Todo el mundo miente. Incluso nos mentimos a nosotros mismos a propĂłsito de lo que mentimos. De hecho, si solo te fĂas de ti mismo no eres desconfiado, sino ingenuo, porque nadie te va a engañar más ni mejor que tĂş mismo.
Nuestra forma de mentir no siempre es directa. Está cubierta de capas y capas de verdades, medias verdades, tergiversaciones y omisión de información. Tanto es asà que, a pesar de lo que aparece en el cine y muchas novelas, no hay manera fiable de detectar si alguien está mintiendo.
La idea de que una persona que miente no te mira a los ojos es cientĂficamente endeble. De hecho, ningĂşn signo del lenguaje corporal parece ofrecernos indicios fiables para evaluar la credibilidad de una persona. Ni siquiera los supuestos expertos tienen más probabilidad que la media de determinar quiĂ©n miente y quiĂ©n no basándose exclusivamente en indicios conductuales.

CUESTIÓN DE EVOLUCIÓN
ÂżPor quĂ© no existen señales conductuales confiables relacionadas con la mentira y el engaño? Como explica el cientĂfico cognitivo francĂ©s Hugo Mercier en su libro No hemos sido engañados, una razĂłn inmediata (basada en la operaciĂłn de nuestros mecanismos psicolĂłgicos) es que las personas experimentan emociones contradictorias independientemente de si están diciendo la verdad o una mentira; por lo tanto, es complicado diferenciar entre ambas situaciones. Una causa Ăşltima (que se refiere a la evoluciĂłn) es que estas señales no podrĂan haber sido estables evolutivamente.
Si tales indicios hubiesen surgido, la selecciĂłn natural los habrĂa eliminado. Es similar a lo que le sucederĂa a un jugador de pĂłker: si se marca un farol, nadie debe notarlo o, de lo contrario, no podrá seguir jugando al pĂłker sin perder su credibilidad. En el caso de los engaños, un indicio conductual evolutivamente viable serĂa una mala adaptaciĂłn.
Sin embargo, si verdad y mentira parecen formar una Ăşnica argamasa tampoco deberĂa hacernos desconfiar de todo y de todos. Porque, realmente, la mentira, aunque ubicua, es escasa en la sociedad.

¿POR QUÉ MENTIMOS TAN POCO?
La idea de que mentimos poco parece contraintuitiva, pero, a la vez, sintoniza con las soluciones adaptativas de la evolución. En otras palabras: la evolución no nos ha hecho muy duchos a la hora de detectar mentiras porque los demás no mienten mucho, y si lo hacen, es sobre aspectos poco importantes para nuestra supervivencia.
Esta tesis es sostenida por algunos investigadores, como el psicĂłlogo Tim Levine. AsĂ, los estudios sobre la frecuencia de la mentira en la vida diaria sugieren que las mentiras son bastante escasas (menos de dos al dĂa en promedio) y que en su mayorĂa son inofensivas, por ejemplo, uno puede fingir estar más feliz de lo que realmente está. En lugar de invertir mucha energĂa en detectar estas mentiras menores, es más beneficioso asumir que las personas generalmente dicen la verdad. Solo cuestionamos esta presunciĂłn en circunstancias especĂficas.

CÓMO CONVIVIR
Aunque las mentiras sean escasas, la gente miente, y también se autoengaña. Por consiguiente, no disponer de un detector de mentiras fiable parece algo más que un incordio. Sin embargo, a efectos prácticos, las cosas funcionan mejor que en el plano teórico.
Porque decidir en quién confiar no se trata tanto de estar alerta a signos de nerviosismo o de intentar detectar elusivas microexpresiones. No se trata principalmente de identificar a los mentirosos. Se trata de discernir quién se esfuerza por proporcionarnos información que sea beneficiosa para ambos, no solo para ellos mismos. Es decir, que podemos confiar en que los proveedores de información serán diligentes si sus incentivos están alineados con los nuestros. En algunas ocasiones, los incentivos del emisor y del receptor se alinean naturalmente cuando ambos están «en el mismo barco».
No obstante, incluso una pequeña desviación en los incentivos puede generar barreras en la comunicación, por lo que el alineamiento natural de incentivos rara vez es suficiente por sà solo. Para solucionar este problema, creamos nuestra propia correspondencia manteniendo un registro de quién ha dicho qué y disminuyendo nuestra confianza en aquellos que han proporcionado información poco valiosa. Esta supervisión, a su vez, incentiva a los proveedores de información a ser cuidadosos con la información que nos ofrecen, lo que genera un alineamiento social de los incentivos.
Dado que podemos rastrear los compromisos de los demás y ajustar nuestra confianza en consecuencia, la mayorĂa de la comunicaciĂłn humana no se compone de palabras vacĂas, sino de señales que implican un coste: si se descubre que nuestros mensajes no son confiables, habrá una penalizaciĂłn.
AsĂ pues, es lĂłgico pensar que esta dinámica de compromiso es lo que ha permitido que la comunicaciĂłn humana alcance la escala sin precedentes que la distingue hoy en dĂa. Sin embargo, esta habilidad para recordar quiĂ©n ha dicho quĂ©, asĂ como para evaluar si los incentivos de un emisor se alinean más o menos con los nuestros, requiere acceso a una gran cantidad de informaciĂłn. Durante la mayor parte de nuestra evoluciĂłn, los humanos hemos conocido a muchas de las personas con las que interactuamos durante gran parte de nuestra vida.
Como resultado, hemos acumulado una gran cantidad de información que nos permite identificar incentivos bien o mal alineados, detectar a las personas engañosas, no confiables o excesivamente seguras de sà mismas, y ajustar en consecuencia nuestra evaluación de su compromiso.
Desde esta perspectiva, “mentira” o “verdad” se convierten en tĂ©rminos porosos, lisolĂłgicos, porque en realidad el mundo raramente puede describirse de forma unĂvoca. Lo que importa es que estemos en el mismo barco. Y que rememos en la misma direcciĂłn.