Un buen libro es aquel que te lleva a otro buen libro casi de la mano. Lo lees con gozo y con gozo estás deseando terminarlo para adentrarte en la lectura de otros libros cĂłmplices. A su manera, los buenos libros funcionan como mapas que guĂan al lector por los anaqueles hacia territorios afines donde sobrevuela el talento creador.
Si atendemos a esta sencilla teorĂa cartográfica, Cita con los clásicos, del estadounidense Kenneth Rexroth, que acaba de publicar Pepitas de calabaza, es, sin duda, un excelente libro. Su lectura no hace otra cosa que guiarte hacia otros libros con la misma suave brisa marina de una carta de navegaciĂłn. Todas sus recomendaciones giran en torno a clásicos de la literatura y el pensamiento universal, esos clásicos que todos decimos que hemos leĂdo y que casi nadie se atreve a reconocer que no ha leĂdo, unas veces por falta de tiempo y otras veces, Âżpor quĂ© no confesarlo?, por falta de ganas.
Nuestra educaciĂłn formal nos alejĂł de las páginas de los clásicos casi a la misma velocidad con que acentuĂł nuestra capacidad para aprobar exámenes. De poco nos valiĂł que algĂşn profesor bienintencionado, de esos que leĂan a Italo Calvino, nos instase a que los tomáramos como unos libros vivos cuyas historias inmortales nos podĂan ayudar a aligerar las tribulaciones de la juventud. Nosotros los estudiantes adocenados los veĂamos como unos mamotretos de obligado aburrimiento, cuya lectura venĂa condicionada por el Ăşnico estĂmulo de aprobar la selectividad. Necesitábamos a alguien como Rexroth para sacar a los clásicos de la hora de clase y llevarlos a la hora del recreo.
Este escritor, emblema de los valores más auténticos de la contracultura, se crió en el seno de una familia de librepensadores de principios del siglo XX, donde, en unas aulas abiertas al goce y júbilo estéticos, le enseñaron a concebir la cultura no como una herramienta práctica para prosperar académicamente sino como un medio etéreo para llegar a ser una mejor persona, es decir, una persona que prefiera la belleza a la fealdad, la bondad a la maldad, la verdad a la mentira. Fue esta mentalidad tan placentera la que le permitió entender los clásicos como una pradera mullida donde poder mecerse en vez de como una fatigosa montaña ardua de escalar.

Rexroth entablĂł con ellos una relaciĂłn Ăntima que fue más allá de lo acadĂ©mico, proponiendo unas reflexiones propias, muy originales, no contaminadas por los dictámenes de los manuales. Esta originalidad la logrĂł porque se apertrechĂł de una caracterĂstica básica del buen lector: la de ser libre para que la interpretaciĂłn autĂłnoma se despierte con cada lectura.
La selecciĂłn de sus clásicos, sesenta clásicos como sesenta soles, es una selecciĂłn no impositiva, con la que no pretendiĂł establecer una jerarquĂa sino un recorrido personal de su espĂritu. Es la gran diferencia con otro canon tan famoso como el de Harold Bloom. Si este polĂ©mico ensayista logrĂł la celebridad a costa de erigirse como juez implacable de las obras que merecĂan la inmortalidad literaria, Rexroth prefiere pasar a un segundo plano. Su canon no es un canon narcisista. Sus reseñas, tan breves como amenas, tan eruditas como accesibles, se publicaron para animar la lectura de los clásicos reseñados y no para engrandecer su figura como jerarca del buen gusto.
A mĂ me ha sucedido con este libro que, conforme iba leyendo cada una de sus estimulantes sugerencias, me iba levantando del sofá para sacar de la estanterĂa tantos clásicos olvidados que me quedan aĂşn sin leer: las Vidas Paralelas de Plutarco, ese diálogo de PlatĂłn, la historia de Genji, los cuentos de Chaucer… Su benefactora influencia ha propiciado que vuelva a apropiarse de todo mi ser aquella voracidad lectora de mi adolescencia, aquella especie de bulimia enfermiza, que se tornaba nerviosa porque querĂa leerlo todo y el tiempo era el que es, siempre tan breve.
La visiĂłn de Rexrtoh coincide, en su sed insaciable de sabidurĂa, con la de otro lector impenitente como fue Borges, quien asegurĂł enorgullecerse más de los libros que habĂa leĂdo que de los que habĂa escrito. Ambos se plantearon la cultura desde una perspectiva cosmopolita, que les llevĂł a leer en todas las direcciones posibles, abarcando tanto los clásicos occidentales como los orientales, tanto los antiguos como los modernos.
Este libro, que comienza con una reseña de la heroica epopeya de Gilgamesh y termina con una recomendaciĂłn de los sensibles cuentos de Chejov, se podrĂa definir como un laberinto borgiano de sesenta brillantes espejos. Pero nos quedarĂamos cortos con esta definiciĂłn. HabrĂa que añadir que cada uno de esos espejos refulge de una forma especial gracias a la personalidad deslumbrante de Rexroth. Porque si el laberinto borgiano suele estar formado por una erudiciĂłn anacoreta, de bibliotecario silencioso y huraño, el de Rexroth, sin embargo, está constituido por una erudiciĂłn extrovertida de animador de charlas, de tertuliano alegre de cafĂ©s. La idea de Rexroth no es la idea borgiana de alejarse del mundo sino la de implicarse en Ă©l asumiendo sin miedo todos sus desafĂos.
La literatura la concibe con una funciĂłn utilitaria, casi de salud pĂşblica. Gracias a este delicioso libro de libros comprobamos cĂłmo las grandes obras literarias han sido reflejo de Ă©pocas de gran complejidad social y cĂłmo sus autores quisieron expresar a travĂ©s de sus ficciones esas complejas relaciones para que los lectores aprendiĂ©ramos de ellas y educáramos nuestros espĂritus. Les aseguro que de esta cita a cualquier hora del dĂa o de la noche con los clásicos de Rexroth sales bastante mejorado como ser humano: con un poco menos catarro y un poco más socrático. Es decir, con la idea filosĂłfica de que el mal suele ser resultado de la ignorancia y la virtud, más bien fruto del conocimiento.