3 de marzo 2015    /   CREATIVIDAD
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A tu anuncio le falta swag

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Miércoles de otoño en Agencia de Publicidad. Imaginen el cuadro. Las idas y venidas, los Spotifys, el olor -cargado a humanidad y con algún destello de perfume caro-. El trabajo duro. La procrastrinación.
Y, de repente, alguien parece divertirse. «¿Habéis visto este vídeo?». Gira su iMac de infinitas pulgadas y ahí está. Uno de esos vídeos que muestra -quién sabe si con fines divulgativos o con pretensión de escarnio- a los swaggers. Una -dicen- nueva tribu urbana de la que se habla poco en según qué contextos y que cuenta entre sus filas con grupos de jóvenes de 15 años en adelante, armados con gorras planas, pantalones remangados, Nike Roshe Run y peinados imposibles.
Entonces, entre los comentarios de los compañeros, los descubrimientos, los «¿a ver ese otro vídeo…?» y la mofa generalizada, alguien se acuerda de su barrio. De esa ingente cantidad de chavales de institutos de la periferia que, siguiendo la estela de los bakalas, pokeros y reggaetoneros a comienzos de siglo, se han unido en torno a algo que rebasa ampliamente los límites de la moda para convertirse en una escala de valores, en una forma de ver y representar el mundo.
Los swaggers son una subcultura con unos códigos y patrones muy marcados, y con unas características que los convierten en únicos. El dembow, ese ritmo tan contagioso y a la vez tan menospreciado al que esta subcultura rinde culto, ha sido el perfecto catalizador para la formación de grupos mixtos de jóvenes de origen español, latinoamericano, subsahariano y magrebí, que suponen un interesante ejemplo del proceso de integración de los inmigrantes durante estos últimos 10 años.
Y mientras, en la agencia, la gente ríe. Exclama. Dice sentir vergüenza ajena mientras mira con ojos de espectador vago el último de los vídeos que muestra a esos jóvenes swaggers haciendo pasos de baile imposibles sin quitarse la gorra mientras se hace selfis en la puerta de la Apple Store de Barcelona.
Entonces alguien empieza a pensar en lo interesante del comportamiento de estos grupos y en cómo parecen haber reinventado la forma de entender el consumo, las relaciones sociales y el uso de la tecnología. Inevitablemente, esa persona se pregunta por qué la publicidad no ha hecho ningún esfuerzo por entender y acercarse a esta subcultura, que tiene un alcance masivo en las zonas periféricas de las grandes ciudades y cuenta con un tremendo potencial en términos de consumo y uso de medios digitales.
Y ahí es cuando se da cuenta de cómo la publicidad se encuentra inmersa en un doble proceso: por un lado, el de dejar fuera de sus planes a todo aquel que considera ‘periferia cultural’; por otro, el de acomodarse e instalarse en el universo hipster como modelo cultural, de consumo y de conducta. Mientras que los jóvenes de gorra plana y movimientos vertiginosos de cadera no encuentran referente en la comunicación de ninguna marca, los hipsters parecen haber invadido cada espacio de la vida pública.
La amalgama de canales y medios, digitales o no, se encuentra totalmente copada por barbas, fixies, food trucks y jerséis de abuela. Los festivales a lo largo y ancho del país han sido invadidos por una short list de grupos indies que hace difícil diferenciar a un festival de otro. Si tienes moño, molas. Y el nuevo must es abandonar Ikea por las tiendas vintage.
Lo cierto es que este no es un fenómeno nuevo. Si consultamos a los teóricos del omnivorismo cultural, nos damos cuenta de cómo, a lo largo de la historia, el desprecio al consumo cultural de las clases bajas -los denominados ‘lowbrow univores‘- y el ensalzamiento y casi beatificación del consumo cultural de las clases con mayor acceso a la educación -‘highbrow univores‘- han ido completamente de la mano. Han convertido a los primeros en una masa marginal cuyas manifestaciones culturales y sociológicas no deben ser tenidas en cuenta y han hecho de los segundos una casta -qué palabra tan de moda- de referencia a la que mucha gente ansía pertenecer. La tendencia se acentúa con el tiempo, convirtiendo a los primeros en un objeto de escarnio y a los segundos en un grupo de personas tremendamente esnob que ignora y discrimina a todo cuanto está por debajo de ellos.
De este modo, la publicidad, esa industria a la vez productora y reproductora de estereotipos y pautas de comportamiento social, parece estar jugando a un juego contrario a su naturaleza: obviar a grupos masivos de personas que tienen una fuerte tendencia al consumo, a la interacción digital y que cuentan con perfiles influyentes y centrarse en comunicar y reproducir solo aquello que complace a un grupo que se percibe así mismo como exclusivo y que rechaza todo aquello que esté fuera de sus patrones, o que trate de imitarlos.
¿Acaso no resulta desalentador? Asistimos a un proceso en el cual las marcas, las agencias y los responsables de medios están desaprovechando la oportunidad de comunicarse con un grupo enormemente abierto a la interacción y a las nuevas formas de consumo para centrarse en otro cuya característica principal es la pretensión de exclusividad y el rechazo a lo mainstream.
Lo peor de todo es que, preguntando a los publicistas, uno podría tener la sensación de que ni siquiera saben por qué tiene lugar este fenómeno. Ni se lo plantean. Algunos, incluso, ni siquiera saben de qué se les habla. Lo cierto es que, preguntando a los publicistas, uno podría tener la sensación de que, la mayoría de las veces, lo que ocurre es que no se enteran de nada.

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Y, de repente, alguien parece divertirse. «¿Habéis visto este vídeo?». Gira su iMac de infinitas pulgadas y ahí está. Uno de esos vídeos que muestra -quién sabe si con fines divulgativos o con pretensión de escarnio- a los swaggers. Una -dicen- nueva tribu urbana de la que se habla poco en según qué contextos y que cuenta entre sus filas con grupos de jóvenes de 15 años en adelante, armados con gorras planas, pantalones remangados, Nike Roshe Run y peinados imposibles.
Entonces, entre los comentarios de los compañeros, los descubrimientos, los «¿a ver ese otro vídeo…?» y la mofa generalizada, alguien se acuerda de su barrio. De esa ingente cantidad de chavales de institutos de la periferia que, siguiendo la estela de los bakalas, pokeros y reggaetoneros a comienzos de siglo, se han unido en torno a algo que rebasa ampliamente los límites de la moda para convertirse en una escala de valores, en una forma de ver y representar el mundo.
Los swaggers son una subcultura con unos códigos y patrones muy marcados, y con unas características que los convierten en únicos. El dembow, ese ritmo tan contagioso y a la vez tan menospreciado al que esta subcultura rinde culto, ha sido el perfecto catalizador para la formación de grupos mixtos de jóvenes de origen español, latinoamericano, subsahariano y magrebí, que suponen un interesante ejemplo del proceso de integración de los inmigrantes durante estos últimos 10 años.
Y mientras, en la agencia, la gente ríe. Exclama. Dice sentir vergüenza ajena mientras mira con ojos de espectador vago el último de los vídeos que muestra a esos jóvenes swaggers haciendo pasos de baile imposibles sin quitarse la gorra mientras se hace selfis en la puerta de la Apple Store de Barcelona.
Entonces alguien empieza a pensar en lo interesante del comportamiento de estos grupos y en cómo parecen haber reinventado la forma de entender el consumo, las relaciones sociales y el uso de la tecnología. Inevitablemente, esa persona se pregunta por qué la publicidad no ha hecho ningún esfuerzo por entender y acercarse a esta subcultura, que tiene un alcance masivo en las zonas periféricas de las grandes ciudades y cuenta con un tremendo potencial en términos de consumo y uso de medios digitales.
Y ahí es cuando se da cuenta de cómo la publicidad se encuentra inmersa en un doble proceso: por un lado, el de dejar fuera de sus planes a todo aquel que considera ‘periferia cultural’; por otro, el de acomodarse e instalarse en el universo hipster como modelo cultural, de consumo y de conducta. Mientras que los jóvenes de gorra plana y movimientos vertiginosos de cadera no encuentran referente en la comunicación de ninguna marca, los hipsters parecen haber invadido cada espacio de la vida pública.
La amalgama de canales y medios, digitales o no, se encuentra totalmente copada por barbas, fixies, food trucks y jerséis de abuela. Los festivales a lo largo y ancho del país han sido invadidos por una short list de grupos indies que hace difícil diferenciar a un festival de otro. Si tienes moño, molas. Y el nuevo must es abandonar Ikea por las tiendas vintage.
Lo cierto es que este no es un fenómeno nuevo. Si consultamos a los teóricos del omnivorismo cultural, nos damos cuenta de cómo, a lo largo de la historia, el desprecio al consumo cultural de las clases bajas -los denominados ‘lowbrow univores‘- y el ensalzamiento y casi beatificación del consumo cultural de las clases con mayor acceso a la educación -‘highbrow univores‘- han ido completamente de la mano. Han convertido a los primeros en una masa marginal cuyas manifestaciones culturales y sociológicas no deben ser tenidas en cuenta y han hecho de los segundos una casta -qué palabra tan de moda- de referencia a la que mucha gente ansía pertenecer. La tendencia se acentúa con el tiempo, convirtiendo a los primeros en un objeto de escarnio y a los segundos en un grupo de personas tremendamente esnob que ignora y discrimina a todo cuanto está por debajo de ellos.
De este modo, la publicidad, esa industria a la vez productora y reproductora de estereotipos y pautas de comportamiento social, parece estar jugando a un juego contrario a su naturaleza: obviar a grupos masivos de personas que tienen una fuerte tendencia al consumo, a la interacción digital y que cuentan con perfiles influyentes y centrarse en comunicar y reproducir solo aquello que complace a un grupo que se percibe así mismo como exclusivo y que rechaza todo aquello que esté fuera de sus patrones, o que trate de imitarlos.
¿Acaso no resulta desalentador? Asistimos a un proceso en el cual las marcas, las agencias y los responsables de medios están desaprovechando la oportunidad de comunicarse con un grupo enormemente abierto a la interacción y a las nuevas formas de consumo para centrarse en otro cuya característica principal es la pretensión de exclusividad y el rechazo a lo mainstream.
Lo peor de todo es que, preguntando a los publicistas, uno podría tener la sensación de que ni siquiera saben por qué tiene lugar este fenómeno. Ni se lo plantean. Algunos, incluso, ni siquiera saben de qué se les habla. Lo cierto es que, preguntando a los publicistas, uno podría tener la sensación de que, la mayoría de las veces, lo que ocurre es que no se enteran de nada.

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Opiniones 11
  • Me ha parecido muy interesante. Sobre todo porque es un tema que llevo hablando ya meses con uno de los DJs del nuevo club de Salamandra, Zoco, situado en esa periferia de la que hablas. Los DJs pueden hablar bastante de esta nueva corriente, que se encuentran cada fin de semana.

  • En realidad, no es del todo cierto. Aquel anuncio de Tuenti era puro Swag. Pero es verdad que aun no se a aprovechado todo el potencial de los Swaggers. Muchos creativos de la profesión te miran con cara horrible cuando les hablas de El Rubius o directamente te ponen cara de poker. No te quiero decir cuando nombras a PewDeePie.
    Pero llegará, y acabaremos hartos.

  • También mola que el artículo hable a las claras de que a ver si la publicidad se pone las pilas y saca el dinero a esta gente vendiéndoles cosas que no necesitan. Aunque al final son iguales que los hipsters, se definen por lo que tienen. Además, para hablar de que si tienes una gorra plana (o compras tal música, etc), eres swagger y que si tienes barba eres (o compras tal música, etc) y un apple eres hipster, la palabra “cultural”, resulta un poco exagerada. Más en un contexto de publicidad.

  • Me ha recordado a aquel artículo de Lenore que dio tanto que hablar. Es cierto que en publicidad predomina lo “hipster” pero habrá que comunicar de acuerdo al target, no a los swaggers, ni a los hipsters, por muchos que sean o muy conectados que estén. De todas maneras, será mejor que el modelo que predomina en la comunicación (por muy esnob que sea) sea uno que tiene un mínimo valor cultural. Que triunfe Sálvame no significa que sea bueno. Y será mejor escuchar de fondo eso de “Home is wherever i’m with you” que aquello de “Si se porta mal, dale con el látigo” por mucho dembow que tenga.

    • Totalmente de acuerdo con tu comentario, además que la publicidad siendo unos de los canales de comunicación más potente, tiene el deber de hacer cultura. Es verdad que pocos anunciantes lo hacen, no hay otro Oliviero Toscani, pero que en la mayoría de los hogares sean las mujeres las que friegan el piso no justifica que la publicidad célebre esos tristes estereotipo sociales. Los publicistas tienen el deber de promover la innovación social: en mi opinión no echamos en falta la glorificación de una cultura machista y nihilista, pero si echamos en falta publicistas y anunciantes con valor, que no se echen para atrás cuando haya que representar parejas gays que decoran sus casas, hombres que friegan platos y mujeres que hacen entrevistas de trabajo.
      A parte eso, la análisis sociológica de este artículo contiene referencia incorrectas: identifica las clases bajas como ‘lowbrow univores‘- y las clases con mayor acceso a la educación como ‘highbrow univores‘: error. Highbrow y Lowbrow se refieren al consumo de cultura y no a las clases sociales: Lowbrow identifica la cultura popular, mientras que Univore identifica el comportamiento del sujeto que sólo consuma un género cultural, en contraposición al Omnivore que está abierto a muchos, o todos los géneros culturales.

  • Hola Darío,
    Me tenías convencido, me lo he creido todo, estaba contigo. Lástima del último parrafo, te has caido de espaldas.
    Tras esta minileccón sociológica, ¿de verdad hacía falta ese golpe de timón a niguna parte?
    No soy publicista ni tengo especia apego a este colectivo
    Saludos

  • Algo que nos pasa en el mundo de la creatividad es que a veces de tanto buscar lo nuevo no vemos lo que tenemos enfrente, es una autocrítica constructiva.
    Totalmente de acuerdo.

  • Muy interesante y completamente cierto. En mi caso me hallo inmersa en dos burbujas: la publicitaria y la barcelonesa. Por suerte, o no, vivo en la periferia, y eso me hace estar en contacto con la realidad. Si viviera en Gracia ya sería completamente inmune al mundo real. Los publicistas, entre los cuales no me cuento, pensamos que el mundo gira en torno a la modernez que queremos plasmar en nuestros spots y nos tiramos de los pelos cuando los clientes nos dicen que no entienden nada y que el target tampoco lo entenderá. Pero, queridos, así es. La gente no entiende la publicidad. El consumidor medio no tiene ni puta idea de colores lavados, ni de vestuario naif, ni de localizaciones vividas que no parezcan de Ikea, ni de canciones pegadizas dela escena indie local. El target vive en su propia burbuja, la cual en muchos casos tiene por bandera el raeggeton y como referente a Belén Esteban. Esa es la gente que consume publicidad. Yo estoy harta de reírme de las tonterías fruto del esnobismo de este sector, de intentar relativizar y de intentar convencer al personal de que no somos artistas y que nuestro público no son intelectuales ni la crítica cinematográfica más elevada y exigente. Es mi vecina de abajo que grita para decirle a su hijo que ponga la mesa, mientras el otro solo balbucea monosílabos y construye frases que empiezan con “buah, neng”. A los que piensan que el resto del planeta tiene barba y va al Primavera cada año, les invito a darse una vuelta por un pueblo del interior de España. Eso sí que es un festival.

  • La cosa es (en este caso súper específico de “Swaggers Vs. Hipsters”) muy sencilla publicitariamente hablando: ¿Quién tiene más dinero, el Swagger o el Hipster? A ése es el que queremos dirigirnos.
    ¿¡Qué les va a importar su gorra plana si se la compró a los del Top Manta!? Ah, ¿Pero es qué se la ha comprado en una tienda magnífica, y de hecho es una cosa de MUY altos vuelos? ¡Ya verás a los publicistas como locos, inspirándose/copiándose de todo en Youtube!
    Yo soy latina de clase media (en el pleno medio del centro, bordeando el abismo) como miles de inmigrantes en éste país ¿Tú crees que me veo/nos veo “reflejada/os en la publicidad”? :Risas:
    A mí sólo me venden tarjetas para llamar a la familia, como si no supiera del Skype. Yo no pertenezco a un grupo, no doy ganancias, no vendo, no existo —> y a veces es mejor así.

    • No tengo ni idea de publicidad, y aunque en línias generales es lógico lo que dices, habría que valorar también el número de personas que consumen un producto, y no sólo el precio unitario del mismo. Si consigues vender algo económico a mucha gente, puede ser incluso mejor que vender algo muy caro a unos pocos.
      La televisión, que es uno de los medios de publicidad más caros, está llena de anuncios de productos que se encuentran en cualquier supermercado, por ejemplo. Algo de rentable deben tener los productos “baratos” también.

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