Esteban Fernández era el orgulloso dueño de un carrusel. No dicen las crónicas desde cuándo lo regentaba ni si viajaba de una ciudad a otra con él, de feria en feria. Solo sabemos que ese año de 1834, el tÃo Esteban, que asà le conocÃan todos, tenÃa su carrusel ubicado en el Paseo de las Delicias de Madrid.
Era verano. Aquel mes de julio el calor apretaba con fuerza en la capital del Reino. El tÃo Esteban, refugiado a la sombra de su carrusel, aguardaba sentado a que bajara el sol para poner en funcionamiento su vieja atracción de feria. Sudaba y tenÃa sed. Cogió el botijo y se dirigió a la fuente de la plaza para rellenarlo.
CorrÃan tiempos revueltos en la Villa aquellos dÃas. Una terrible epidemia de cólera azotaba la ciudad y la gente andaba temerosa del contagio. Algunos incluso sospechaban que el origen estaba en las fuentes y que estas habÃan sido envenenadas por los frailes como una forma de castigo por los pecados del pueblo. Pero Esteban no hacÃa caso de rumores y todos los dÃas llenaba su botijo con el agua fresca sin preocuparse de nada más. «Algún dÃa enfermerás, le decÃan sus vecinos». Pero nada le hacÃa cambiar de costumbres.
Una mañana, el tÃo Esteban no abrió su carrusel. Los vecinos se preguntaban qué podÃa haber pasado para que el viejo no hubiera abierto su atracción. Cuando llegó la noticia de su enfermedad, cayó como un mazazo sobre los temerosos vecinos de Delicias. El cólera habÃa llegado al barrio.
Pasaron los dÃas y Esteban no mejoraba. Y por fin alguien confirmó las peores sospechas. El viejo habÃa muerto.
A su entierro acudió el barrio entero porque todos querÃan al viejo titiritero. El sepelio transcurrÃa triste por las calles y solo se oÃa el llanto lastimero de las plañideras. Y de pronto, el féretro se abrió de golpe y el muerto se incorporó con el rostro descompuesto. «¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!», gritaba el resucitado ante el estupor de sus vecinos, luchando por salir de aquel ataúd.
La anécdota de la resurrección del TÃo Esteban corrió como la pólvora por todo Madrid  y su carrusel volvió a funcionar unos dÃas después. Pero ya no se llamaba el carrusel del TÃo Esteban. Ahora era el del TÃo Vivo. El nombre hizo gracia y desde entonces, a esas atracciones de caballitos de madera que dan vueltas y vueltas al son de un organillo se las llama asÃ, tiovivos.
Hay quien dice que el tÃo Esteban no existió ni tampoco su carrusel. Y que el nombre de la atracción viene porque los dueños solÃan ser hombres vivos, avispados y despiertos. Pero si la historia es cierta o no, poco importa. Como me la contaron, os la cuento. Juzgad vosotros.
Imagen: Shutterstock
Esteban Fernández era el orgulloso dueño de un carrusel. No dicen las crónicas desde cuándo lo regentaba ni si viajaba de una ciudad a otra con él, de feria en feria. Solo sabemos que ese año de 1834, el tÃo Esteban, que asà le conocÃan todos, tenÃa su carrusel ubicado en el Paseo de las Delicias de Madrid.
Era verano. Aquel mes de julio el calor apretaba con fuerza en la capital del Reino. El tÃo Esteban, refugiado a la sombra de su carrusel, aguardaba sentado a que bajara el sol para poner en funcionamiento su vieja atracción de feria. Sudaba y tenÃa sed. Cogió el botijo y se dirigió a la fuente de la plaza para rellenarlo.
CorrÃan tiempos revueltos en la Villa aquellos dÃas. Una terrible epidemia de cólera azotaba la ciudad y la gente andaba temerosa del contagio. Algunos incluso sospechaban que el origen estaba en las fuentes y que estas habÃan sido envenenadas por los frailes como una forma de castigo por los pecados del pueblo. Pero Esteban no hacÃa caso de rumores y todos los dÃas llenaba su botijo con el agua fresca sin preocuparse de nada más. «Algún dÃa enfermerás, le decÃan sus vecinos». Pero nada le hacÃa cambiar de costumbres.
Una mañana, el tÃo Esteban no abrió su carrusel. Los vecinos se preguntaban qué podÃa haber pasado para que el viejo no hubiera abierto su atracción. Cuando llegó la noticia de su enfermedad, cayó como un mazazo sobre los temerosos vecinos de Delicias. El cólera habÃa llegado al barrio.
Pasaron los dÃas y Esteban no mejoraba. Y por fin alguien confirmó las peores sospechas. El viejo habÃa muerto.
A su entierro acudió el barrio entero porque todos querÃan al viejo titiritero. El sepelio transcurrÃa triste por las calles y solo se oÃa el llanto lastimero de las plañideras. Y de pronto, el féretro se abrió de golpe y el muerto se incorporó con el rostro descompuesto. «¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!», gritaba el resucitado ante el estupor de sus vecinos, luchando por salir de aquel ataúd.
La anécdota de la resurrección del TÃo Esteban corrió como la pólvora por todo Madrid  y su carrusel volvió a funcionar unos dÃas después. Pero ya no se llamaba el carrusel del TÃo Esteban. Ahora era el del TÃo Vivo. El nombre hizo gracia y desde entonces, a esas atracciones de caballitos de madera que dan vueltas y vueltas al son de un organillo se las llama asÃ, tiovivos.
Hay quien dice que el tÃo Esteban no existió ni tampoco su carrusel. Y que el nombre de la atracción viene porque los dueños solÃan ser hombres vivos, avispados y despiertos. Pero si la historia es cierta o no, poco importa. Como me la contaron, os la cuento. Juzgad vosotros.
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