Si viajas a cualquier lugar, nunca le preguntes al lugareƱo

”Yorokobu gratis en formato digital!
Muchos tenemos una idea romĆ”ntica de viajar que cosiste en llegar vĆrgenes y prĆstinos a un enclave y dejarnos guiar por los lugareƱos, todos sabios y con alma de cicerone, dispuestos a compartir sus conocimientos secretos del lugar con nosotros. Pero esta idea podrĆa tener demasiados inconvenientes si echamos un vistazo a los estudios sobre cómo la gente interpreta lo que le rodea o transmite su cosmovisión de las cosas.
Asumamos, aunque sea de perogrullo, que los lugareƱos puede que nos indiquen un restaurante, un rincón recoleto o una actividad poco turĆstica que nos resulte excepcional. Todos nosotros, yo incluido, tenemos buenas experiencias que contar al respecto. Pero tambiĆ©n hay que tener en cuenta que la gente suele tener una visión muy parcial de las cosas: sĆ, es un buen restaurante para el lugareƱo, pero Āæes bueno en comparación con el resto? (y a esa pregunta solo podemos responder probando todos los restaurantes de la zona) ĀæLo que Ć©l considera bueno es tambiĆ©n bueno para nosotros? ĀæPuede que algĆŗn tipo de sesgo cognitivo influya en su respuesta? ĀæPuede que sencillamente nos estĆ© mintiendo para reĆrse de nosotros o que no tenga ni repajolera idea de lo que dice? Entre el 1 y el 4 por ciento de la población mundial tiene inclinaciones psicópatas, Āæcómo saber si el pintoresco local que tenemos delante no lo es?
Todo esto viene a colación de una anĆ©cdota que me ha ocurrido hace poco en otro sitio en el que escribo. Tras echar por tierra una serie de tópicos sobre un determinado paĆs, como que su consumo de tĆ© no es tan elevado como se creĆa atendiendo a las estadĆsticas, diversas personas me han enmendando la plana. Sobre todo un cocinero que trabajaba en dicho paĆs y que aseguraba, segĆŗn palabras textuales, que el consumo de tĆ© sĆ que era elevado porque todos sus conocidos tomaban mucho tĆ©, y en cualquier supermercado hay muchas variedades de tĆ©, lo cual evidencia la gran demanda al respecto. Otra persona adujo directamente que las estadĆsticas no siempre son fiables, asĆ que debĆamos respetar la opinión del cocinero; y que poner en duda la fuente de su conocimiento (la experiencia personal) era una muestra de pedanterĆa y temeridad.
Quienes me conocen ya pueden imaginar el terremoto mental que sufrĆ. Lo que leĆa no solo violaba el rigor epistemológico mĆ”s elemental, sino que parecĆa una broma. Como las estadĆsticas son poco fiables, Āænos fiamos mejor de una Ćŗnica persona? Como existen errores y negligencias mĆ©dicas, Āæla próxima vez nos fiamos de la intuición del cocinero del hospital a la hora de decidir cómo proceder en una operación a corazón abierto? La mayor muestra de pedanterĆa y temeridad, de hecho, es afirmar que se puede saber mĆ”s personalmente de lo que sugiere una estadĆstica (sobre todo si tus pruebas al respecto se basan en observaciones subjetivas).
Lo que os intentarĆ© demostrar a continuación no es solo el poder de la estadĆstica sobre nuestras intuiciones, generalmente erróneas, sino que los lugareƱos ofrecen información, a menudo, contradictoria no solo con la de otros lugareƱos, sino con ellos mismos. Para eso nos adentraremos en el caso de cómo los viajeros a menudo han explicado mal las cosas que han visto, y tambiĆ©n cómo los lugareƱos les han explicado solo su visión parcial e incompleta de la realidad. Un viajero que no lee acerca del lugar al que viaja, pues, difĆcilmente obtendrĆ” una interpretación certera de lo que estĆ” viendo, al igual que un viajero que solo lee y nunca viaja, tampoco tendrĆ” una experiencia completa del viaje.
La gente es tonta
SĆ, la gente es tonta. No es un insulto indiscriminado, sino una generalización que tambiĆ©n me incumbe, porque yo tambiĆ©n soy gente. Todos somos tontos. No importa lo que hagamos, lo que leamos, lo que aprendamos, los nootrópicos que consumamos. Seguiremos siendo tontos. Esta idea, totalmente contraintuitiva y desmoralizadora, de hecho, apenas tuvo arraigo en el mundo hasta mediados del 1600, por las mismas fechas que se inauguraba el Colegio Invisible y se fundaban los basamentos de la ciencia.
La ciencia no podrĆa existir si, previamente, gente mucho mĆ”s inteligente de lo habitual no hubiese asumido que era tonta. Que no podĆa fiarse de ella misma, y ni siquiera podĆa fiarse de los que parecĆan mĆ”s inteligentes todavĆa. Aceptar este cambio de paradigma fue tan arduo y doloroso como, en su dĆa, asumir que la Tierra no era el centro del Universo o que el ser humano era solo un animal mĆ”s dentro del alambicado proceso evolutivo. Es lógico, pues todos esos cambios de paradigma implicaban empequeƱecer al ser humano, volverlo todavĆa mĆ”s minĆŗsculo y escasamente importante para el devenir del mundo.
Tan gravoso ha sido aceptar estos cambios de paradigma que aĆŗn hoy, en el siglo XXI, existen algunas personas que todavĆa sostienen el heliocentrismo o el diseƱo inteligente (o la versión mĆ”s burda, el creacionismo). Son los menos, naturalmente, pero no asĆ ocurre con la asunción de que, insisto, somos rematadamente tontos y no podemos confiar en nosotros mismos. Por ello, esta aserción apenas ha calado extramuros del mundo acadĆ©mico, sobre todo cientĆfico. Cualquier persona de la calle, incluso con formación universitaria, afirmarĆ” sin dudarlo que Ć©l no es tonto, que incluso estĆ” por encima de la media, que sabe por quĆ© hace las cosas, que puede confiar en sus intuiciones y, sobre todo, en sus percepciones. Los que saben que eso es incierto son los que se dedican a trabajar con el mĆ©todo cientĆfico, o con otras herramientas que subsanan los errores de interpretación humanos. Por ejemplo, en un tribunal, los testigos oculares apenas tienen peso si no hay pruebas que respalden sus afirmaciones. Un buen ejemplo de lo quebradizo que es un testigo ocular es la pelĆcula Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet.
Francis Bacon sabĆa que Ć©ramos tontos, Ć©l incluido, por eso seƱaló que debĆamos empezar a desconfiar de todo el conocimiento atesorado por gente que creĆa saber cómo funcionaban las cosas. Y que, a partir de ahora, solo darĆamos por vĆ”lido un conocimiento que hubiera sido expuesto a los ojos de la mayorĆa de expertos, sometido a juicio, superado controles y protocolos exigentes. Y, aun asĆ, dicho conocimiento podrĆa modificarse o eliminarse en cuanto alguien, aunque solo fuera una Ćŗnica persona sin nombre importante, demostrara que habĆa un error.
Una de las herramientas que suelen emplearse para evitar la tontunez humana es la estadĆstica. A travĆ©s de la estadĆstica conseguimos que la intuición personal o el cĆ”lculo a ojo cubero no malinterprete la realidad. Si no existiera la estadĆstica, la mayorĆa de la gente creerĆa que viajar en avión es mĆ”s peligroso que viajar en coche porque el avión le da mĆ”s miedo. La estadĆstica corrige esa miopĆa, o ese anumerismo que denuncia el matemĆ”tico John Allen Paulos en El hombre anumĆ©rico. La estadĆstica tambiĆ©n permite saber cuĆ”n peligroso es conducir. Si nos ofrecen la cifra de mil muertos al aƱo, en realidad no sabemos nada sobre la peligrosidad de conducir, porque faltan datos del tipo ĀæcuĆ”nta gente conduce? ĀæCuĆ”ntas horas se conducen? Si incluimos esos parĆ”metros, entonces descubrimos que muere casi tanta gente conduciendo como sufriendo accidentes en casa, sobre todo en el baƱo o en las escaleras.
La mayorĆa de la gente cree que no es tonta. Afortunadamente, miles de psicólogos pueden demostrar tras dĆ©cadas de experimentos que la gente no solo es tonta, sino que es mucho mĆ”s tonta de lo que generalmente cree.
Oiga, buen hombre, Āæpara ir a Notre Dame?
Llegamos a ParĆs, queremos ir a la Torre Eiffel o a Notre Dame, preguntamos a un parisino y nos indica que estamos cerca o lejos o a cinco minutos o a diez, y que queda justo hacia aquella dirección, torciendo tres calles mĆ”s tarde a la derecha, y luego a la izquierda tres calles mĆ”s. Es probable que sus indicaciones sean certeras. Que finalmente lleguemos adonde querĆamos ir. Pero esas indicaciones jamĆ”s tendrĆ”n la precisión de un GPS. Ni siquiera puede que se acerque a ella.
Un parisino, aunque lleve toda su vida viviendo en la misma ciudad, no tiene necesariamente un mapa mental proporcionado de la ciudad. Es lo que demostró Stanley Milgram en la dĆ©cada de 1960, tras recopilar cientos de mapas dibujados por parisinos de todas las edades y todas las profesiones, incluidos arquitectos y universitarios, gente aparentemente formada. En los mapas, en ocasiones, se omitĆan enclaves famosos, como precisamente la Torre Eiffel y Notre Dame. Pero el error mĆ”s sutil estaba en el Sena, el rĆo que cruza la ciudad. El 92 % de la gente subestimaba la curvatura del Sena, tal y como publicó Milgram en su artĆculo āPsychological Maps of Parisā para Environmental Psychology. No hablamos de unos pocos, ni de la mayorĆa, sino de que prĆ”cticamente todos los parisinos ignoraban cómo se curvaba el Sena al cruzar la ciudad. Como si fueran turistas ignorantes.
Incluso en un estudio similar, los taxistas, en apariencia perfectos conocedores de los recovecos de la ciudad, enderezaban en su mayorĆa las calles de la ciudad. Como si su mapa de Manhattan estuviera bajo el influjo del LSD. TambiĆ©n las distancias cortas se exageran, y las distancias largas se subestiman. AsĆ, a la hora de preguntar cómo llegar a determinado lugar, la respuesta en general distarĆ” de ser precisa, cuando no errónea, tal y como seƱala Joseph Hallinan en su libro Las trampas de la mente:
Cuando se le pide a la gente que navegue utilizando puntos de referencia, como sus casas o un edificio famoso cercano, sucede algo incluso mƔs extraƱo: juzgan que la distancia a un punto de referencia es menor que la distancia desde un punto de referencia. Esto es cierto incluso en comparaciones a gran escala. Por ejemplo, la gente juzga que Corea del Norte estƔ mƔs cerca de China que China de Corea del Norte.
De igual modo que nos fiaremos mĆ”s de un mapa para saber cómo discurre el Sena antes que del criterio de la mayorĆa de los locales, imaginaos lo que sucede con cuestiones mĆ”s complejas que ataƱen a la vida cotidiana de un lugar.
DĆgame, Āæy la gente cómo es por aquĆ?
Metodológicamente, lo mĆ”s desaconsejado a la hora de conocer a fondo un lugar es preguntar nada a nadie sobre ese lugar. La gente sabe cosas, sobre todo si vive en determinado sitio. Pero lo que sabe es solo su visión de las cosas, parcial e incompleta. AdemĆ”s, los detalles que los lugareƱos registran en su dĆa a dĆa a menudo tienden a ser eliminados si resultan inoportunos o contradicen algunas de sus ideas preexistentes. Los hechos que sencillamente no encajan, se olvidan o se reinterpretan. Y los que encajan, se usan como ejemplos paradigmĆ”ticos. Al igual que un racista frente a un afroamericano, que tenderĆ” a recordar mĆ”s los ejemplos donde el afroamericano se comporta mal o resulta maleducado antes que al contrario.
Siguiendo con mi anĆ©cdota acerca del consumo de tĆ©, el tipo que puso en duda la estadĆstica al respecto tambiĆ©n cuestionó mi afirmación de que los habitantes de dicho lugar no precisaban mĆ”s ortodoncia que en otros paĆses. El tipo aducĆa que eso era falso, que solo hacĆa falta caminar por las calles para ver que mucha gente tenĆa los dientes mal. Y que yo, en consecuencia, no tenĆa ni idea. Porque yo no vivĆa allĆ como Ć©l, y por tanto no me cruzaba cada dĆa con gente que recordaba a Bugs Bunny.
Una afirmación semejante habrĆa constituido la expulsión inmediata del Colegio Invisible. Recordad, no hay que cansarse de repetirlo: la gente es tonta. TĆŗ eres tonto. Yo soy tonto. Por eso no hay que fiarse de lo que ves, sobre todo si estĆ”s realizando una estadĆstica mental de todos los habitantes de un paĆs. ĀæCon cuĆ”ntas personas te has cruzado de los sesenta o setenta millones que viven por allĆ? ĀæHas sido capaz de recordarlas todas? ĀæHas comparado todas esas personas con las personas que viven en otros paĆses del mundo para establecer que sĆ existe mayor necesidad de ortodoncia? Si ni siquiera nos ponemos de acuerdo sobre quiĆ©n ha fregado mĆ”s veces los platos en casa, Āæcómo vamos a saber si hay mucha o poca gente asĆ o asĆ”?
Obviamente, este ejemplo es tan delirante que no precisa dedicarle demasiado tiempo para desmontarlo. Sin embargo, estos errores de apreciación se producen en asuntos mucho mÔs sutiles, que incluso pasarÔn mayormente desapercibidos por nosotros a la hora de informarnos sobre un lugar.
Si hablamos con un local acerca de la comida tĆpica, las costumbres tĆpicas o las manĆas mĆ”s arraigadas, no podremos evitar asumir que todo lo que nos dicen es verdad. Pero no hay forma de saber si es asĆ. De hecho, es tan difĆcil distinguir la verdad de la interpretación de la verdad que los antropólogos lo tienen casi imposible a la hora de estudiar una cultura in situ. La propia presencia del antropólogo incluso puede estar adulterando el comportamiento cultural de los locales, como la luz entrando en una sala de revelado de fotografĆas.
Uno de los principales investigadores sobre esta tendencia a capturar parcialmente la realidad cultural que nos rodea fue el psicólogo de la Universidad de Cambridge sir F. C. Bartlett en su estudioĀ āRemembering: A Study in Experimental and Social Psychologyā. Su experimento mĆ”s famoso al respecto se llevó a cabo con La guerra de los fantasmas, un cuento popular de los nativos americanos que procedĆa de finales del siglo XIX y que originalmente se narraba en lengua kathlamet, un dialecto hablado por los chinook que habitaban el curso del rĆo Columbia, entre el actual Washington y Oregón. La historia fue traducida y publicada en inglĆ©s en 1901, justo antes de que el dialecto se extinguiera para siempre.
Lo que hizo Bartlett fue dejar leer a veinte ingleses, siete mujeres y trece hombres, La guerra de los fantasmas. El texto apenas tenĆa una pĆ”gina, asĆ que, tras un pequeƱo perĆodo de tiempo, los lectores debĆan escribir todo lo que recordaran de la historia. Los detalles de la historia fueron recortados, cambiados e incluso omitidos por los lectores ingleses. Pero lo mĆ”s interesante fue que la historia se racionalizó bajo el prisma cultural inglĆ©s. Los lectores ingleses intentaban encajar la historia en su propio modelo del mundo. Le otorgaban un sentido que sincronizara con la idiosincrasia inglesa, no con la original, que se ignoraba. Como el propio Bartlett admitirĆa: Ā«Pronto la historia tiende a verse privada de sus formas sorprendentes, chocantes y aparentemente incoherentes y a reducirse a una narración ordenadaĀ».
Esta adulteración no se produce al intentar penetrar con nuestras herramientas intelectuales en otra cultura, sino que se produce tambiĆ©n al intentar descifrar nuestra propia cultura compartida. Es decir, un lugareƱo, a fin de cuentas, tiene una visión de las cosas, y esa visión influye en cómo interpreta la cultura compartida de los otros lugareƱos. Nosotros venimos cargados de nuestra propia idiosincrasia, tratando de darle significado a lo que nos cuenta un seƱor que, a su vez, filtra a su manera lo que pasa a su alrededor. Conclusión: hemos visto una proyección desenfocada de una adaptación cinematogrĆ”fica hollywoodiense acerca de una cultura extinta a la que solo podemos acceder a travĆ©s de las memorias de un marinero que en su dĆa tuvo contacto con ella. Estoy exagerando. Pero nuestra forma de desvirtuar la realidad es tan patológica y queda tan oculta en diversas capas de autoengaƱo que solo a travĆ©s de la hipĆ©rbole somos capaces de acercarnos un poco a la magnitud del desastre.
Nuestra Ćŗnica salvación al respecto es penetrar en la cultura a travĆ©s de instrumentos esterilizados, datos contrastados y estadĆsticas. Todo ello puede estar igualmente contaminado, viciado o hasta manipulado. Pero entonces nuestra labor consiste en mejorar el proceso, o en denunciar las fallas con otros estudios metodológicamente similares. Lo que resulta de todo punto ilógico es llamar por telĆ©fono a un cocinero y preguntarle, oiga, Āæla gente de aquĆ tiene los dientes que parecen Tiburón o no? (En cualquier caso, deberĆamos llamar a cientos o miles de personas de forma aleatoria y abarcando varios segmentos sociales para formular la misma pregunta, realizar una estadĆstica y obtener el siguiente dato: Ā«la mayorĆa de la gente de este lugar cree que tiene los dientes malĀ», lo cual dista de parecerse a Ā«la mayorĆa de la gente de este lugar tiene los dientes malĀ»).
No todo es evitar mancharse
DespuĆ©s de esta apologĆa al viaje a travĆ©s de los libros, los datos y la comodidad de la biblioteca, no puedo evitar recordar que viajar no solo consiste en ver las cosas a travĆ©s de un viril de museo. Para capturar toda la experiencia de un lugar, ademĆ”s, hay que trasladarse fĆsicamente a ese lugar. Y, por supuesto, hablar con los lugareƱos (aunque tomĆ”ndose sus aserciones con cierta distancia).
El viaje debe ser fĆsico y palpable porque asĆ ponemos en marcha nuestros cinco sentidos. Al viajar a un lugar desconocido, prestamos mĆ”s atención de lo habitual, como esponjas, tal y como seƱala David Brooks en su libro El animal social: Ā«Esta receptividad se produce solo cuando estamos fĆsicamente ahĆ, no cuando leemos sobre un sitio, sino sólo cuando estamos en el escenario, inmersos en Ć©lĀ».
Viajar no solo entraƱa adquirir datos racionales, sino nuevos estados mentales y emocionales. Acabalar experiencias y anĆ©cdotas. Si todo lo miramos a travĆ©s de la lupa, al fin y al cabo, se nos puede pasar lo mĆ”s importante, o incluso creer que algo existe cuando no lo hace, como el caso de las montaƱas Kong, presuntamente descubiertas en 1798 por el cartógrafo inglĆ©s James Rennell en Ćfrica occidental, de oeste a este desde la actual Nigeria hasta Sierra Leona. Se tardó cien aƱos en descubrirse que esa cordillera de mil kilómetros no era real. Hasta que el aventurero francĆ©s Louis-Gustave Binger las visitó por sĆ mismo. O el caso del reputado geógrafo y experto en los pueblos autóctonos americanos, el francĆ©s Emmanuel Domenech, que publicó el manuscrito Livre des Sauvag sobre una serie de misteriosos pictogramas originales de la Ć©poca precolombina… que luego resultaron ser los deberes de un niƱo alemĆ”n, y los misteriosos āpictogramasā en realidad eran los intentos de aquel niƱo por escribir en letra gótica.
Asà pues, no hay que mirar todo por una lupa, pero tampoco olvidar que vuestros ojos (y el de los lugareños que hablarÔn con vosotros) estÔn desenfocados como si sufrieran presbicia.
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Muchos tenemos una idea romĆ”ntica de viajar que cosiste en llegar vĆrgenes y prĆstinos a un enclave y dejarnos guiar por los lugareƱos, todos sabios y con alma de cicerone, dispuestos a compartir sus conocimientos secretos del lugar con nosotros. Pero esta idea podrĆa tener demasiados inconvenientes si echamos un vistazo a los estudios sobre cómo la gente interpreta lo que le rodea o transmite su cosmovisión de las cosas.
Asumamos, aunque sea de perogrullo, que los lugareƱos puede que nos indiquen un restaurante, un rincón recoleto o una actividad poco turĆstica que nos resulte excepcional. Todos nosotros, yo incluido, tenemos buenas experiencias que contar al respecto. Pero tambiĆ©n hay que tener en cuenta que la gente suele tener una visión muy parcial de las cosas: sĆ, es un buen restaurante para el lugareƱo, pero Āæes bueno en comparación con el resto? (y a esa pregunta solo podemos responder probando todos los restaurantes de la zona) ĀæLo que Ć©l considera bueno es tambiĆ©n bueno para nosotros? ĀæPuede que algĆŗn tipo de sesgo cognitivo influya en su respuesta? ĀæPuede que sencillamente nos estĆ© mintiendo para reĆrse de nosotros o que no tenga ni repajolera idea de lo que dice? Entre el 1 y el 4 por ciento de la población mundial tiene inclinaciones psicópatas, Āæcómo saber si el pintoresco local que tenemos delante no lo es?
Todo esto viene a colación de una anĆ©cdota que me ha ocurrido hace poco en otro sitio en el que escribo. Tras echar por tierra una serie de tópicos sobre un determinado paĆs, como que su consumo de tĆ© no es tan elevado como se creĆa atendiendo a las estadĆsticas, diversas personas me han enmendando la plana. Sobre todo un cocinero que trabajaba en dicho paĆs y que aseguraba, segĆŗn palabras textuales, que el consumo de tĆ© sĆ que era elevado porque todos sus conocidos tomaban mucho tĆ©, y en cualquier supermercado hay muchas variedades de tĆ©, lo cual evidencia la gran demanda al respecto. Otra persona adujo directamente que las estadĆsticas no siempre son fiables, asĆ que debĆamos respetar la opinión del cocinero; y que poner en duda la fuente de su conocimiento (la experiencia personal) era una muestra de pedanterĆa y temeridad.
Quienes me conocen ya pueden imaginar el terremoto mental que sufrĆ. Lo que leĆa no solo violaba el rigor epistemológico mĆ”s elemental, sino que parecĆa una broma. Como las estadĆsticas son poco fiables, Āænos fiamos mejor de una Ćŗnica persona? Como existen errores y negligencias mĆ©dicas, Āæla próxima vez nos fiamos de la intuición del cocinero del hospital a la hora de decidir cómo proceder en una operación a corazón abierto? La mayor muestra de pedanterĆa y temeridad, de hecho, es afirmar que se puede saber mĆ”s personalmente de lo que sugiere una estadĆstica (sobre todo si tus pruebas al respecto se basan en observaciones subjetivas).
Lo que os intentarĆ© demostrar a continuación no es solo el poder de la estadĆstica sobre nuestras intuiciones, generalmente erróneas, sino que los lugareƱos ofrecen información, a menudo, contradictoria no solo con la de otros lugareƱos, sino con ellos mismos. Para eso nos adentraremos en el caso de cómo los viajeros a menudo han explicado mal las cosas que han visto, y tambiĆ©n cómo los lugareƱos les han explicado solo su visión parcial e incompleta de la realidad. Un viajero que no lee acerca del lugar al que viaja, pues, difĆcilmente obtendrĆ” una interpretación certera de lo que estĆ” viendo, al igual que un viajero que solo lee y nunca viaja, tampoco tendrĆ” una experiencia completa del viaje.
La gente es tonta
SĆ, la gente es tonta. No es un insulto indiscriminado, sino una generalización que tambiĆ©n me incumbe, porque yo tambiĆ©n soy gente. Todos somos tontos. No importa lo que hagamos, lo que leamos, lo que aprendamos, los nootrópicos que consumamos. Seguiremos siendo tontos. Esta idea, totalmente contraintuitiva y desmoralizadora, de hecho, apenas tuvo arraigo en el mundo hasta mediados del 1600, por las mismas fechas que se inauguraba el Colegio Invisible y se fundaban los basamentos de la ciencia.
La ciencia no podrĆa existir si, previamente, gente mucho mĆ”s inteligente de lo habitual no hubiese asumido que era tonta. Que no podĆa fiarse de ella misma, y ni siquiera podĆa fiarse de los que parecĆan mĆ”s inteligentes todavĆa. Aceptar este cambio de paradigma fue tan arduo y doloroso como, en su dĆa, asumir que la Tierra no era el centro del Universo o que el ser humano era solo un animal mĆ”s dentro del alambicado proceso evolutivo. Es lógico, pues todos esos cambios de paradigma implicaban empequeƱecer al ser humano, volverlo todavĆa mĆ”s minĆŗsculo y escasamente importante para el devenir del mundo.
Tan gravoso ha sido aceptar estos cambios de paradigma que aĆŗn hoy, en el siglo XXI, existen algunas personas que todavĆa sostienen el heliocentrismo o el diseƱo inteligente (o la versión mĆ”s burda, el creacionismo). Son los menos, naturalmente, pero no asĆ ocurre con la asunción de que, insisto, somos rematadamente tontos y no podemos confiar en nosotros mismos. Por ello, esta aserción apenas ha calado extramuros del mundo acadĆ©mico, sobre todo cientĆfico. Cualquier persona de la calle, incluso con formación universitaria, afirmarĆ” sin dudarlo que Ć©l no es tonto, que incluso estĆ” por encima de la media, que sabe por quĆ© hace las cosas, que puede confiar en sus intuiciones y, sobre todo, en sus percepciones. Los que saben que eso es incierto son los que se dedican a trabajar con el mĆ©todo cientĆfico, o con otras herramientas que subsanan los errores de interpretación humanos. Por ejemplo, en un tribunal, los testigos oculares apenas tienen peso si no hay pruebas que respalden sus afirmaciones. Un buen ejemplo de lo quebradizo que es un testigo ocular es la pelĆcula Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet.
Francis Bacon sabĆa que Ć©ramos tontos, Ć©l incluido, por eso seƱaló que debĆamos empezar a desconfiar de todo el conocimiento atesorado por gente que creĆa saber cómo funcionaban las cosas. Y que, a partir de ahora, solo darĆamos por vĆ”lido un conocimiento que hubiera sido expuesto a los ojos de la mayorĆa de expertos, sometido a juicio, superado controles y protocolos exigentes. Y, aun asĆ, dicho conocimiento podrĆa modificarse o eliminarse en cuanto alguien, aunque solo fuera una Ćŗnica persona sin nombre importante, demostrara que habĆa un error.
Una de las herramientas que suelen emplearse para evitar la tontunez humana es la estadĆstica. A travĆ©s de la estadĆstica conseguimos que la intuición personal o el cĆ”lculo a ojo cubero no malinterprete la realidad. Si no existiera la estadĆstica, la mayorĆa de la gente creerĆa que viajar en avión es mĆ”s peligroso que viajar en coche porque el avión le da mĆ”s miedo. La estadĆstica corrige esa miopĆa, o ese anumerismo que denuncia el matemĆ”tico John Allen Paulos en El hombre anumĆ©rico. La estadĆstica tambiĆ©n permite saber cuĆ”n peligroso es conducir. Si nos ofrecen la cifra de mil muertos al aƱo, en realidad no sabemos nada sobre la peligrosidad de conducir, porque faltan datos del tipo ĀæcuĆ”nta gente conduce? ĀæCuĆ”ntas horas se conducen? Si incluimos esos parĆ”metros, entonces descubrimos que muere casi tanta gente conduciendo como sufriendo accidentes en casa, sobre todo en el baƱo o en las escaleras.
La mayorĆa de la gente cree que no es tonta. Afortunadamente, miles de psicólogos pueden demostrar tras dĆ©cadas de experimentos que la gente no solo es tonta, sino que es mucho mĆ”s tonta de lo que generalmente cree.
Oiga, buen hombre, Āæpara ir a Notre Dame?
Llegamos a ParĆs, queremos ir a la Torre Eiffel o a Notre Dame, preguntamos a un parisino y nos indica que estamos cerca o lejos o a cinco minutos o a diez, y que queda justo hacia aquella dirección, torciendo tres calles mĆ”s tarde a la derecha, y luego a la izquierda tres calles mĆ”s. Es probable que sus indicaciones sean certeras. Que finalmente lleguemos adonde querĆamos ir. Pero esas indicaciones jamĆ”s tendrĆ”n la precisión de un GPS. Ni siquiera puede que se acerque a ella.
Un parisino, aunque lleve toda su vida viviendo en la misma ciudad, no tiene necesariamente un mapa mental proporcionado de la ciudad. Es lo que demostró Stanley Milgram en la dĆ©cada de 1960, tras recopilar cientos de mapas dibujados por parisinos de todas las edades y todas las profesiones, incluidos arquitectos y universitarios, gente aparentemente formada. En los mapas, en ocasiones, se omitĆan enclaves famosos, como precisamente la Torre Eiffel y Notre Dame. Pero el error mĆ”s sutil estaba en el Sena, el rĆo que cruza la ciudad. El 92 % de la gente subestimaba la curvatura del Sena, tal y como publicó Milgram en su artĆculo āPsychological Maps of Parisā para Environmental Psychology. No hablamos de unos pocos, ni de la mayorĆa, sino de que prĆ”cticamente todos los parisinos ignoraban cómo se curvaba el Sena al cruzar la ciudad. Como si fueran turistas ignorantes.
Incluso en un estudio similar, los taxistas, en apariencia perfectos conocedores de los recovecos de la ciudad, enderezaban en su mayorĆa las calles de la ciudad. Como si su mapa de Manhattan estuviera bajo el influjo del LSD. TambiĆ©n las distancias cortas se exageran, y las distancias largas se subestiman. AsĆ, a la hora de preguntar cómo llegar a determinado lugar, la respuesta en general distarĆ” de ser precisa, cuando no errónea, tal y como seƱala Joseph Hallinan en su libro Las trampas de la mente:
Cuando se le pide a la gente que navegue utilizando puntos de referencia, como sus casas o un edificio famoso cercano, sucede algo incluso mƔs extraƱo: juzgan que la distancia a un punto de referencia es menor que la distancia desde un punto de referencia. Esto es cierto incluso en comparaciones a gran escala. Por ejemplo, la gente juzga que Corea del Norte estƔ mƔs cerca de China que China de Corea del Norte.
De igual modo que nos fiaremos mĆ”s de un mapa para saber cómo discurre el Sena antes que del criterio de la mayorĆa de los locales, imaginaos lo que sucede con cuestiones mĆ”s complejas que ataƱen a la vida cotidiana de un lugar.
DĆgame, Āæy la gente cómo es por aquĆ?
Metodológicamente, lo mĆ”s desaconsejado a la hora de conocer a fondo un lugar es preguntar nada a nadie sobre ese lugar. La gente sabe cosas, sobre todo si vive en determinado sitio. Pero lo que sabe es solo su visión de las cosas, parcial e incompleta. AdemĆ”s, los detalles que los lugareƱos registran en su dĆa a dĆa a menudo tienden a ser eliminados si resultan inoportunos o contradicen algunas de sus ideas preexistentes. Los hechos que sencillamente no encajan, se olvidan o se reinterpretan. Y los que encajan, se usan como ejemplos paradigmĆ”ticos. Al igual que un racista frente a un afroamericano, que tenderĆ” a recordar mĆ”s los ejemplos donde el afroamericano se comporta mal o resulta maleducado antes que al contrario.
Siguiendo con mi anĆ©cdota acerca del consumo de tĆ©, el tipo que puso en duda la estadĆstica al respecto tambiĆ©n cuestionó mi afirmación de que los habitantes de dicho lugar no precisaban mĆ”s ortodoncia que en otros paĆses. El tipo aducĆa que eso era falso, que solo hacĆa falta caminar por las calles para ver que mucha gente tenĆa los dientes mal. Y que yo, en consecuencia, no tenĆa ni idea. Porque yo no vivĆa allĆ como Ć©l, y por tanto no me cruzaba cada dĆa con gente que recordaba a Bugs Bunny.
Una afirmación semejante habrĆa constituido la expulsión inmediata del Colegio Invisible. Recordad, no hay que cansarse de repetirlo: la gente es tonta. TĆŗ eres tonto. Yo soy tonto. Por eso no hay que fiarse de lo que ves, sobre todo si estĆ”s realizando una estadĆstica mental de todos los habitantes de un paĆs. ĀæCon cuĆ”ntas personas te has cruzado de los sesenta o setenta millones que viven por allĆ? ĀæHas sido capaz de recordarlas todas? ĀæHas comparado todas esas personas con las personas que viven en otros paĆses del mundo para establecer que sĆ existe mayor necesidad de ortodoncia? Si ni siquiera nos ponemos de acuerdo sobre quiĆ©n ha fregado mĆ”s veces los platos en casa, Āæcómo vamos a saber si hay mucha o poca gente asĆ o asĆ”?
Obviamente, este ejemplo es tan delirante que no precisa dedicarle demasiado tiempo para desmontarlo. Sin embargo, estos errores de apreciación se producen en asuntos mucho mÔs sutiles, que incluso pasarÔn mayormente desapercibidos por nosotros a la hora de informarnos sobre un lugar.
Si hablamos con un local acerca de la comida tĆpica, las costumbres tĆpicas o las manĆas mĆ”s arraigadas, no podremos evitar asumir que todo lo que nos dicen es verdad. Pero no hay forma de saber si es asĆ. De hecho, es tan difĆcil distinguir la verdad de la interpretación de la verdad que los antropólogos lo tienen casi imposible a la hora de estudiar una cultura in situ. La propia presencia del antropólogo incluso puede estar adulterando el comportamiento cultural de los locales, como la luz entrando en una sala de revelado de fotografĆas.
Uno de los principales investigadores sobre esta tendencia a capturar parcialmente la realidad cultural que nos rodea fue el psicólogo de la Universidad de Cambridge sir F. C. Bartlett en su estudioĀ āRemembering: A Study in Experimental and Social Psychologyā. Su experimento mĆ”s famoso al respecto se llevó a cabo con La guerra de los fantasmas, un cuento popular de los nativos americanos que procedĆa de finales del siglo XIX y que originalmente se narraba en lengua kathlamet, un dialecto hablado por los chinook que habitaban el curso del rĆo Columbia, entre el actual Washington y Oregón. La historia fue traducida y publicada en inglĆ©s en 1901, justo antes de que el dialecto se extinguiera para siempre.
Lo que hizo Bartlett fue dejar leer a veinte ingleses, siete mujeres y trece hombres, La guerra de los fantasmas. El texto apenas tenĆa una pĆ”gina, asĆ que, tras un pequeƱo perĆodo de tiempo, los lectores debĆan escribir todo lo que recordaran de la historia. Los detalles de la historia fueron recortados, cambiados e incluso omitidos por los lectores ingleses. Pero lo mĆ”s interesante fue que la historia se racionalizó bajo el prisma cultural inglĆ©s. Los lectores ingleses intentaban encajar la historia en su propio modelo del mundo. Le otorgaban un sentido que sincronizara con la idiosincrasia inglesa, no con la original, que se ignoraba. Como el propio Bartlett admitirĆa: Ā«Pronto la historia tiende a verse privada de sus formas sorprendentes, chocantes y aparentemente incoherentes y a reducirse a una narración ordenadaĀ».
Esta adulteración no se produce al intentar penetrar con nuestras herramientas intelectuales en otra cultura, sino que se produce tambiĆ©n al intentar descifrar nuestra propia cultura compartida. Es decir, un lugareƱo, a fin de cuentas, tiene una visión de las cosas, y esa visión influye en cómo interpreta la cultura compartida de los otros lugareƱos. Nosotros venimos cargados de nuestra propia idiosincrasia, tratando de darle significado a lo que nos cuenta un seƱor que, a su vez, filtra a su manera lo que pasa a su alrededor. Conclusión: hemos visto una proyección desenfocada de una adaptación cinematogrĆ”fica hollywoodiense acerca de una cultura extinta a la que solo podemos acceder a travĆ©s de las memorias de un marinero que en su dĆa tuvo contacto con ella. Estoy exagerando. Pero nuestra forma de desvirtuar la realidad es tan patológica y queda tan oculta en diversas capas de autoengaƱo que solo a travĆ©s de la hipĆ©rbole somos capaces de acercarnos un poco a la magnitud del desastre.
Nuestra Ćŗnica salvación al respecto es penetrar en la cultura a travĆ©s de instrumentos esterilizados, datos contrastados y estadĆsticas. Todo ello puede estar igualmente contaminado, viciado o hasta manipulado. Pero entonces nuestra labor consiste en mejorar el proceso, o en denunciar las fallas con otros estudios metodológicamente similares. Lo que resulta de todo punto ilógico es llamar por telĆ©fono a un cocinero y preguntarle, oiga, Āæla gente de aquĆ tiene los dientes que parecen Tiburón o no? (En cualquier caso, deberĆamos llamar a cientos o miles de personas de forma aleatoria y abarcando varios segmentos sociales para formular la misma pregunta, realizar una estadĆstica y obtener el siguiente dato: Ā«la mayorĆa de la gente de este lugar cree que tiene los dientes malĀ», lo cual dista de parecerse a Ā«la mayorĆa de la gente de este lugar tiene los dientes malĀ»).
No todo es evitar mancharse
DespuĆ©s de esta apologĆa al viaje a travĆ©s de los libros, los datos y la comodidad de la biblioteca, no puedo evitar recordar que viajar no solo consiste en ver las cosas a travĆ©s de un viril de museo. Para capturar toda la experiencia de un lugar, ademĆ”s, hay que trasladarse fĆsicamente a ese lugar. Y, por supuesto, hablar con los lugareƱos (aunque tomĆ”ndose sus aserciones con cierta distancia).
El viaje debe ser fĆsico y palpable porque asĆ ponemos en marcha nuestros cinco sentidos. Al viajar a un lugar desconocido, prestamos mĆ”s atención de lo habitual, como esponjas, tal y como seƱala David Brooks en su libro El animal social: Ā«Esta receptividad se produce solo cuando estamos fĆsicamente ahĆ, no cuando leemos sobre un sitio, sino sólo cuando estamos en el escenario, inmersos en Ć©lĀ».
Viajar no solo entraƱa adquirir datos racionales, sino nuevos estados mentales y emocionales. Acabalar experiencias y anĆ©cdotas. Si todo lo miramos a travĆ©s de la lupa, al fin y al cabo, se nos puede pasar lo mĆ”s importante, o incluso creer que algo existe cuando no lo hace, como el caso de las montaƱas Kong, presuntamente descubiertas en 1798 por el cartógrafo inglĆ©s James Rennell en Ćfrica occidental, de oeste a este desde la actual Nigeria hasta Sierra Leona. Se tardó cien aƱos en descubrirse que esa cordillera de mil kilómetros no era real. Hasta que el aventurero francĆ©s Louis-Gustave Binger las visitó por sĆ mismo. O el caso del reputado geógrafo y experto en los pueblos autóctonos americanos, el francĆ©s Emmanuel Domenech, que publicó el manuscrito Livre des Sauvag sobre una serie de misteriosos pictogramas originales de la Ć©poca precolombina… que luego resultaron ser los deberes de un niƱo alemĆ”n, y los misteriosos āpictogramasā en realidad eran los intentos de aquel niƱo por escribir en letra gótica.
Asà pues, no hay que mirar todo por una lupa, pero tampoco olvidar que vuestros ojos (y el de los lugareños que hablarÔn con vosotros) estÔn desenfocados como si sufrieran presbicia.
Hola Sergio, no te quito razón. Se ve en los dichos de “nadie valora lo que tiene”. Si vas a un lugar la gente te aconseja lo turĆstico, nadie repara que igual buscabas una placita tĆpica y silenciosa en un entorno tĆpico.
He leĆdo los libros de Nassim Nicholas Taleb (anoche acabĆ© por fin AntifrĆ”gil) y si algo sacas en claro es que el primate que llamamos humano es el Ćŗnico que se cree inteligente. Pero tenemos toda la heurĆstica y la forma de pensar y actuar como si viviĆ©ramos en tribus, incluso peor aun, en la transmisión cultural se han perdido las habilidades de supervivencia. Aceptar que no sabemos [y no saben] y tomar decisiones en base a la incertidumbre es mucho mĆ”s sensato.
Conozco los libros de Taleb, y son muy interesantes y muy pertinentes en este tema. Muchas gracias por tu comentario.
Brillante articulo, a parte de sorprendente, acertado y revelador, envidio tu capacidad de estructurar tus pensamientos O_O
Muchas gracias, Toni. Eres muy amable.
Pues siento disentir, debo ser tonta..pero para alguien que defiende el metodo cientifico calificar de “tonto” a quien se basa en sus experiencias que epistemologicamente precisamente te estan dando la realidad…No te dan la realidad absoluta porque eso no existe pero te dan una que para empezar tu no has vivido.Las razones del lugareƱo pueden ser malvadas pero es una opinion basada en una realidad, y fuera de contextos filosoficos…En todos los viajes que he hecho no me he encontrado con un solo lugareƱo que al decirle lo que queria no me haya indicado precisamente lo que estaba buscando, tambien hay que saber preguntar y a quien, claro. Buen dia!
Los lugareƱos te dicen lo que creen que quieres oĆr. Pero lo hacen de buena fe.
Y si ya les preguntas por el nombre de algĆŗn espĆ©cimen de fauna local… Son capaces de colocar tigres en pleno desierto del Kalahari.
Un artĆculo muy interesante, Sergio, y muy bien razonado. QuizĆ” el primer “tonto” que encontró el camino fuese Sócrates, con su “sólo sĆ© que no sĆ© nada”…, Ā”y ya quisiĆ©ramos muchos ser tan “tontos” como Ć©l!
Ahora bien, lo que estĆ” claro es que dentro de los tontos hay distintos niveles de gravedad… Y desde luego, los ejemplos que has puesto de sujetos que anteponen la intuición personal al estudio cientĆfico o estadĆstico parecen casos perdidos… Y lamentablemente son mucho mĆ”s frecuentes de lo que nos imaginamos, Āæverdad?
Ā”Enhorabuena por el artĆculo!
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