Mucho antes de ser unas zapatillas, Nike (o NikĆ©) fue la diosa griega de la victoria. Una seƱora a la que solo le gustaba ganar y que sentĆa, por tanto, un enorme desprecio por cualquiera que no ocupase el lugar mĆ”s elevado en el pódium de los vencedores.
Ā«Solo la victoria es bellaĀ», lamentó Thomas Coville tras lograr tan solo el tercer puesto en la regata de la Route du Rhum, una competición transatlĆ”ntica en solitario, sin escalas ni asistencia, que te exige llevar al lĆmite tu velero desde BretaƱa a Guadalupe.
ĀæTan cruel es la victoria que te lleva a deprimirte tras haber logrado tal hazaƱa? La respuesta es sĆ.
En la regata de la Fasnet de 1979, una terrible tormenta acabó con la vida de 19 personas. Solo 86 yates de los 303 inscritos pudieron completarla. Cuentan que cuando el barco vencedor, ostensiblemente dañado, cruzó la meta, el patrón le gritó a su tripulación: «Hemos ganado, podéis hundirlo».
La diosa Nike es implacable. Carece de compasión y nos obliga a dirigir nuestra mirada hacia el vencedor, ignorando con ello las historias, en ocasiones mucho mÔs heroicas, de los demÔs participantes.
Laureles para el vencedor; ignominia y oprobio para el segundo. SegĆŗn esa lógica, ganar una medalla de plata solo quiere decir que no has ganado la de oro. Y, en ocasiones, es todavĆa peor porque la plata ni siquiera existe.
Siguiendo con la nĆ”utica, cabe recordar la anĆ©cdota de la regata mĆ”s famosa del mundo, la America’s Cup. Su nombre proviene de que, en su primera edición, en 1851, el yate vencedor fue la goleta America la que superó a todos sus rivales britĆ”nicos.
Cuando la America cruzó la meta, la reina Victoria I, que presidĆa el evento, preguntó quiĆ©n era el vencedor. Al responderle que el Ćŗnico yate no inglĆ©s participante, ella preguntó entonces quiĆ©n era el segundo. Con gran turbación, alguien tuvo que explicarle: Ā«Majestad, en esta regata no hay segundoĀ».
Esta concepción de «o eres el primero o no eres nadie» viene de antiguo. Incluso de mucho antes de que la diosa Nike implantara su obsesión por el vencedor único. En las tribus primitivas, el macho alfa detentaba ya el liderazgo de forma exclusiva hasta que el aumento de población en las mismas le exigió compartir ciertos territorios de poder (el religioso, el sanitario, el narrativo) con otros individuos sin que en ningún caso ello cuestionara su dominio.
Con el tiempo, esta moda se trasladó al deporte y en Ć©l ha permanecido hasta nuestros dĆas. Pero lo mĆ”s curioso de esta devoción por el hĆ©roe solitario es que, con la llegada del consumo de masas, la cosa se ha exacerbado.
Desde el momento en que las marcas descubrieron la rentabilidad de una fijación tan antigua por el ganador, no existe ninguno que no lleve impresa, al menos, una de ellas en su camiseta al presidir el podio.
En ese sentido, la mejor historia ha sido precisamente, la de Nike. De pequeƱa diosa alada pasó a ser una marca de zapatillas, y de ahĆ, a ser el calzado con el que Michael Jordan se elevaba hasta los cielos para introducir la pelota en la canasta.
Asistir a un partido suyo en el United Center de Chicago era una experiencia casi mitológica. Por los altavoces se pronunciaban los nombres de los jugadores del Chicago Bulls conforme iban apareciendo. De repente, la mĆŗsica cesaba, se apagaban las luces y un solo foco apuntaba al Ćŗltimo en entrar, mientras el locutor se limitaba a decir en tono enfervorecido: Ā«And… Ā”Michael Jordan!Ā».
En ese momento, con un pĆŗblico absolutamente enloquecido, la diosa Nike sonreĆa desde el Olimpo, sabedora de que en realidad era ella la que habĆa vuelto a ganar… incluso mucho antes de comenzar el partido.