Fidel Castro, en Cuba, lanzó en 1986 un discurso de siete horas y 10 minutos en el Congreso del Partido Comunista. Hugo Chávez empleó siete horas en 2007 en su discurso anual del Estado de la nación de Venezuela.
Son pocos los que aguantan tales peroratas sin echar un cabezadita o, al menos, bostezar disimuladamente. Sin embargo, estos discursos se quedan cortos si los comparamos con algunos proferidos por el reverendo Donald Thomas, de Estados Unidos, que en 1988 impartiĂł una charla sobre nutriciĂłn para atletas vegetarianos (32 horas, 25 minutos), y en 1978, una tesis sobre la filosofĂa de la nutriciĂłn divina (93 horas). El rĂ©cord, con todo, lo tiene LluĂs Colet, en Francia, que en 2009 descargarĂa sin rubor una charla sobre Salvador DalĂ y la cultura catalana, entre otros temas, empleando para ello 124 horas.
El obstructor de leyes
En tĂ©rminos generales, es en el ámbito de las intervenciones polĂticas donde encontramos las charlas más extensas y soporĂferas. Unos monĂłlogos que, además, deben producirse sin ninguna pausa para evitar perder el turno de palabra. Como si hubieran entrado en trance.
Quienes, como el que suscribe, sean fans de la serie El ala oeste de la Casa Blanca, les sonará esta estrategia polĂtico llamado filibustering u obstrucciĂłn parlamentaria, una ley en virtud de la cual un polĂtico puede detentar la palabra todo el tiempo que quiera siempre y cuando no se detenga a descansar.
Eso ha provocado que algunos forzaran la maquinaria para obtener el apoyo necesario por el simple hartazgo del resto, hasta el punto de que uno de ellos estuvo hablando 24 horas. Para conseguirlo, tuvo que entrenarse al estilo Rocky y emplear trucos para beber y comer durante la perorata y no caer desfallecido. Su nombre era Strom Thurmond.

Racista y pesado
El senador demócrata Thurmond era un racista recalcitrante, y en la década de 1950 no estaba dispuesto a que los negros dejara de sufrir segregación en escuelas, restaurantes, cines y transporte público.
Como sabĂa que estaba creándose un caldo de cultivo donde sus convicciones, aunque firmes, tenĂan las de perder, decidiĂł no tanto convencer como vencer. Para ello, se puso en pie en el Capitolio a las 20:54 horas del 28 de agosto de 1957, y empezĂł a hablar. Y a hablar. Y a hablar.
Pasada la media noche, Thurmond continuaba hablando. La mayorĂa de los asistentes ya se habĂan rendido, regresando a sus hogares. Sin embargo, algunos curiosos se quedaron hasta el final. Afortunadamente, se trasladaron camas plegables para quienes quisieran dormir un rato.
Thurmond tenĂa entonces 54 años, en apariencia ya una edad provecta para tales esfuerzos, pero no debĂamos llevarnos a engaño: si Ămpetu y energĂa era tal que se acabarĂa convirtiendo incluso en el Ăşnico polĂtico estadounidense de toda su historia que se sentarĂa en el Senado a la edad de 100 años.

Lo que trataba de obstruir Thurmond era un proyecto de ley, concretamente un enmienda en la que no se ponĂan de acuerdo que se referĂa al derecho a ser juzgado por uno jurado si eras negro. Nadie fue capaz de imaginar hasta quĂ© punto Thurmond iba a permanecer en la cámara soltando su discurso vacĂo con el Ăşnico propĂłsito de que los demás se rindieran. No en vano, se habĂa entrenado y preparado casi como si fuera a la guerra, tal y como explica Simon Gardfield en su libro Cronometrados:
Ese mismo dĂa se metiĂł en la sauna del gimnasio del Senado para deshidratarse, creyendo que, cuantos menos fluidos tuviera en el cuerpo, más lenta serĂa su absorciĂłn de agua y más tiempo podrĂa resistir sin abandonar el estrado para ir al baño. Se llenĂł la chaqueta de vĂveres de emergencia: en un bolsillo, pastillas de leche malteada; en el otro, caramelos para la garganta.
Pero ÂżquĂ© se puede decir en tanto tiempo? Si bien Thurmond empezĂł su intervenciĂłn aduciendo que aquel proyecto de ley no deberĂa aprobarse por tres razones, el resto del tiempo no hizo otra cosa que explicar cosas que nada tenĂan que ver. Por ejemplo, acabĂł leyendo la DeclaraciĂłn de Independencia, el discurso de despedida de George Washington y la Carta de los Derechos inglesa (para todo esto empleĂł cuatro horas).
Thurmond no podĂa ir al baño —teĂłricamente— pero aprovechĂł una pausa en la que Barry Goldwater solicitĂł un detalle en el acta del Congreso, para ir rápidamente a vaciar su vejiga.

Poco a poco, fue pasando la noche. Thurmond apenas hablaba en un monĂłtono susurro, pero nunca se sentĂł (sentarse te hacĂa perder el turno) ni apoyĂł su espalda en ningĂşn sitio. Tampoco quitĂł ningĂşn pie del interior de la cámara (solo lo hizo una vez para ir a comerse un sándwich al vestidor), pero Richard Nixon ni siquiera se dio cuenta porque estaba consultando unos papeles, y tampoco prestaba atenciĂłn a lo que decĂa Thurmond.
Thurmond terminĂł su intervenciĂłn transcurridas 24 horas y 18 minutos. Su intenciĂłn habĂa sido anular o retrasar un proyecto de ley en lo que se conoce como una de las maniobras polĂticas más indecentes de Estados Unidos. Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron el balde: al dĂa siguiente, el Senado aprobarĂa el proyecto de ley por 60 votos contra 15.
Actualmente, tanto en Reino Unido como en Estados Unidos las leyes se han tornado más estrictas en lo referente a los discursos interminables: por ejemplo, ya no se puede divagar exageradamente, ni leer listas interminables de cosas, o recetas gastronĂłmicas, ni nada que no tenga que ver con el tema objeto de glosa. Todos salimos ganando. Y para los que continĂşen añorando esta clase de discursos, el senador de Minnesota apellidado Stackhouse leĂa en su ejercicio de filibustering la lista de ingredientes de una serie de postres y platos de mariscos: El ala oeste de la Casa Blanca, segunda temporada, capĂtulo dĂ©cimo.
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