21 de julio 2016    /   DIGITAL
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He leĆ­do y aceptado una trampa

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He leƭdo y acepto los tƩrminos y condiciones. O no los he leƭdo, pero igual, con sonora indolencia, los acepto. Suscribo el contrato vinculante. Doy por bueno que una red social sepa mi edad, mi procedencia, ni nombre y apellidos, los de mis familiares, los de mis amigos, mi paradero, mis gustos, mis acciones y hasta mis deseos.

Otorgo mi consentimiento para que una aplicación de citas, celestina del siglo XXI, sepa la pareja que busco, los rasgos de la personalidad que me enamoran, mi penoso ritual del cortejo, incluso mis vergüenzas morales cuando me hace trastabillar algún match.

Con un leve gesto de mi dedo, fútil y apenas meditado, acepto que revisen mi correo, que anoten cada libro que disfruto, cada serie o película que veo, cada juego que me ayuda a pasar las horas muertas o se lleva algunas de las productivas. Con mi permiso, llegan a conocerme tan a fondo que eligen las canciones que escucho, los restaurantes que visito y los platos con que me deleito. Controlan cuÔnto ingreso, cuÔnto gasto y cuÔnto ahorro. Las horas que ando, las que duermo y las que paso en la cama sin dormir, solo o acompañado.

Si me dejo llevar por la desidia y vago sin rumbo por un mar de 140 caracteres, lo saben. Saben si miento y también si digo la verdad. Si pierdo el tiempo escuchando los monólogos de un quinceañero ante una cÔmara, lo saben. Si estoy sano, lo saben. Si estoy enfermo, se enteran. Si estoy feliz o decaído, lo perciben. Si trabajo, les consta. Si fallezco, mi vida es un relato que pervive enterrado entre sus pÔginas.

He leído y acepto conceder sobre mis días y mis noches una licencia no exclusiva, gratuita, sublicenciable y transferible para usarlos, reproducirlos, distribuirlos, crear obras derivadas a partir de ellos, exhibirlos o comunicarlos. Literalmente, consiento que compartan mis desvelos y tribulaciones con otras empresas de su mismo grupo, incluso que los usen cual moneda de cambio en un acuerdo de venta, fusión o bancarrota. Si explota su burbuja, mis idas y venidas serÔn lo único valioso con que puedan comerciar. Estoy de acuerdo en que lo hagan, o eso he dicho.

Alto y claro lo he expresado cuando, sin leer, he aceptado los tĆ©rminos y condiciones. Uno tras otro. Los de la red social, los del chat, los de la app de citas, la de vĆ­deos, la de finanzas, la de mĆŗsica… Cada parcela que he creĆ­do comprar en el ciberespacio, en realidad, ni la he alquilado. Tan sólo me han vendido una licencia para usar un almacĆ©n en la nube, una taquilla donde atesorar mis datos mĆ”s valiosos hasta que se esfumen o un Ć”lbum de fotos virtual de hojas caducas que caerĆ”n cuando el otoƱo llegue al ciberespacio.

Las canciones dejarƔn de sonar, se borrarƔn los recuerdos y entonces, quizƔ, entenderƩ lo que, sin leer, he aceptado: los tƩrminos y condiciones de una trampa.

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He leƭdo y acepto los tƩrminos y condiciones. O no los he leƭdo, pero igual, con sonora indolencia, los acepto. Suscribo el contrato vinculante. Doy por bueno que una red social sepa mi edad, mi procedencia, ni nombre y apellidos, los de mis familiares, los de mis amigos, mi paradero, mis gustos, mis acciones y hasta mis deseos.

Otorgo mi consentimiento para que una aplicación de citas, celestina del siglo XXI, sepa la pareja que busco, los rasgos de la personalidad que me enamoran, mi penoso ritual del cortejo, incluso mis vergüenzas morales cuando me hace trastabillar algún match.

Con un leve gesto de mi dedo, fútil y apenas meditado, acepto que revisen mi correo, que anoten cada libro que disfruto, cada serie o película que veo, cada juego que me ayuda a pasar las horas muertas o se lleva algunas de las productivas. Con mi permiso, llegan a conocerme tan a fondo que eligen las canciones que escucho, los restaurantes que visito y los platos con que me deleito. Controlan cuÔnto ingreso, cuÔnto gasto y cuÔnto ahorro. Las horas que ando, las que duermo y las que paso en la cama sin dormir, solo o acompañado.

Si me dejo llevar por la desidia y vago sin rumbo por un mar de 140 caracteres, lo saben. Saben si miento y también si digo la verdad. Si pierdo el tiempo escuchando los monólogos de un quinceañero ante una cÔmara, lo saben. Si estoy sano, lo saben. Si estoy enfermo, se enteran. Si estoy feliz o decaído, lo perciben. Si trabajo, les consta. Si fallezco, mi vida es un relato que pervive enterrado entre sus pÔginas.

He leído y acepto conceder sobre mis días y mis noches una licencia no exclusiva, gratuita, sublicenciable y transferible para usarlos, reproducirlos, distribuirlos, crear obras derivadas a partir de ellos, exhibirlos o comunicarlos. Literalmente, consiento que compartan mis desvelos y tribulaciones con otras empresas de su mismo grupo, incluso que los usen cual moneda de cambio en un acuerdo de venta, fusión o bancarrota. Si explota su burbuja, mis idas y venidas serÔn lo único valioso con que puedan comerciar. Estoy de acuerdo en que lo hagan, o eso he dicho.

Alto y claro lo he expresado cuando, sin leer, he aceptado los tĆ©rminos y condiciones. Uno tras otro. Los de la red social, los del chat, los de la app de citas, la de vĆ­deos, la de finanzas, la de mĆŗsica… Cada parcela que he creĆ­do comprar en el ciberespacio, en realidad, ni la he alquilado. Tan sólo me han vendido una licencia para usar un almacĆ©n en la nube, una taquilla donde atesorar mis datos mĆ”s valiosos hasta que se esfumen o un Ć”lbum de fotos virtual de hojas caducas que caerĆ”n cuando el otoƱo llegue al ciberespacio.

Las canciones dejarƔn de sonar, se borrarƔn los recuerdos y entonces, quizƔ, entenderƩ lo que, sin leer, he aceptado: los tƩrminos y condiciones de una trampa.

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