Ian Hughes se ha hecho un nombre como fotógrafo documental, labrándose su reputación con cada disparo durante más de 20 años. El mes pasado fue incluido en la lista de los 50 talentos emergentes de Lensculture y las visitas a su página web se dispararon. Pero no fueron sus brillantes proyectos a lo largo y ancho del globo los que llamaron la atención, sino una serie de fotos horteras, de estética feÃsta y estilo camp.
Se trata de los descartes que fue recopilando a lo largo de ocho años como fotógrafo de cruceros. «No quiero ser recordado por una serie de fotos divertidas que coleccioné cuando tenÃa 20 años», comenta Hughes sorprendido de la repercusión que está teniendo ahora un trabajo que lleva colgado en su web desde 2002. Pero poco puede hacer para luchar contra el impacto visual de Love Boat Rejects, una serie que nos sumerge en un mundo de lujo y caspa de postal, un homenaje al hedonismo barroco de los cruceros del pasado.


En los años 90 no existÃan palos de selfis. No existÃa el mero concepto de selfi y los turistas no andaban de un lado para otro parapetados tras sus teléfonos móviles, haciendo fotos a todo cuanto se moviera. Era la época dorada de los fotógrafos profesionales de vacaciones. Un crucero podÃa tener entre tres y nueve según sus dimensiones y estos se pasaban 15 horas al dÃa revoloteando entre los turistas como moscas, como paparazzis de personajes anónimos.
Cada cena, risa o beso era inmortalizado por estos hombres, ávidos de construir recuerdos a enmarcar. Al terminar la travesÃa, las instantáneas se exponÃan en enormes corchos para que los pasajeros compraran la foto que enseñarÃan a sus amigos al llegar a tierra, el recuerdo indeleble de una semana de placer. Cuando el trajÃn de los pasajeros habÃa acabado y solo sobrevivÃan unas pocas fotos en el corcho, Ian Hughes aparecÃa en escena, analizaba las fotos supervivientes y rescataba las más divertidas.
«Asà me fui construyendo esta colección», comenta, una colección que califica como «fracaso», pues su trabajo era sacar bien a la gente e intentar venderles la foto. «Creo que en estos caso fallamos», concluye.

Todo en Love Boats Rejects, desde su tÃtulo hasta su estética, recuerda a la famosa serie Vacaciones en el mar. No en vano uno de los 15 barcos en los que trabajó Hughes pertenece a la flota de Princess Cruises, famosa por ceder sus barcos a la ficción estadounidense. Pero la similitud va más allá de esta bonita coincidencia: las sonrisas administrativas que brotan a golpe de flash, las localizaciones paradisÃacas, el costumbrismo feÃsta, los trajes flúor, los cardados anacrónicos… La galerÃa de Love Boat Rejects lleva al espectador a un viaje por los horrores estéticos de los 90. Muchas de las fotos que componen esta serie podrÃan estar en aquel álbum familiar que relegamos a un rincón con la aparición de Facebook. Y precisamente por eso son tan evocadoras.



La autorÃa de Love Boats Rejects es coral. Hughes seleccionaba las fotos del corcho porque le parecÃan divertidas, sin importarle su autor. Sin embargo recuerda con especial cariño haber realizado alguna de ellas, como la de un turista americano a lomos de un desafortunado camello. «Usé un gran angular para acercarme a la cara del camello y captar su expresión», comenta. O la de una turista tomando el sol con unas gafas de rayos UVA que recuerda a la famosa foto de Martin Parr. «Creo que yo disparé la mÃa antes», defiende Hughes; «desde luego, no habÃa visto la suya con anterioridad», matiza.
Vivir en un crucero puede ser como vivir en una burbuja, alejado de la actualidad, del tráfico, de la rutina. Es algo asà como unas vacaciones perpetuas, una sucesión de puertos exóticos y celebraciones estrambóticas, regadas de cócteles con sombrillas de papel y pajitas rizadas. Cada crucero dura unos siete dÃas. Cuando el barco llega a su puerto final unos nuevos pasajeros ocupan el puesto de los antiguos, con ganas de más fiestas, más diversión teledirigida, más cócteles en cubierta… y más fotos.


En marzo de 1995, la revista Harper’s Bazaar envió al periodista y escritor David Foster Wallace a una semana a bordo de un crucero de lujo llamado Nadir. Su artÃculo se convirtió en un brillante ensayo titulado Algo supuestamente divertido que nunca más volveré a hacer. En su texto, Wallace traza un corrosivo retrato de su experiencia con frases tan lapidarias como esta. «Hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo masivos. Como la mayorÃa de cosas insoportablemente tristes, resulta increÃblemente elusivo y complejo en sus causas y simple en sus efectos». Wallace habla de la espÃdica obsesión de los pasajeros por llenar su tiempo de actividades y de la monomanÃa de los trabajadores de «convencer a todos de que todo el mundo se lo está pasando bien todo el rato». Aunque las fotografÃas de Hughes retratan una alegrÃa espasmódica y excesiva que entronca perfectamente con el relato de Wallace, el fotógrafo, que reconoce conocer de oÃdas el ensayo, difiere en parte con su análisis. «Puedo entender a qué se refiere», concede. «Creo que en un ambiente de vacaciones ves un montón de felicidad impostada, lo admito. Sin embargo no creo que fuera deprimente. Ahora trabajo en una oficina y, la verdad, es mucho más deprimente», concluye.
Ciertamente, Ian Hughes no se deprimió. Pasó ocho años empotrado en unas vacaciones ajenas, sin apenas poder disfrutar de unas propias. Trabajó 15 horas al dÃa siete dÃas a la semana. Pero en su opinión mereció la pena. Conoció a mucha gente interesante, conoció medio mundo y practicó en cada puerto el estilo de fotografÃa documental que le definirÃa en el futuro. El trabajo podÃa ser estresante, concede. TenÃa que tomar todas las fotos posibles de todos los pasajeros que pudiera y muchos no estaban por la labor. «Soy bastante tÃmido y tenÃa que acercarme a cientos de personas cada dÃa para tomarles fotos», reconoce, «asà que bebà mucho. Bebà mucho durante ocho años».



