Laura habÃa muerto unos dÃas antes. Poco a poco, los asistentes fueron dejando sobre su cadáver una ramita de enebro. Luego, su compañero y su hijo se acercaron con antorchas a la pira y la prendieron. El humo blanco comenzó a ascender en vertical y el lugar se llenó de una fragancia dulce mientras las llamas crecÃan y la madera crepitaba.
Caitlin Doughty observó todo con atención. DÃas antes, habÃa recibido un correo con la invitación a la ceremonia. Dijo que sà porque una tanatopractora, activista y agitadora de la industria funeraria como ella no tiene el común impulso de esquivar los asuntos de la muerte. Al contrario, son su pasión.
Por supuesto, alguien asà no pasa desapercibida. Ni por su trabajo ni por su aspecto, que no desencajarÃa en la familia Addams: mide cerca de dos metros de altura, tiene la tez blanca, pelo negro y flequillo y lo que más abunda en su armario son los vestidos victorianos de terciopelo. Es la imagen del triunfo friki. De hecho, dedicó su libro a su madre y a su padre, y, de paso, a todos los padres que entendieron que debÃan dejar que sus hijos raros fueran raros.
La incineración de Laura que presenció Caitlin Dougthy se hizo en Creston, el único lugar de Occidente donde tú mismo puedes quemar a tus difuntos al aire libre. Una cremación al aire libre como la suya no tiene nada que ver con las incineraciones que ofrecen las funerarias: las llamas consumen poco a poco los tejidos hasta alcanzar los huesos.
No todo queda reducido a polvo; y, precisamente, esa es la gracia, que aún quede algo tuyo. Al contrario, los restos de una incineración industrial son básicamente carbono inorgánico. Es decir, que aquello de que entierren tus cenizas para que de ellas crezca un árbol será solo gesto simbólico si no añaden además algo de abono.
Tal vez la máxima expresión de esta intimidad con los muertos que reivindica Caitlin Dougthy como tan necesaria y que, sin embargo, hemos perdido en nuestras sociedades sea el kotsuage, practicado en Japón.
AllÃ, tras la incineración tradicional, se entregan las cenizas y huesos del muerto a la familia, junto a un par de palillos, unos de bambú y otros de metal. El doliente principal debe recoger los huesos que han quedado entre las cenizas uno a uno con los palillos e introducirlos en una urna. Otros parientes pueden unirse al trabajo.
El último hueso en guardar es el hioides, que se sitúa entre la lengua y el tiroides. Para recogerlo, muchas veces se debe romper la calavera del difunto. De ahà el par de palillos metálicos.
Sonriente, mirando con sus ojos de color turquesa al público, dijo que ella desearÃa que arrojaran su cuerpo en la naturaleza para que se lo comieran los animales. Lamentó que tal práctica no es legal en Occidente, aunque sà es común en las montañas del TÃbet con el llamado «entierro celestial» que consiste en dejar diseccionado el cadáver al alcance de los buitres. En todo caso, quisiera que la dejaran desvanecerse en el subsuelo. La forma más ecológica, dijo, que conoce del buen morir.
Laura habÃa muerto unos dÃas antes. Poco a poco, los asistentes fueron dejando sobre su cadáver una ramita de enebro. Luego, su compañero y su hijo se acercaron con antorchas a la pira y la prendieron. El humo blanco comenzó a ascender en vertical y el lugar se llenó de una fragancia dulce mientras las llamas crecÃan y la madera crepitaba.
Caitlin Doughty observó todo con atención. DÃas antes, habÃa recibido un correo con la invitación a la ceremonia. Dijo que sà porque una tanatopractora, activista y agitadora de la industria funeraria como ella no tiene el común impulso de esquivar los asuntos de la muerte. Al contrario, son su pasión.
Por supuesto, alguien asà no pasa desapercibida. Ni por su trabajo ni por su aspecto, que no desencajarÃa en la familia Addams: mide cerca de dos metros de altura, tiene la tez blanca, pelo negro y flequillo y lo que más abunda en su armario son los vestidos victorianos de terciopelo. Es la imagen del triunfo friki. De hecho, dedicó su libro a su madre y a su padre, y, de paso, a todos los padres que entendieron que debÃan dejar que sus hijos raros fueran raros.
La incineración de Laura que presenció Caitlin Dougthy se hizo en Creston, el único lugar de Occidente donde tú mismo puedes quemar a tus difuntos al aire libre. Una cremación al aire libre como la suya no tiene nada que ver con las incineraciones que ofrecen las funerarias: las llamas consumen poco a poco los tejidos hasta alcanzar los huesos.
No todo queda reducido a polvo; y, precisamente, esa es la gracia, que aún quede algo tuyo. Al contrario, los restos de una incineración industrial son básicamente carbono inorgánico. Es decir, que aquello de que entierren tus cenizas para que de ellas crezca un árbol será solo gesto simbólico si no añaden además algo de abono.
Tal vez la máxima expresión de esta intimidad con los muertos que reivindica Caitlin Dougthy como tan necesaria y que, sin embargo, hemos perdido en nuestras sociedades sea el kotsuage, practicado en Japón.
AllÃ, tras la incineración tradicional, se entregan las cenizas y huesos del muerto a la familia, junto a un par de palillos, unos de bambú y otros de metal. El doliente principal debe recoger los huesos que han quedado entre las cenizas uno a uno con los palillos e introducirlos en una urna. Otros parientes pueden unirse al trabajo.
El último hueso en guardar es el hioides, que se sitúa entre la lengua y el tiroides. Para recogerlo, muchas veces se debe romper la calavera del difunto. De ahà el par de palillos metálicos.
Sonriente, mirando con sus ojos de color turquesa al público, dijo que ella desearÃa que arrojaran su cuerpo en la naturaleza para que se lo comieran los animales. Lamentó que tal práctica no es legal en Occidente, aunque sà es común en las montañas del TÃbet con el llamado «entierro celestial» que consiste en dejar diseccionado el cadáver al alcance de los buitres. En todo caso, quisiera que la dejaran desvanecerse en el subsuelo. La forma más ecológica, dijo, que conoce del buen morir.