Para terminar de redondearlo, puedes pasarte el año siguiente a la obtención del galardón choteando a los responsables del premio y aparecer con el tiempo justo de ir a recoger el cheque.
Forssmann, que con los 25 años que marcaba su pasaporte era solo un interno en un hospital de pueblo al norte de BerlÃn, pidió permiso a su jefe, el cirujano Richard Schneider, para tratar de experimentar el proceso en pacientes reales y moribundos. Total, para lo que habÃa que perder… Schneider, que vio venir al chaval como el huracán Katrina, le dijo que aplacase ese juvenil y ancestral Ãmpetu teutón y que buscase mejores cosas que hacer.
Como Forssmann era un poco antisistema, se hizo el longui con su jefe y comenzó a trazar un plan para desarrollar lo que hoy conocemos como cateterización cardiaca.
Su estrategia pasaba por utilizar el equipo esterilizado que se encontraba bajo llave, fuera de su alcance. ¿Nos camelamos para ello a la jefa de enfermeras? ¡Nos camelamos para ello a la jefa de enfermeras!
Cuando el horno estuvo para bollos, le reveló su plan. Ditzen se mostró entusiasmada con la idea y, además de facilitarle la ansiada llave de la sala del material, puso a disposición de Forssmann su propio y serrano cuerpo para someterse al experimento de la primera cateterización en un paciente vivo. Ilegal, por supuesto, como todas las cosas excitantes de la vida.
Por supuesto, a la hora de contar el hallazgo hubo que inventar una trola más grande que el patrimonio de Amancio Ortega. El jefe de Forssmann le aconsejó que explicase que habÃa comenzado probando en cadáveres. El propio Forssmann se inventó a un falso compañero que comenzó la intervención en su cuerpo y, al sentirse indispuesto por tan rupturista gesta, dejó que el futuro Nobel terminara la intervención en sà mismo. Todo muy fino. Todo muy falso.
Para terminar de redondearlo, puedes pasarte el año siguiente a la obtención del galardón choteando a los responsables del premio y aparecer con el tiempo justo de ir a recoger el cheque.
Forssmann, que con los 25 años que marcaba su pasaporte era solo un interno en un hospital de pueblo al norte de BerlÃn, pidió permiso a su jefe, el cirujano Richard Schneider, para tratar de experimentar el proceso en pacientes reales y moribundos. Total, para lo que habÃa que perder… Schneider, que vio venir al chaval como el huracán Katrina, le dijo que aplacase ese juvenil y ancestral Ãmpetu teutón y que buscase mejores cosas que hacer.
Como Forssmann era un poco antisistema, se hizo el longui con su jefe y comenzó a trazar un plan para desarrollar lo que hoy conocemos como cateterización cardiaca.
Su estrategia pasaba por utilizar el equipo esterilizado que se encontraba bajo llave, fuera de su alcance. ¿Nos camelamos para ello a la jefa de enfermeras? ¡Nos camelamos para ello a la jefa de enfermeras!
Cuando el horno estuvo para bollos, le reveló su plan. Ditzen se mostró entusiasmada con la idea y, además de facilitarle la ansiada llave de la sala del material, puso a disposición de Forssmann su propio y serrano cuerpo para someterse al experimento de la primera cateterización en un paciente vivo. Ilegal, por supuesto, como todas las cosas excitantes de la vida.
Por supuesto, a la hora de contar el hallazgo hubo que inventar una trola más grande que el patrimonio de Amancio Ortega. El jefe de Forssmann le aconsejó que explicase que habÃa comenzado probando en cadáveres. El propio Forssmann se inventó a un falso compañero que comenzó la intervención en su cuerpo y, al sentirse indispuesto por tan rupturista gesta, dejó que el futuro Nobel terminara la intervención en sà mismo. Todo muy fino. Todo muy falso.