Nuestra lucha a muerte contra la inteligencia animal
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La ciencia cognitiva es el laboratorio que comparten la neurologĂa y la filosofĂa. TambiĂ©n paran allĂ disciplinas aparentemente distantes como la psicologĂa, la programaciĂłn, la lingĂŒĂstica y la inteligencia artificial. Hay dos grandes escuelas enfrentadas: una materialista que considera que la mente es el resultado de la suma de sus partes, y otra metafĂsica que sigue buscando «algo mĂĄs». Gilbert Ryle acuñó la expresiĂłn «el fantasma en la mĂĄquina» en los años 80 para definir ese «algo mĂĄs» que lleva siglos esquivando salir en la foto. Y para chotearse un poco de Descartes, cuya teorĂa de que somos un fantasma atrapado en una mĂĄquina de carne serĂa bastante graciosa, si no fuera por la la cantidad de animales que torturĂł en directo para demostrarla.
Los materialistas creen que si la evoluciĂłn ha conseguido crear esa conciencia de la nada, es porque se trata de un proceso que, en algĂșn momento de los prĂłximos años, podremos re-ingeniar. Los metafĂsicos argumentan que pensar en la mente como un conjunto de procesos bioquĂmicos nos reduce a «cosas» y le quita sentido a nuestra existencia. Argumentan que la individualidad de la experiencia y la originalidad del pensamiento son prueba suficiente de la existencia de un yo. Para saber si eres de los primeros o los segundos, hay una fĂłrmula sencilla. Si crees que un robot puede ser inteligente, eres materialista. Si piensas que sĂłlo puede parecerlo, entonces eres metafĂsico.
Materialistas vs MetafĂsicos: sĂłlo puede quedar uno
El problema mĂĄs grave al que se enfrentan los materialistas -donde destacan Richard Dawkins, Steven Pinker, Christopher Hitchens y Daniel Dennett- es que la primera consecuencia lĂłgica de sus presupuestos es la Singularidad. «Una vez la tecnologĂa nos permita re-ingeniar la mente humana âescribe Yoval Noah Harari en su Ășltimo bestseller Homo Deusâ el Homo Sapiens desaparecerĂĄ, la historia humana habrĂĄ terminado y serĂĄ el un proceso completamente distinto que escapa a nuestra comprensiĂłn». En otras palabras: si no somos protagonistas de la creaciĂłn, nos perderemos en el tiempo como lĂĄgrimas en la lluvia. EstarĂamos nominados para salir de la casa. Naturalmente, esta narrativa goza de poca popularidad fuera de la comunidad cientĂfica.
Por otra parte, el gran problema de los metafĂsicos se llama Charles Darwin, y llevan intentando resolverlo desde 1859. Si el hombre viene del mono, y entre el mono y la nada estĂĄn todas las especies hasta llegar a la medusa, entonces la diferencia entre nuestra inteligencia y la suya es una cuestiĂłn de grado, no de clase. Si todos los seres vivos somos los frutos del ĂĄrbol de la vida, nuestra inteligencia no es fundamentalmente distinta de la de todos los demĂĄs.
Es por una mezcla de colonialismo, narcisismo y ansiedad de la influencia que buscamos inteligencia en el espacio para «no estar solos en el universo» mientras negamos violentamente la de los millones de criaturas que nos rodean. Nuestro sentido de la vida depende de que seamos los protagonistas en la gran novela de la creación. Si somos actores secundarios con el resto de la plantilla, ya nada tiene sentido. El precio de quedarnos en la casa es nominar a todos los demås.
Quién lo tiene mås grande, esa es la cuestión
El primatĂłlogo Frans de Waal se nos lo preguntaba en un polĂ©mico libro: ÂżSomos lo suficientemente inteligentes para entender lo inteligentes que son los animales? La respuesta de Carl Safina es que si lo somos, da lo mismo. En su ponencia del reciente Kosmopolis, el festival de literatura avanzada de Barcelona, el divulgador ecologista newyorquino se preguntaba: ÂżcĂłmo podemos identificar la inteligencia animal de manera cientĂfica? No podemos entrar en sus cerebros pero podemos mirarlos. Podemos mirar su comportamiento y sacar conclusiones. Y lo hacemos: vemos que los pulpos, los elefantes, los delfines y los pĂĄjaros presentan todos los sĂntomas de una inteligencia y una sensibilidad singular.
Nos sorprendemos constantemente con noticias sobre colaboraciĂłn entre especies, sobre su coraje, su nobleza, su lealtad y su compasiĂłn. Nuestra manera de honrar ese conocimiento es cazarlos, arrojarlos en agua hirviendo, arrancar sus cuernos, encerrarlos para alimentarnos, entretenernos o vestirnos y exterminarlos en general.
Otros cientĂficos que prefieren ignorar su comportamiento y medir sus cerebros. Medir la cantidad de neuronas que tienen para evaluar su complejidad. Haciendo esto vemos rĂĄpidamente que el cerebro de todos los mamĂferos se parecen, pero que el de un ratĂłn es menos complejo que el de un perro y que el del perro es menos complejo que el de un niño de siete años. En neurobiologĂa, el tamaño importa mucho, pero en tĂ©rminos relativos. Los pĂĄjaros, como los humanos, tienen un cerebro muy grande en relaciĂłn con el resto del cuerpo.
El problema de esta premisa es el delfĂn. ÂĄSu cerebro es mĂĄs grande y mĂĄs complejo que el nuestro! Los delfines tienen una excelente memoria, distinguen a los animales de otra especie y se comunican por medio de ultrasonidos. Su comportamiento es sociable y a veces compasivo, son capaces de resolver problemas complejos y de entender que hay consecuencias para cada acciĂłn. En general, parecen extremadamente listos. El Ășnico argumento sĂłlido que tenemos para defender que no son mĂĄs listos que nosotros es que nosotros los dominamos a ellos, y no al revĂ©s.
El problema de la violencia como sĂntoma de inteligencia
Cuando uno se adentra en las variadas ramas de investigaciĂłn sobre la inteligencia humana, se encuentra con este argumento una y otra vez. Si son tan listos, Âżpor quĂ© se dejan exterminar? O, como dice Safina en su ponencia: ÂżPor quĂ© no nos hacen mĂĄs daño? ÂżNo se saben defender? Este argumento requiere que aceptemos dos premisas dudosas. La primera es que el instinto de dominaciĂłn es sĂntoma inequĂvoco de una inteligencia superior. La naturaleza ofrece ejemplos notables de lo contrario, y la cola de la panaderĂa los domingos, tambiĂ©n. La segunda, que nuestra manera de interactuar con el resto del planeta es una virtud de la inteligencia. Si aplicamos la teorĂa de la estupidez del matemĂĄtico italiano Carlo Cipolla, enseguida vemos que la premisa es falsa.
Es una realidad cientĂficamente demostrada que nuestro dominio sobre el planeta es lo que ha puesto en peligro la supervivencia de todas las especies que lo habitan, incluyendo la nuestra. Si, segĂșn Cipolla, el estĂșpido es aquel que hace cosas que perjudican a su prĂłjimo pero tambiĂ©n a sĂ mismo, nuestra especie es la mĂĄs estĂșpida de la creaciĂłn, y sin duda la mĂĄs peligrosa. Por eso, aunque fuĂ©ramos lo suficientemente inteligentes para entender la inteligencia de los animales, nos darĂa igual porque nuestra alucinaciĂłn colectiva requiere que no la tengan. Como el Quijote de Borges que, en su aventura imaginaria acaba matando de verdad, no podemos «admitir que el acto tremendo es obra de un delirio. La realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrĂĄ nunca de su locura».
Dice Carl Safina que las cosas que nos hacen humanos no son las cosas que creemos que nos hacen humanos. Porque vemos versiones distintas de esas cosas en todos los animales a los que observamos. No somos los Ășnicos que sienten amor, empatĂa, comprensiĂłn y bondad. Muy al contrario. «Lo que nos hace humanos» -explica el pensador- «es que somos los animales mĂĄs crueles, y tambiĂ©n los mĂĄs compasivos, los mĂĄs creativos y los mĂĄs destructivos del reino animal. Somos los animales mĂĄs extremistas de todos, esto es lo que nos define y nos separa de todos los demĂĄs». Ahora necesitamos ser mucho mĂĄs inteligentes si queremos sobrevivir a nuestra extrema estupidez. Todas las especies dependen de ello, incluida la nuestra.
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Los materialistas creen que si la evoluciĂłn ha conseguido crear esa conciencia de la nada, es porque se trata de un proceso que, en algĂșn momento de los prĂłximos años, podremos re-ingeniar. Los metafĂsicos argumentan que pensar en la mente como un conjunto de procesos bioquĂmicos nos reduce a «cosas» y le quita sentido a nuestra existencia. Argumentan que la individualidad de la experiencia y la originalidad del pensamiento son prueba suficiente de la existencia de un yo. Para saber si eres de los primeros o los segundos, hay una fĂłrmula sencilla. Si crees que un robot puede ser inteligente, eres materialista. Si piensas que sĂłlo puede parecerlo, entonces eres metafĂsico.
Materialistas vs MetafĂsicos: sĂłlo puede quedar uno
El problema mĂĄs grave al que se enfrentan los materialistas -donde destacan Richard Dawkins, Steven Pinker, Christopher Hitchens y Daniel Dennett- es que la primera consecuencia lĂłgica de sus presupuestos es la Singularidad. «Una vez la tecnologĂa nos permita re-ingeniar la mente humana âescribe Yoval Noah Harari en su Ășltimo bestseller Homo Deusâ el Homo Sapiens desaparecerĂĄ, la historia humana habrĂĄ terminado y serĂĄ el un proceso completamente distinto que escapa a nuestra comprensiĂłn». En otras palabras: si no somos protagonistas de la creaciĂłn, nos perderemos en el tiempo como lĂĄgrimas en la lluvia. EstarĂamos nominados para salir de la casa. Naturalmente, esta narrativa goza de poca popularidad fuera de la comunidad cientĂfica.
Por otra parte, el gran problema de los metafĂsicos se llama Charles Darwin, y llevan intentando resolverlo desde 1859. Si el hombre viene del mono, y entre el mono y la nada estĂĄn todas las especies hasta llegar a la medusa, entonces la diferencia entre nuestra inteligencia y la suya es una cuestiĂłn de grado, no de clase. Si todos los seres vivos somos los frutos del ĂĄrbol de la vida, nuestra inteligencia no es fundamentalmente distinta de la de todos los demĂĄs.
Es por una mezcla de colonialismo, narcisismo y ansiedad de la influencia que buscamos inteligencia en el espacio para «no estar solos en el universo» mientras negamos violentamente la de los millones de criaturas que nos rodean. Nuestro sentido de la vida depende de que seamos los protagonistas en la gran novela de la creación. Si somos actores secundarios con el resto de la plantilla, ya nada tiene sentido. El precio de quedarnos en la casa es nominar a todos los demås.
Quién lo tiene mås grande, esa es la cuestión
El primatĂłlogo Frans de Waal se nos lo preguntaba en un polĂ©mico libro: ÂżSomos lo suficientemente inteligentes para entender lo inteligentes que son los animales? La respuesta de Carl Safina es que si lo somos, da lo mismo. En su ponencia del reciente Kosmopolis, el festival de literatura avanzada de Barcelona, el divulgador ecologista newyorquino se preguntaba: ÂżcĂłmo podemos identificar la inteligencia animal de manera cientĂfica? No podemos entrar en sus cerebros pero podemos mirarlos. Podemos mirar su comportamiento y sacar conclusiones. Y lo hacemos: vemos que los pulpos, los elefantes, los delfines y los pĂĄjaros presentan todos los sĂntomas de una inteligencia y una sensibilidad singular.
Nos sorprendemos constantemente con noticias sobre colaboraciĂłn entre especies, sobre su coraje, su nobleza, su lealtad y su compasiĂłn. Nuestra manera de honrar ese conocimiento es cazarlos, arrojarlos en agua hirviendo, arrancar sus cuernos, encerrarlos para alimentarnos, entretenernos o vestirnos y exterminarlos en general.
Otros cientĂficos que prefieren ignorar su comportamiento y medir sus cerebros. Medir la cantidad de neuronas que tienen para evaluar su complejidad. Haciendo esto vemos rĂĄpidamente que el cerebro de todos los mamĂferos se parecen, pero que el de un ratĂłn es menos complejo que el de un perro y que el del perro es menos complejo que el de un niño de siete años. En neurobiologĂa, el tamaño importa mucho, pero en tĂ©rminos relativos. Los pĂĄjaros, como los humanos, tienen un cerebro muy grande en relaciĂłn con el resto del cuerpo.
El problema de esta premisa es el delfĂn. ÂĄSu cerebro es mĂĄs grande y mĂĄs complejo que el nuestro! Los delfines tienen una excelente memoria, distinguen a los animales de otra especie y se comunican por medio de ultrasonidos. Su comportamiento es sociable y a veces compasivo, son capaces de resolver problemas complejos y de entender que hay consecuencias para cada acciĂłn. En general, parecen extremadamente listos. El Ășnico argumento sĂłlido que tenemos para defender que no son mĂĄs listos que nosotros es que nosotros los dominamos a ellos, y no al revĂ©s.
El problema de la violencia como sĂntoma de inteligencia
Cuando uno se adentra en las variadas ramas de investigaciĂłn sobre la inteligencia humana, se encuentra con este argumento una y otra vez. Si son tan listos, Âżpor quĂ© se dejan exterminar? O, como dice Safina en su ponencia: ÂżPor quĂ© no nos hacen mĂĄs daño? ÂżNo se saben defender? Este argumento requiere que aceptemos dos premisas dudosas. La primera es que el instinto de dominaciĂłn es sĂntoma inequĂvoco de una inteligencia superior. La naturaleza ofrece ejemplos notables de lo contrario, y la cola de la panaderĂa los domingos, tambiĂ©n. La segunda, que nuestra manera de interactuar con el resto del planeta es una virtud de la inteligencia. Si aplicamos la teorĂa de la estupidez del matemĂĄtico italiano Carlo Cipolla, enseguida vemos que la premisa es falsa.
Es una realidad cientĂficamente demostrada que nuestro dominio sobre el planeta es lo que ha puesto en peligro la supervivencia de todas las especies que lo habitan, incluyendo la nuestra. Si, segĂșn Cipolla, el estĂșpido es aquel que hace cosas que perjudican a su prĂłjimo pero tambiĂ©n a sĂ mismo, nuestra especie es la mĂĄs estĂșpida de la creaciĂłn, y sin duda la mĂĄs peligrosa. Por eso, aunque fuĂ©ramos lo suficientemente inteligentes para entender la inteligencia de los animales, nos darĂa igual porque nuestra alucinaciĂłn colectiva requiere que no la tengan. Como el Quijote de Borges que, en su aventura imaginaria acaba matando de verdad, no podemos «admitir que el acto tremendo es obra de un delirio. La realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrĂĄ nunca de su locura».
Dice Carl Safina que las cosas que nos hacen humanos no son las cosas que creemos que nos hacen humanos. Porque vemos versiones distintas de esas cosas en todos los animales a los que observamos. No somos los Ășnicos que sienten amor, empatĂa, comprensiĂłn y bondad. Muy al contrario. «Lo que nos hace humanos» -explica el pensador- «es que somos los animales mĂĄs crueles, y tambiĂ©n los mĂĄs compasivos, los mĂĄs creativos y los mĂĄs destructivos del reino animal. Somos los animales mĂĄs extremistas de todos, esto es lo que nos define y nos separa de todos los demĂĄs». Ahora necesitamos ser mucho mĂĄs inteligentes si queremos sobrevivir a nuestra extrema estupidez. Todas las especies dependen de ello, incluida la nuestra.
Creo que siempre hay una confusiĂłn en este debate. Confundimos ser “humano” con ser “persona” o ser “inteligente”. Ser “humano” es un hecho biolĂłgico, el de pertenecer a una especie animal determinada. Y no implica ser trascendentes en el universo, aunque crean eso las personas religiosas y algunos filĂłsofos. No somos menos humanos por el hecho de que alguna vez desaparezcamos, sea cual sea la causa. No necesariamente debido a la “singularidad tecnolĂłgica”. Es probable que merecieran el apelativo “humano” otras especies del gĂ©nero Homo ya desaparecidas. Ser “persona” o ser “inteligente” son caracterĂsticas que son concebibles para otras especies o para otros seres, incluso artificiales. Opino que ya nos hemos encontrado sobre la faz de la Tierra otros seres con distintos grados o niveles de inteligencia (delfines, chimpances, o cualquier animal con un sistema nervioso central razonablemente evolucionado). Sobre si nos hemos encontrado con otras “personas”… hay si que hay un problema de definiciĂłn filosĂłfica de otro cariz… JardĂn en el que no me voy a meter ahora.
Excelente artĂculo, gracias.
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