En el mes de junio del año 2000, un spot del diario The Independent obtuvo el Grand Prix de Televisión en el Festival de Cannes. 2.300 publicitarios de todo el mundo se pusieron en pie dentro del gran auditorio del Palais para ovacionar un mensaje cuyo contenido de 60 segundos terminaba diciendo «No compres, no leas».
ĀæCómo es posible que se aplauda un anuncio que recomienda hacer justo lo contrario de lo que deberĆa? Pues porque en los 55 segundos previos al mensaje final, un brillante juego entre la imagen y el texto nos va preparando para que entendamos que dicho mensaje no es literal, sino que de lo que pretende convencernos es, precisamente, de que compremos y leamos.
Obviamente, la ejecución de todo el spot estÔ basada en la convicción de que se dirige a un público inteligente. Es decir, capaz de discernir que el mensaje dice lo que dice porque quiere decir otra cosa de forma mÔs notoria y memorable.
Cuando el poeta le escribe a su amada que tiene dientes como perlas, no le estÔ diciendo que tiene la boca llena de bolas. Lo que hace es alejarse de la realidad para intentar acercarse a su visión de las cosas. Es decir, para transmitir su subjetividad.
Ahora nos parece sencillo, pero el viaje desde lo literal a lo literario nos llevó milenios. El dominio de lo equĆvoco, lo contradictorio, lo paradójico exigió un inmenso esfuerzo intelectual para conseguir desprendernos de las enormes limitaciones comunicativas que conlleva la literalidad.
Un ejemplo claro podemos verlo en la escritura sarcĆ”stica. Jonathan Swift recurrió a ella en su ensayo Una modesta proposición, cuando en 1729 planteó solucionar el problema de la hambruna en Irlanda mediante la venta de los hijos de los pobres a las familias acaudaladas para que les sirvieran de alimento. En su riguroso estudio, Swift utiliza, de forma satĆrica, la lógica económica para ironizar sobre la deplorable indiferencia de los terratenientes frente a la indigencia de sus propios siervos.
Pero muchas personas se quedaron en la literalidad del texto y lo criticaron por su falta de sensibilidad y excesiva crudeza. En unos casos, porque su ineptitud no les permitió descubrir el sarcasmo implĆcito en la obra. En otros, porque utilizaron esa lectura literal para descalificar el demoledor mensaje que contenĆa.
La tĆ”ctica de desarmar al contrario reduciendo su discurso a la interpretación mĆ”s literal proviene de antiguo. Lo chocante es que en la actualidad haya regresado con tanta virulencia. En los medios de comunicación, el los partidos polĆticos, en los colectivos militantes, se recurre a dicha interpretación de una forma siempre interesada.
En el mes de junio del año 2000, un spot del diario The Independent obtuvo el Grand Prix de Televisión en el Festival de Cannes. 2.300 publicitarios de todo el mundo se pusieron en pie dentro del gran auditorio del Palais para ovacionar un mensaje cuyo contenido de 60 segundos terminaba diciendo «No compres, no leas».
ĀæCómo es posible que se aplauda un anuncio que recomienda hacer justo lo contrario de lo que deberĆa? Pues porque en los 55 segundos previos al mensaje final, un brillante juego entre la imagen y el texto nos va preparando para que entendamos que dicho mensaje no es literal, sino que de lo que pretende convencernos es, precisamente, de que compremos y leamos.
Obviamente, la ejecución de todo el spot estÔ basada en la convicción de que se dirige a un público inteligente. Es decir, capaz de discernir que el mensaje dice lo que dice porque quiere decir otra cosa de forma mÔs notoria y memorable.
Cuando el poeta le escribe a su amada que tiene dientes como perlas, no le estÔ diciendo que tiene la boca llena de bolas. Lo que hace es alejarse de la realidad para intentar acercarse a su visión de las cosas. Es decir, para transmitir su subjetividad.
Ahora nos parece sencillo, pero el viaje desde lo literal a lo literario nos llevó milenios. El dominio de lo equĆvoco, lo contradictorio, lo paradójico exigió un inmenso esfuerzo intelectual para conseguir desprendernos de las enormes limitaciones comunicativas que conlleva la literalidad.
Un ejemplo claro podemos verlo en la escritura sarcĆ”stica. Jonathan Swift recurrió a ella en su ensayo Una modesta proposición, cuando en 1729 planteó solucionar el problema de la hambruna en Irlanda mediante la venta de los hijos de los pobres a las familias acaudaladas para que les sirvieran de alimento. En su riguroso estudio, Swift utiliza, de forma satĆrica, la lógica económica para ironizar sobre la deplorable indiferencia de los terratenientes frente a la indigencia de sus propios siervos.
Pero muchas personas se quedaron en la literalidad del texto y lo criticaron por su falta de sensibilidad y excesiva crudeza. En unos casos, porque su ineptitud no les permitió descubrir el sarcasmo implĆcito en la obra. En otros, porque utilizaron esa lectura literal para descalificar el demoledor mensaje que contenĆa.
La tĆ”ctica de desarmar al contrario reduciendo su discurso a la interpretación mĆ”s literal proviene de antiguo. Lo chocante es que en la actualidad haya regresado con tanta virulencia. En los medios de comunicación, el los partidos polĆticos, en los colectivos militantes, se recurre a dicha interpretación de una forma siempre interesada.