tan sencilla como coger todo eso y ponerlo ahí arriba, optó por implementar, al mismo tiempo, ese pequeño invento demoníaco que tanto apasiona en el siglo XXI: mira quien visita tu perfil de Facebook gratis [sic]; lograrlo en Facebook sigue siendo una promesa basada en brujería informÔtica, pero si cinco millones y medio de búsquedas en Google responden a semejante estupidez sería absurdo negarle ese obsequio a la última actualización de otro de los productos sociales de Mark Zuckerberg.

Entrar en el juego de Instagram Stories, por cualquiera de sus extremos, es aceptar unas reglas del juego mutantes que lo transforman todo: ya nada serÔ como lo era hasta hace muy poco. El voyerista, en una versión moderna del «quis custodiet ipsos custodes?», es ahora observado con la misma precisión prismÔtica con la que él observa: el observador observado; el voyeur vu. Se acabó el voyerismo unidireccional. Con su actualización, Instagram ofrece las bambalinas de la secreta contemplación de lo íntimo; aceptar el backstage del backstage es abrazar la revolución y, en cierto sentido, revertir la relación de poder del que ve sin ser visto en una relación mucho mÔs equilibrada en la que todos ven.

La redefinición de los roles sociales detrÔs de ese pequeño ojo que indica cuÔntas visualizaciones ha tenido tu historia y a quiénes responden, de hecho, empodera de alguna forma al sujeto objeto de la observación. Uno no sólo puede decidir ya qué tramo de su vida exhibe, también decide quién puede acceder a la ventana en la que lo muestra. Esa es otra de las microrrevoluciones de la desmantelación del sistema: Instagram ofrece, como ya lo hace Facebook o Twitter, la posibilidad de ocultar tus historias, cerrar las cortinas y bajar la persiana, a según qué personas. Instagram Stories nos permite, en principio, ser observados con hiperconsciencia: nada (que no queramos exhibir) ni nadie (que no queremos que observe) escapa al control del gran censor que ha de ser uno mismo.

Dice Albert Brooks, el actor que encarna al periodista veterano en Al filo de la noticia, que nadie podría hacer negocio si existieran tres millones de exhibicionistas y sólo un voyeur. ¿Y si, en realidad, todos somos todo? Y no sólo en lo que concierne al cine. QuizÔ sea la gran cosa del futuro. Vale, sí, no tenemos el intercambiador de cerebros ni el sombrero de electronio de Futurama, ni siquiera las zapatillas que se abrochan solas de Regreso al futuro, pero sí detalles aparentemente insignificantes que redefinen las relaciones de poder en el detalle. Hoy, el observado ya puede ser exhibicionista con todo el peso de la semÔntica, pero también observador del que le observa en un bucle delirante; el voyerista, por su parte, evoluciona a un nuevo estado, ya que es consciente de que, con la exhibición de su acto, él también es observado.

«El voyerismo va creciendo en intensidad y se convierte en algo contagioso. James Stewart empieza mirando sólo con sus ojos, luego con prismÔticos y, finalmente, con teleobjetivo. Aquí, Thelma Ritter se le une». John Belton habla en su texto del atractivo pegadizo que Hitchcock le presupone al hecho de observar sin ser observado; sin embargo, lo que no adelantó el director britÔnico es el atractivo subversivo de la transformación de observado consciente a exhibicionista.  Sí lo hizo, por ejemplo, Sam Mendes en American Beauty con las escenas de Thora Birch y Wes Bentley, su vecino mirón que graba desde su casa, al otro lado del jardín.

Hasta hoy, ademÔs, los progresos tecnológicos concernientes a descubrir lo que hay detrÔs de cada montaje social sólo traían torozones interiores; nos hacían redundar en aquello de que la información, ademÔs de poder, es dolor. Lo de «ignorance is bliss» (la ignorancia que trae felicidad) que escribió Thomas Gray en su momento. El doble check azul de WhatsApp nos separa mucho mÔs de lo que nos une; saber cuÔnta gente ha visto tu publicación en un grupo cerrado de Facebook sirve para afilar la misantropía. Sin embargo, la jugada de Instagram Stories a la hora de demoler algunos de los principios de la distribución de la información mÔs bÔsica nos hace, a priori, mÔs inteligentes en nuestros movimientos sociales. A priori.

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«Nos hemos convertido en una raza de mirones; lo que la gente debería hacer es salir de sus casas y mirar hacia dentro para variar», dice Thelma Ritter, la enfermera de James Stewart en La ventana indiscreta, mientras ambos miran hacia el exterior. Si hay que hablar de voyerismo (y esta es la desconcertante forma recomendada por la RAE), es preciso partir de Hitchcock. Es como querer explicar la deriva intergeneracional española sin hablar de First Dates o Los Manolos. El metavoyerismo que Hitchcock gastaba en gran parte de su filmografía, con paradigmas como el de La ventana indiscreta o Psicosis, lo convertiría, hoy en día, en un avezado consumidor de Instagram Stories.

«A pesar de que tiene una fuerte línea narrativa y estÔ principalmente interesada en el acto de la narración, su historia no sólo estÔ basada en el voyerismo, también en el exhibicionismo». En su investigación para la Universidad de Cambridge, John Belton se refiere a La ventana indiscreta, pero bien podría estar hablando de esa foto que has subido a Instagram Stories en la que aparece una cerveza y, sobreimpresionado, el estigma: afterwork. Cuando Instagram se vio acorralado por Snapchat y alguien decidió que la cosa era tan sencilla como coger todo eso y ponerlo ahí arriba, optó por implementar, al mismo tiempo, ese pequeño invento demoníaco que tanto apasiona en el siglo XXI: mira quien visita tu perfil de Facebook gratis [sic]; lograrlo en Facebook sigue siendo una promesa basada en brujería informÔtica, pero si cinco millones y medio de búsquedas en Google responden a semejante estupidez sería absurdo negarle ese obsequio a la última actualización de otro de los productos sociales de Mark Zuckerberg.

Entrar en el juego de Instagram Stories, por cualquiera de sus extremos, es aceptar unas reglas del juego mutantes que lo transforman todo: ya nada serÔ como lo era hasta hace muy poco. El voyerista, en una versión moderna del «quis custodiet ipsos custodes?», es ahora observado con la misma precisión prismÔtica con la que él observa: el observador observado; el voyeur vu. Se acabó el voyerismo unidireccional. Con su actualización, Instagram ofrece las bambalinas de la secreta contemplación de lo íntimo; aceptar el backstage del backstage es abrazar la revolución y, en cierto sentido, revertir la relación de poder del que ve sin ser visto en una relación mucho mÔs equilibrada en la que todos ven.

La redefinición de los roles sociales detrÔs de ese pequeño ojo que indica cuÔntas visualizaciones ha tenido tu historia y a quiénes responden, de hecho, empodera de alguna forma al sujeto objeto de la observación. Uno no sólo puede decidir ya qué tramo de su vida exhibe, también decide quién puede acceder a la ventana en la que lo muestra. Esa es otra de las microrrevoluciones de la desmantelación del sistema: Instagram ofrece, como ya lo hace Facebook o Twitter, la posibilidad de ocultar tus historias, cerrar las cortinas y bajar la persiana, a según qué personas. Instagram Stories nos permite, en principio, ser observados con hiperconsciencia: nada (que no queramos exhibir) ni nadie (que no queremos que observe) escapa al control del gran censor que ha de ser uno mismo.

Dice Albert Brooks, el actor que encarna al periodista veterano en Al filo de la noticia, que nadie podría hacer negocio si existieran tres millones de exhibicionistas y sólo un voyeur. ¿Y si, en realidad, todos somos todo? Y no sólo en lo que concierne al cine. QuizÔ sea la gran cosa del futuro. Vale, sí, no tenemos el intercambiador de cerebros ni el sombrero de electronio de Futurama, ni siquiera las zapatillas que se abrochan solas de Regreso al futuro, pero sí detalles aparentemente insignificantes que redefinen las relaciones de poder en el detalle. Hoy, el observado ya puede ser exhibicionista con todo el peso de la semÔntica, pero también observador del que le observa en un bucle delirante; el voyerista, por su parte, evoluciona a un nuevo estado, ya que es consciente de que, con la exhibición de su acto, él también es observado.

«El voyerismo va creciendo en intensidad y se convierte en algo contagioso. James Stewart empieza mirando sólo con sus ojos, luego con prismÔticos y, finalmente, con teleobjetivo. Aquí, Thelma Ritter se le une». John Belton habla en su texto del atractivo pegadizo que Hitchcock le presupone al hecho de observar sin ser observado; sin embargo, lo que no adelantó el director britÔnico es el atractivo subversivo de la transformación de observado consciente a exhibicionista.  Sí lo hizo, por ejemplo, Sam Mendes en American Beauty con las escenas de Thora Birch y Wes Bentley, su vecino mirón que graba desde su casa, al otro lado del jardín.

Hasta hoy, ademÔs, los progresos tecnológicos concernientes a descubrir lo que hay detrÔs de cada montaje social sólo traían torozones interiores; nos hacían redundar en aquello de que la información, ademÔs de poder, es dolor. Lo de «ignorance is bliss» (la ignorancia que trae felicidad) que escribió Thomas Gray en su momento. El doble check azul de WhatsApp nos separa mucho mÔs de lo que nos une; saber cuÔnta gente ha visto tu publicación en un grupo cerrado de Facebook sirve para afilar la misantropía. Sin embargo, la jugada de Instagram Stories a la hora de demoler algunos de los principios de la distribución de la información mÔs bÔsica nos hace, a priori, mÔs inteligentes en nuestros movimientos sociales. A priori.

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