Paquito el chocolatero: los cuñados que acabaron en todas las fiestas

¡Yorokobu gratis en formato digital!
No es que a Francisco PĂ©rez Molina le diesen miedo los cementerios, es que prescindĂa de todo aquello que inspirase tristeza. La primera vez que fue al cementerio no pudo negarse. Sonaba la canciĂłn que ese dĂa se quedĂł en el mundo para inmortalizarle: Paquito el chocolatero, el pasodoble que su cuñado Gustavo Pascual FalcĂł le dedicĂł. A Gustavo le enterraron el Viernes Santo de 1946 en silencio. A su banda, ese dĂa, no le permitieron tocar.
Cocentaina, en la provincia de Alicante, está sumida en el silencio porque es noviembre y ha terminado la feria medieval. Las calles, semidesiertas, parecen sacadas de una novela de Juan Rulfo. Lo único que hiende el silencio esta mañana son las notas que salen de las casas de los músicos. En la plaza de Paquito el chocolatero los niños dan patadas a un balón, cortan el aire con los columpios.
—No, yo no iba a música —dice una chica.
—¿Cómo que no? Si tocabas el piano —le reprende un chaval de su edad.
El archivo musical del Museo de la Fiesta de Cocentaina da una idea de lo que ocurre aquĂ: sus paredes albergan partituras de hasta treinta y nueve compositores del pueblo, entre ellos, Gustavo Pascual FalcĂł. De Gustavo, además se exponen sus primeras grabaciones y algunos documentos. La partitura de Paquito el chocolatero y la guitarra con la que compuso el pasodoble, que ahora están en el Museo ArqueolĂłgico Provincial de Alicante, han dejado huĂ©rfano su pequeño altar en el museo contestano.
Claro que también se trabaja, pero basta preguntar cómo se vivió en Cocentaina la Guerra Civil para dar con una respuesta reveladora:
—No habĂa mĂşsica ni fiesta —dice la hija de Paquito el chocolatero.
Pienso que se trata de una confusiĂłn e insisto.
—Pues eso: sin mĂşsica ni fiesta. Las partituras de mi tĂo Gustavo estaban guardadas en un baĂşl. Cuando se acercaba un aviĂłn que volaba muy bajo, nos escondĂamos debajo del patio del Palau.
Con 82 años, la hija de Paquito el chocolatero no puede vivir sin mĂşsica. Lo primero que hace al levantarse es buscar un disco, de cualquier estilo, en su casa de Benidorm. Una vez empieza a sonar una canciĂłn, ya puede desayunar, limpiar y bajar al mar a nadar. Paca la chocolatera atesora el carácter jovial de su padre. En plena posguerra, con lo que suponĂa ser mujer entonces, tuvo el valor de acercarse a Ă©l para decirle: «Me voy a casar y me voy a ir a vivir a Francia». El dĂa que partiĂł fue la Ăşnica vez que vio llorar a su padre.
Paquito siempre se apartaba del mal con mĂşsica. Cuando su mujer estaba triste, Paquito decĂa: «Vamos a hacer una orquesta». Entonces agarraba cualquier objeto de la cocina, repartĂa ollas y tapas, y ponĂa a los niños a tocar hasta que su mujer se alegraba. En la casa de Paquito, las fiestas de agosto empezaban en abril, porque su mujer, que era modista, cosĂa los trajes de toda su filá y la casa se teñĂa de colores y se llenaba fiesteros. Paca y sus hermanos eran la envidia de los jĂłvenes y más de uno manifestĂł que ojalá hubiese sido hijo de Paquito para poder estar de fiesta en casa todos los dĂas.
La hija era la sombra del padre. Paca fue la única que heredó el apodo. Por estar siempre detrás de él, presenció hasta el nacimiento del pasodoble que llevó el nombre de su padre a lugares tan remotos como Japón y Australia.
*
A los pies de la Sierra de Mariola, veraneaba una familia en 1937. España llevaba un año tiñéndose de sangre y las fiestas de los pueblos habĂan quedado paralizadas. Tantas ganas de fiesta tenĂan, tantas ganas de mĂşsica, que ni una guerra pudo relegar su alegrĂa.
—Mira, Paquito, tengo aquà tres cosas y quiero regalarte una. ¿Cuál te gusta más? —le preguntó Gustavo, extendiendo tres partituras ante su cuñado.
—Pues esta, que es más alegre y se parece a mà —Paquito no dudó demasiado.
—Entonces te la dedico.
Aquella canciĂłn, que hoy suena en todas partes, la compuso Gustavo para las fiestas de Moros y Cristianos de su pueblo y no se estrenĂł hasta que terminĂł la guerra.
Gustavo tocaba el violoncello en el cine mudo. No era un trabajo fácil: requerĂa mucha atenciĂłn y capacidad de improvisaciĂłn para adaptar la mĂşsica a las escenas y retransmitir sus sensaciones. Con la guitarra componĂa sus canciones. Pero en lo que realmente destacĂł fue en el clarinete. Hay una foto de Gustavo, vestido con el uniforme de la banda, en la que el instrumento casi alcanza el tamaño del niño.
Desde pequeño, Gustavo tuvo que vivir atemorizado por una enfermedad renal: sus padres no le dejaban salir del pueblo por miedo a que le pasara algo sin ellos. Ni siquiera le permitieron que fuese a Barcelona a estudiar música y, por eso, no pudo desarrollar todo su potencial. Lo de una persona que se queda mirando a la nada y apunta todos los sonidos que escucha en un pentagrama hecho a mano porque no tiene dinero para comprar papel pautado tiene que ser vocación.
Cuando jugaba en la plaza, una niña destacaba por encima de las demás. Fueron enamorándose a medida que crecĂan y se cruzaban por la calle. El padre de Consuelito se negĂł a aceptar que su hija se casara con un hombre enfermo. Aun asĂ lo hizo. Solo su hermano Paquito la apoyĂł: «No hagas caso a nadie. Si tĂş le quieres, cásate con Ă©l». Gustavo, conmovido, comenzĂł a encariñarse con aquel hombre alegre que no le recordaba su omnipresente enfermedad. DespuĂ©s de la boda, Gustavo y Paquito ya eran inseparables.
Consuelito asumiĂł su decisiĂłn y ocurriĂł lo previsto: pasĂł viuda la mayor parte de su vida. Gustavo muriĂł a los 36 años. Su hijo tenĂa once meses cuando el compositor falleciĂł. Carmen sĂ pudo disfrutar durante algunos años de su padre, aunque la memoria la traiciona a veces:
—Le veo bajando una cuesta, volviendo de trabajar, con las manos agarradas por detrás. Es el único recuerdo que tengo de él.
Me muero. Lo sĂ©. He aprendido a vivir con esta certeza demasiado pronto. Se burlan: «Mea ya», dicen. «Mea, no sea que luego nos hagas parar». Dicen de mĂ que soy el Ăşnico que ha orinado en la entrada de Alcoy con la chilaba puesta. Todos beben y todos fuman más de lo que mi cuerpo estarĂa dispuesto a soportar. Todos menos yo. Yo, que no fumo, que no sĂ© a quĂ© sabe una resaca, me voy a morir antes que todos ellos. Y lo sĂ©, porque hace tiempo que me muero.
Algo asĂ debiĂł de pensar Gustavo alguno de esos ratos en los que, bajo una parra, papel de estraza sobre las rodillas y la mirada vagando en busca de sonidos, anotaba la mĂşsica de los pájaros. SolĂa preguntar por quĂ© se iba Ă©l a morir antes que los demás. No es algo que uno manifieste en voz alta un par de veces sin haberlo pensado antes, por lo menos, unas veinte.
Gustavo no fue a la guerra por la enfermedad que padecĂa. Se encerrĂł en casa durante tres años para que nadie hablase de Ă©l o intentase reclutarle y se dedicĂł a componer sin descanso. Su cuñado Paquito, apodado el chocolatero porque su familia regentaba una chocolaterĂa, sĂ participĂł, pero encontrĂł la forma de librarse de la guerra desde dentro. Cuando vio que tenĂa que enfrentarse a familiares y amigos, decidiĂł que mejor serĂa aprovechar sus dotes haciendo teatro. Durante toda la guerra, recuerda su hija, se dedicĂł a hacerse pasar por otros para entretener a los combatientes y asĂ alejarse del riesgo de matar a un primo o a un vecino.
Controlado por su entorno y el miedo de sus padres, Gustavo se convirtió en un hombre responsable y puntual. Solo una vez llegó tarde a comer. «¿Qué le pasará?», se preocupaba su madre.
—Y no vino hasta las seis de la tarde —recuerda Carmen—. HabĂa estado componiendo la marcha mora Buscant un bort.
—Cuando la estrenaron no sonaba bien. AsĂ que dijo: «¿Puedo dirigir yo?» Lo que quieras, le respondieron en la banda. EmpezĂł a reorganizar los instrumentos; colocĂł a los mĂşsicos justo al contrario: los que estaban delante, acabaron al final y los Ăşltimos fueron los primeros. Mira si empezĂł a sonar que ese dĂa llevaron a mi padre a hombros hasta su casa.
Carmen custodia los últimos periódicos que hablan de su padre. Los extrae con delicadeza de un amplio bolso y los extiende sobre la mesa. Ambos, ilustrados con la misma imagen: la portada de la partitura de Paquito el chocolatero. En la casa en la que murió Paquito y en la que ahora vive Carmen, la mujer expone con cariño una copia de la partitura enmarcada. Una canción que todos bailan pero de la que pocos pueden decir: ¿Sabes? La compuso mi padre. Salvo ella y su hermano.
—El tĂo Paquito era un tormento, de divertido que era —dice Carmen.
—Dejó huella en el pueblo. Todos han hablado de su humor —aclara su hermano Gustavo—. Tiraba de todos para ir de fiesta. Mi padre era muy formal, pero cuando se juntaban, le encantaba la juerga.
—El fiestero más elegante era el tĂo Paquito. Siempre con su traje y su corbata.
Gustavo y Paquito eran dos caras de una misma moneda: uno vivĂa para la mĂşsica y el otro para la fiesta. Tres dĂ©cadas despuĂ©s de la muerte de Gustavo, el cáncer se llevĂł a Paquito a los 65 años. Ninguno de los dos pudo ver cĂłmo triunfĂł su canciĂłn. Desde hace diez años, Paquito el chocolatero es la pieza tocada en directo que más derechos genera de España, segĂşn la SGAE. Es la que más suena en las fiestas de los pueblos y hoteles, y ha llegado a todo el mundo.
Los dos cuñados siguen estando en todas las fiestas porque no hay mejor forma de hacerse eterno que hacerse canción. Los hijos de ambos los recuerdan siempre juntos, en casa de cualquiera de ellos e incapaces de tomar decisiones el uno sin el otro.
—Gustavo no hacĂa nada sin Paquito y Paquito no hacĂa nada sin Gustavo —recuerda Paca en una cafeterĂa de Benidorm.
Afuera pasa una banda. Hay gente de otra Ă©poca en la playa emulando que acaba de hallar una virgen a la deriva, que será un sĂmbolo del pueblo y que dentro de unos cuantos siglos festejarán en su honor. Dispararán al cielo de alegrĂa, y una mujer de 82 años, al otro lado del cristal, contará que asĂ enterraron a su padre, porque muriĂł como viviĂł: con mĂşsica.
—
Foto: Shutterstock
¡Yorokobu gratis en formato digital!
No es que a Francisco PĂ©rez Molina le diesen miedo los cementerios, es que prescindĂa de todo aquello que inspirase tristeza. La primera vez que fue al cementerio no pudo negarse. Sonaba la canciĂłn que ese dĂa se quedĂł en el mundo para inmortalizarle: Paquito el chocolatero, el pasodoble que su cuñado Gustavo Pascual FalcĂł le dedicĂł. A Gustavo le enterraron el Viernes Santo de 1946 en silencio. A su banda, ese dĂa, no le permitieron tocar.
Cocentaina, en la provincia de Alicante, está sumida en el silencio porque es noviembre y ha terminado la feria medieval. Las calles, semidesiertas, parecen sacadas de una novela de Juan Rulfo. Lo único que hiende el silencio esta mañana son las notas que salen de las casas de los músicos. En la plaza de Paquito el chocolatero los niños dan patadas a un balón, cortan el aire con los columpios.
—No, yo no iba a música —dice una chica.
—¿Cómo que no? Si tocabas el piano —le reprende un chaval de su edad.
El archivo musical del Museo de la Fiesta de Cocentaina da una idea de lo que ocurre aquĂ: sus paredes albergan partituras de hasta treinta y nueve compositores del pueblo, entre ellos, Gustavo Pascual FalcĂł. De Gustavo, además se exponen sus primeras grabaciones y algunos documentos. La partitura de Paquito el chocolatero y la guitarra con la que compuso el pasodoble, que ahora están en el Museo ArqueolĂłgico Provincial de Alicante, han dejado huĂ©rfano su pequeño altar en el museo contestano.
Claro que también se trabaja, pero basta preguntar cómo se vivió en Cocentaina la Guerra Civil para dar con una respuesta reveladora:
—No habĂa mĂşsica ni fiesta —dice la hija de Paquito el chocolatero.
Pienso que se trata de una confusiĂłn e insisto.
—Pues eso: sin mĂşsica ni fiesta. Las partituras de mi tĂo Gustavo estaban guardadas en un baĂşl. Cuando se acercaba un aviĂłn que volaba muy bajo, nos escondĂamos debajo del patio del Palau.
Con 82 años, la hija de Paquito el chocolatero no puede vivir sin mĂşsica. Lo primero que hace al levantarse es buscar un disco, de cualquier estilo, en su casa de Benidorm. Una vez empieza a sonar una canciĂłn, ya puede desayunar, limpiar y bajar al mar a nadar. Paca la chocolatera atesora el carácter jovial de su padre. En plena posguerra, con lo que suponĂa ser mujer entonces, tuvo el valor de acercarse a Ă©l para decirle: «Me voy a casar y me voy a ir a vivir a Francia». El dĂa que partiĂł fue la Ăşnica vez que vio llorar a su padre.
Paquito siempre se apartaba del mal con mĂşsica. Cuando su mujer estaba triste, Paquito decĂa: «Vamos a hacer una orquesta». Entonces agarraba cualquier objeto de la cocina, repartĂa ollas y tapas, y ponĂa a los niños a tocar hasta que su mujer se alegraba. En la casa de Paquito, las fiestas de agosto empezaban en abril, porque su mujer, que era modista, cosĂa los trajes de toda su filá y la casa se teñĂa de colores y se llenaba fiesteros. Paca y sus hermanos eran la envidia de los jĂłvenes y más de uno manifestĂł que ojalá hubiese sido hijo de Paquito para poder estar de fiesta en casa todos los dĂas.
La hija era la sombra del padre. Paca fue la única que heredó el apodo. Por estar siempre detrás de él, presenció hasta el nacimiento del pasodoble que llevó el nombre de su padre a lugares tan remotos como Japón y Australia.
*
A los pies de la Sierra de Mariola, veraneaba una familia en 1937. España llevaba un año tiñéndose de sangre y las fiestas de los pueblos habĂan quedado paralizadas. Tantas ganas de fiesta tenĂan, tantas ganas de mĂşsica, que ni una guerra pudo relegar su alegrĂa.
—Mira, Paquito, tengo aquà tres cosas y quiero regalarte una. ¿Cuál te gusta más? —le preguntó Gustavo, extendiendo tres partituras ante su cuñado.
—Pues esta, que es más alegre y se parece a mà —Paquito no dudó demasiado.
—Entonces te la dedico.
Aquella canciĂłn, que hoy suena en todas partes, la compuso Gustavo para las fiestas de Moros y Cristianos de su pueblo y no se estrenĂł hasta que terminĂł la guerra.
Gustavo tocaba el violoncello en el cine mudo. No era un trabajo fácil: requerĂa mucha atenciĂłn y capacidad de improvisaciĂłn para adaptar la mĂşsica a las escenas y retransmitir sus sensaciones. Con la guitarra componĂa sus canciones. Pero en lo que realmente destacĂł fue en el clarinete. Hay una foto de Gustavo, vestido con el uniforme de la banda, en la que el instrumento casi alcanza el tamaño del niño.
Desde pequeño, Gustavo tuvo que vivir atemorizado por una enfermedad renal: sus padres no le dejaban salir del pueblo por miedo a que le pasara algo sin ellos. Ni siquiera le permitieron que fuese a Barcelona a estudiar música y, por eso, no pudo desarrollar todo su potencial. Lo de una persona que se queda mirando a la nada y apunta todos los sonidos que escucha en un pentagrama hecho a mano porque no tiene dinero para comprar papel pautado tiene que ser vocación.
Cuando jugaba en la plaza, una niña destacaba por encima de las demás. Fueron enamorándose a medida que crecĂan y se cruzaban por la calle. El padre de Consuelito se negĂł a aceptar que su hija se casara con un hombre enfermo. Aun asĂ lo hizo. Solo su hermano Paquito la apoyĂł: «No hagas caso a nadie. Si tĂş le quieres, cásate con Ă©l». Gustavo, conmovido, comenzĂł a encariñarse con aquel hombre alegre que no le recordaba su omnipresente enfermedad. DespuĂ©s de la boda, Gustavo y Paquito ya eran inseparables.
Consuelito asumiĂł su decisiĂłn y ocurriĂł lo previsto: pasĂł viuda la mayor parte de su vida. Gustavo muriĂł a los 36 años. Su hijo tenĂa once meses cuando el compositor falleciĂł. Carmen sĂ pudo disfrutar durante algunos años de su padre, aunque la memoria la traiciona a veces:
—Le veo bajando una cuesta, volviendo de trabajar, con las manos agarradas por detrás. Es el único recuerdo que tengo de él.
Me muero. Lo sĂ©. He aprendido a vivir con esta certeza demasiado pronto. Se burlan: «Mea ya», dicen. «Mea, no sea que luego nos hagas parar». Dicen de mĂ que soy el Ăşnico que ha orinado en la entrada de Alcoy con la chilaba puesta. Todos beben y todos fuman más de lo que mi cuerpo estarĂa dispuesto a soportar. Todos menos yo. Yo, que no fumo, que no sĂ© a quĂ© sabe una resaca, me voy a morir antes que todos ellos. Y lo sĂ©, porque hace tiempo que me muero.
Algo asĂ debiĂł de pensar Gustavo alguno de esos ratos en los que, bajo una parra, papel de estraza sobre las rodillas y la mirada vagando en busca de sonidos, anotaba la mĂşsica de los pájaros. SolĂa preguntar por quĂ© se iba Ă©l a morir antes que los demás. No es algo que uno manifieste en voz alta un par de veces sin haberlo pensado antes, por lo menos, unas veinte.
Gustavo no fue a la guerra por la enfermedad que padecĂa. Se encerrĂł en casa durante tres años para que nadie hablase de Ă©l o intentase reclutarle y se dedicĂł a componer sin descanso. Su cuñado Paquito, apodado el chocolatero porque su familia regentaba una chocolaterĂa, sĂ participĂł, pero encontrĂł la forma de librarse de la guerra desde dentro. Cuando vio que tenĂa que enfrentarse a familiares y amigos, decidiĂł que mejor serĂa aprovechar sus dotes haciendo teatro. Durante toda la guerra, recuerda su hija, se dedicĂł a hacerse pasar por otros para entretener a los combatientes y asĂ alejarse del riesgo de matar a un primo o a un vecino.
Controlado por su entorno y el miedo de sus padres, Gustavo se convirtió en un hombre responsable y puntual. Solo una vez llegó tarde a comer. «¿Qué le pasará?», se preocupaba su madre.
—Y no vino hasta las seis de la tarde —recuerda Carmen—. HabĂa estado componiendo la marcha mora Buscant un bort.
—Cuando la estrenaron no sonaba bien. AsĂ que dijo: «¿Puedo dirigir yo?» Lo que quieras, le respondieron en la banda. EmpezĂł a reorganizar los instrumentos; colocĂł a los mĂşsicos justo al contrario: los que estaban delante, acabaron al final y los Ăşltimos fueron los primeros. Mira si empezĂł a sonar que ese dĂa llevaron a mi padre a hombros hasta su casa.
Carmen custodia los últimos periódicos que hablan de su padre. Los extrae con delicadeza de un amplio bolso y los extiende sobre la mesa. Ambos, ilustrados con la misma imagen: la portada de la partitura de Paquito el chocolatero. En la casa en la que murió Paquito y en la que ahora vive Carmen, la mujer expone con cariño una copia de la partitura enmarcada. Una canción que todos bailan pero de la que pocos pueden decir: ¿Sabes? La compuso mi padre. Salvo ella y su hermano.
—El tĂo Paquito era un tormento, de divertido que era —dice Carmen.
—Dejó huella en el pueblo. Todos han hablado de su humor —aclara su hermano Gustavo—. Tiraba de todos para ir de fiesta. Mi padre era muy formal, pero cuando se juntaban, le encantaba la juerga.
—El fiestero más elegante era el tĂo Paquito. Siempre con su traje y su corbata.
Gustavo y Paquito eran dos caras de una misma moneda: uno vivĂa para la mĂşsica y el otro para la fiesta. Tres dĂ©cadas despuĂ©s de la muerte de Gustavo, el cáncer se llevĂł a Paquito a los 65 años. Ninguno de los dos pudo ver cĂłmo triunfĂł su canciĂłn. Desde hace diez años, Paquito el chocolatero es la pieza tocada en directo que más derechos genera de España, segĂşn la SGAE. Es la que más suena en las fiestas de los pueblos y hoteles, y ha llegado a todo el mundo.
Los dos cuñados siguen estando en todas las fiestas porque no hay mejor forma de hacerse eterno que hacerse canción. Los hijos de ambos los recuerdan siempre juntos, en casa de cualquiera de ellos e incapaces de tomar decisiones el uno sin el otro.
—Gustavo no hacĂa nada sin Paquito y Paquito no hacĂa nada sin Gustavo —recuerda Paca en una cafeterĂa de Benidorm.
Afuera pasa una banda. Hay gente de otra Ă©poca en la playa emulando que acaba de hallar una virgen a la deriva, que será un sĂmbolo del pueblo y que dentro de unos cuantos siglos festejarán en su honor. Dispararán al cielo de alegrĂa, y una mujer de 82 años, al otro lado del cristal, contará que asĂ enterraron a su padre, porque muriĂł como viviĂł: con mĂşsica.
—
Foto: Shutterstock
El reportaje está genial, con un montĂłn de detalles y muy bien escrito. Me parecĂa estar de vuelta en Cocentaina… Solo un “pero”, cuando traduces “fester” (participante en las fiestas de Moros y Cristianos) por “fiestero” (juerguista), cambia el significado de la expresiĂłn.
Visto ahora, tienes razĂłn. Gracias por aclararlo.
Acerca de Paquito.
Terminas tu relato como lo comienzas: con alegrĂa. El dolor no es punto final. Apenas es un rasgado de tul. Me ha gustado mucho la peqt/gran historia que, ¡oh casualidad!, me la mandĂł mi cuñado Pepe. Yo soy Paquito, Ă©l es Gustavo. El es el artista, yo el zaragatera.
Felicidades
Enhorabuena por el artĂculo, ha cogido el espĂritu de la fiesta que son los moros y cristianos. Mi madre, alcoiana, ya me contaba que mi abuelo fue de los primeros en introducir este pasodoble en las fiestas de moros y cristianos en los años 50
Comentarios cerrados.