Tu comentario no importa
¡Yorokobu gratis en formato digital!
Hubo un tiempo en que el éxito de un artÃculo se medÃa por los comentarios que generaba. A más comentarios, más lecturas. El Ãndice era casi siempre sinónimo de éxito. Hoy, artÃculos con miles de lecturas tienen el contador de comentarios a cero. La forma de medir el éxito de un artÃculo ha cambiado, y la forma del lector de expresarse, también. La explicación de por qué eso es asà es sencilla, pero la lección es terrible: tu opinión nunca fue importante.
Año 2005. Las webs todavÃa se diseñaban a menos de 1024 pÃxeles, salvo las más audaces. Las redes sociales eran proyectos incipientes que empezaban a enseñar la patita por España. Los medios digitales se debatÃan entre regalar su producto o cerrarlo todo para que el lector pagara. YouTube y Blogger eran lo más. La industria del contenido en internet empezaba a moverse confiando en que «el año que viene sû la inversión publicitaria desembarcarÃa de lleno, en detrimento del papel.
Como ves, algunas cosas no han cambiado tanto en esta última década. Sin embargo una (y mil más) sÃ: la forma de valorar la interacción del usuario.
Por aquel entonces una de las fórmulas de éxito de los artÃculos era la de los comentarios. Si un artÃculo tenÃa muchos, entonces es que era bueno. Lo que no importaba tanto es qué se entendÃa por ‘bueno’. Las webs se concebÃan como lugares donde la gente descubrÃa que podÃa verter sus opiniones, en muchos casos sin revelar su identidad, lo que dio lugar a un problema común que pervive hoy en dÃa: el troll anónimo, que destripa lo que lee, en muchas ocasiones escribiendo cosas que jamás dirÃa dando la cara.
Pero ese ‘problema’ no era tal para los medios: el hecho de que algún polemista entrara en la sala y alterara el gallinero solÃa tener efectos ‘positivos’ en cascada. Casi siempre habÃa algún lector que, soliviantado, respondÃa. Y otro, y otra respuesta, y una respuesta a la respuesta. Al final, el contenido del artÃculo no era importante: la actividad pasaba a la zona de comentarios donde se intercambiaban pocos argumentos y muchÃsimas descalificaciones. Cada comentarista entraba cada cierto tiempo a ver si alguien le habÃa respondido y, quizá, volver a comentar. Asà comentario tras comentario, visita tras visita.
Audiencia, al fin y al cabo
ExistÃan por ello en las redacciones debates que ahora no existen. Se debatÃa, por ejemplo, acerca de cómo actuar ante los insultos, si permitirlos, ocultarlos o eliminarlos. Cualquier posibilidad era mala: la primera posibilitaba que los administradores de la página incurrieran en un delito, mientras las otras dos opciones podÃan volverse en su contra si se interpretaban en el foro como un ejercicio de censura.
No era raro por aquel entonces que las redacciones dedicaran parte de su equipo a gestionar los comentarios: vigilarlos, si era necesario eliminarlos, a veces contestar… y en muchas ocasiones, crearlos. SÃ, muchos medios deslizaban comentarios ficticios, a veces incendiarios aunque controlados, con la esperanza de que prendiera la mecha. Regularmente se creaban equipos de ‘participación’ o similares, a veces numerosos, con labores terrorÃficas según los casos. Hubo medios que incluso editaban los comentarios para dotarlos de una correcta ortografÃa, y turnos rotativos de 24 horas diarias para mantener el gallinero lo más controlado posible.
A fin de cuentas, el negocio estaba ahÃ.
Por aquel entonces el medidor oficial de audiencia en España era OJD Interactiva y llegaba a otorgar audiencias de hasta 40 millones de usuarios porque se hacÃan con unos criterios muy diferentes a los actuales. Luego vino Nielsen, y ahora ComScore. La cosa ha cambiado tanto que, pese a tener internet mayor penetración que entonces, el medio más importante de España no supera los seis millones de usuarios únicos. Aquellos dÃas valÃa todo: desde ‘comprar’ audiencia de otros sites de forma poco transparente hasta computar páginas vistas como usuarios. Ahora cada dÃa hay más control aunque, como todo, según el medidor utilizado la audiencia será una u otra (si usas Google Analytics y otro medidor seguramente asentirás con la cabeza).
De aquellos polvos vinieron muchos lodos. Aún es común enseñar el número de comentarios de un artÃculo tanto en la parte alta del mismo como en la portada, pero ahora las cifras son mucho menores. Hay artÃculos con miles de visitas que tienen pocos o ningún comentario. Los trolls no son tan indiscriminados como eran en la mayorÃa de medios y el éxito se mide de otras formas.
De hecho, la preocupación por vigilar y moderar comentarios dio paso a la automoderación de la comunidad: sistemas que generan que sean los propios comentaristas los que promocionen o castiguen los comentarios de otro, suponiéndose asà que los propios interesados mantendrÃan limpia la casa de insultos y barbaridades. El efecto, sin embargo, no solo es ese (que un poco también), sino que se imponga una ideologÃa al resto, haciendo que comentarios no ofensivos aunque discrepantes sean rápidamente enterrados.
El cambio en todo el esquema vino claro con las redes sociales. Ellas ‘robaron’ el negocio de la participación de los medios cuando lograron tener masa crÃtica: la gente ya no comenta en la web donde lee, sino directamente en su red social de cabecera al compartir dicho artÃculo. Los medios estuvieron rápidos al reaccionar y cambiaron la ponderación: si no puedo competir por traerme los comentarios de vuelta, enseñaré junto con el número de comentarios las veces que mi contenido se comparte en dichos entornos, porque cuando alguien vea que un artÃculo tiene centenares de retuits indicará que efectivamente es importante.
Y, a la vez, los medios fueron a buscar temas a esas redes sociales con la esperanza de traer de vuelta a los lectores. Era la lógica de «arde Twitter», el vÃdeo «más viral del momento» o que algo sea «trending topic mundial».
Ese salto trajo cosas malas para los medios en cuanto a calidad de contenido o foco temático, pero también trajo cosas buenas.
Por una parte, les liberó de responsabilidad, porque ahora las barbaridades se decÃan en otro entorno, desde perfiles personales de cada cual, con lo que el esfuerzo que se hacÃa por moderar la comunidad ahora era distinto. Ya no se necesitaba a gente de ‘participación’, sino a un ‘gestor de redes’ (el tan cacareado community manager, que deberÃa ser más comunicador que moderador) para controlar nuestros gallineros deslocalizados y conseguir maximizar las cifras.
Por otra parte, externalizar la participación traÃa otra cosa buena: visibilizaba los contenidos de la web. Cuando alguien comparte un post o un artÃculo o en su perfil de forma pública, otros que quizá no son lectores nuestros pueden leerlo y, quizá, convertirse en lectores, aunque sea de forma coyuntural. El ejemplo vale igual, aunque de distinta forma, a través de portales sociales del estilo de Menéame, que suponen importantes empujones de audiencia para las webs, aunque sean en su mayorÃa ‘turistas’ que visitan hoy tu página y seguramente no volverán jamás (por no hablar del ya mencionado sesgo ideológico, tan presente en portales de ese estilo).
También hubo contrapartidas. Los medios tuvieron que hacer un hueco en su chiringuito a las redes sociales para que estas les permitieran pescar en sus cotos: las cajas de Facebook o Twitter, sus iconos y el flujo de usuarios de un portal a su red social para poder montar comunidad son norma de obligado cumplimiento. Al final también los medios tuvieron que crearse canales en las redes sociales para hacer que su contenido estuviera disponible allà donde estaban los usuarios… que ya no era en sus páginas, o no de la misma forma.
Pero los trolls no desaparecieron, sino que se reconvirtieron. Muchas veces ya no hay anonimato, o no tanto, pero el hecho de que uno pueda comentar sin estar delante fÃsicamente de la persona a la que alude desinhibe a más de uno. Ahora, eso sÃ, existe software capaz de limpiar eficientemente el spam, dejando como único ruido a esos comentaristas agresivos (o tuiteros y otras masas enfurecidas) al descubierto. Suelen argumentar más que golpear, pero siempre bajo su propia cosmovisión, a veces sin juzgar lo que cuenta el artÃculo y en cualquier caso descalificando al discrepante.
DecÃa Enric González que una de las peores cosas del periodismo son los lectores, y coincidÃa José A. Pérez que «tener la posiblidad de decir no implica tener algo que decir». Duele cuando uno lee crÃticas sangrantes a algo que ha escrito, duele cuando tienen razón (aunque las formas sean las propias de un troll) y duelen cuando no se tiene por la impotencia que genera. Desde ese lejano 2005 el esquema de participación ha cambiado, pero ha dejado al autor (periodista o no) más expuesto ante todos: un error -o ni siquiera, una discrepancia- basta para que arrecien los golpes. La misma exposición que hace que un artÃculo pueda alcanzar a miles de lectores es la que hace que puedas ser insultado miles de veces. Y en el insulto, en cualquier caso, nunca hay justicia aunque la exposición implique éxito.
Las redes sociales, al final, son una expresión más de por qué los medios ya no son imprescindibles: en lugar de para escuchar al lector e interactuar con él, se usan como una ametralladora de contenido con la esperanza de que alguna de las balas impacte en el objetivo. Y en el contenido, lo mismo: no importa contar algo interesante, útil y necesario, sino convertir las cosas en virales, hacer listas y vender contenido que pueda ser consumido y compartido. Hay productos enteros concebidos asà en un momento en el que el modelo BuzzFeed se enseña como paradigma de éxito. El mal gana al bien, y al final quien pierde es el objetivo mismo de crear contenido: el contenido en sÃ.
En todo el esquema solo hay una clave: monetización. Cuando un artÃculo funciona bien, las cosas marchan… al menos para el medio. Antes era que tuviera muchos comentarios; ahora, que se comparta miles de veces en las redes sociales. En ambos momentos, que tuviera audiencia, aunque ni los comentarios ni la exposición en redes sociales implique audiencia.
Porque no, que tu artÃculo sea ‘viral’ no implica que sea leÃdo. ¿Acaso nunca has hecho retuit en algo sin pinchar el enlace? ¿O nunca has dado a ‘me gusta’ sin haber visto el vÃdeo que compartÃan? Un dÃa me atreveré a hacer un experimento a ver qué tal: un tuit suficientemente atractivo para ser retuiteable con un enlace acortado de algo totalmente diferente, a ver cuánta gente pica el anzuelo. Bueno, no, no lo haré nunca, no sea cosa que pierda seguidores.
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Hubo un tiempo en que el éxito de un artÃculo se medÃa por los comentarios que generaba. A más comentarios, más lecturas. El Ãndice era casi siempre sinónimo de éxito. Hoy, artÃculos con miles de lecturas tienen el contador de comentarios a cero. La forma de medir el éxito de un artÃculo ha cambiado, y la forma del lector de expresarse, también. La explicación de por qué eso es asà es sencilla, pero la lección es terrible: tu opinión nunca fue importante.
Año 2005. Las webs todavÃa se diseñaban a menos de 1024 pÃxeles, salvo las más audaces. Las redes sociales eran proyectos incipientes que empezaban a enseñar la patita por España. Los medios digitales se debatÃan entre regalar su producto o cerrarlo todo para que el lector pagara. YouTube y Blogger eran lo más. La industria del contenido en internet empezaba a moverse confiando en que «el año que viene sû la inversión publicitaria desembarcarÃa de lleno, en detrimento del papel.
Como ves, algunas cosas no han cambiado tanto en esta última década. Sin embargo una (y mil más) sÃ: la forma de valorar la interacción del usuario.
Por aquel entonces una de las fórmulas de éxito de los artÃculos era la de los comentarios. Si un artÃculo tenÃa muchos, entonces es que era bueno. Lo que no importaba tanto es qué se entendÃa por ‘bueno’. Las webs se concebÃan como lugares donde la gente descubrÃa que podÃa verter sus opiniones, en muchos casos sin revelar su identidad, lo que dio lugar a un problema común que pervive hoy en dÃa: el troll anónimo, que destripa lo que lee, en muchas ocasiones escribiendo cosas que jamás dirÃa dando la cara.
Pero ese ‘problema’ no era tal para los medios: el hecho de que algún polemista entrara en la sala y alterara el gallinero solÃa tener efectos ‘positivos’ en cascada. Casi siempre habÃa algún lector que, soliviantado, respondÃa. Y otro, y otra respuesta, y una respuesta a la respuesta. Al final, el contenido del artÃculo no era importante: la actividad pasaba a la zona de comentarios donde se intercambiaban pocos argumentos y muchÃsimas descalificaciones. Cada comentarista entraba cada cierto tiempo a ver si alguien le habÃa respondido y, quizá, volver a comentar. Asà comentario tras comentario, visita tras visita.
Audiencia, al fin y al cabo
ExistÃan por ello en las redacciones debates que ahora no existen. Se debatÃa, por ejemplo, acerca de cómo actuar ante los insultos, si permitirlos, ocultarlos o eliminarlos. Cualquier posibilidad era mala: la primera posibilitaba que los administradores de la página incurrieran en un delito, mientras las otras dos opciones podÃan volverse en su contra si se interpretaban en el foro como un ejercicio de censura.
No era raro por aquel entonces que las redacciones dedicaran parte de su equipo a gestionar los comentarios: vigilarlos, si era necesario eliminarlos, a veces contestar… y en muchas ocasiones, crearlos. SÃ, muchos medios deslizaban comentarios ficticios, a veces incendiarios aunque controlados, con la esperanza de que prendiera la mecha. Regularmente se creaban equipos de ‘participación’ o similares, a veces numerosos, con labores terrorÃficas según los casos. Hubo medios que incluso editaban los comentarios para dotarlos de una correcta ortografÃa, y turnos rotativos de 24 horas diarias para mantener el gallinero lo más controlado posible.
A fin de cuentas, el negocio estaba ahÃ.
Por aquel entonces el medidor oficial de audiencia en España era OJD Interactiva y llegaba a otorgar audiencias de hasta 40 millones de usuarios porque se hacÃan con unos criterios muy diferentes a los actuales. Luego vino Nielsen, y ahora ComScore. La cosa ha cambiado tanto que, pese a tener internet mayor penetración que entonces, el medio más importante de España no supera los seis millones de usuarios únicos. Aquellos dÃas valÃa todo: desde ‘comprar’ audiencia de otros sites de forma poco transparente hasta computar páginas vistas como usuarios. Ahora cada dÃa hay más control aunque, como todo, según el medidor utilizado la audiencia será una u otra (si usas Google Analytics y otro medidor seguramente asentirás con la cabeza).
De aquellos polvos vinieron muchos lodos. Aún es común enseñar el número de comentarios de un artÃculo tanto en la parte alta del mismo como en la portada, pero ahora las cifras son mucho menores. Hay artÃculos con miles de visitas que tienen pocos o ningún comentario. Los trolls no son tan indiscriminados como eran en la mayorÃa de medios y el éxito se mide de otras formas.
De hecho, la preocupación por vigilar y moderar comentarios dio paso a la automoderación de la comunidad: sistemas que generan que sean los propios comentaristas los que promocionen o castiguen los comentarios de otro, suponiéndose asà que los propios interesados mantendrÃan limpia la casa de insultos y barbaridades. El efecto, sin embargo, no solo es ese (que un poco también), sino que se imponga una ideologÃa al resto, haciendo que comentarios no ofensivos aunque discrepantes sean rápidamente enterrados.
El cambio en todo el esquema vino claro con las redes sociales. Ellas ‘robaron’ el negocio de la participación de los medios cuando lograron tener masa crÃtica: la gente ya no comenta en la web donde lee, sino directamente en su red social de cabecera al compartir dicho artÃculo. Los medios estuvieron rápidos al reaccionar y cambiaron la ponderación: si no puedo competir por traerme los comentarios de vuelta, enseñaré junto con el número de comentarios las veces que mi contenido se comparte en dichos entornos, porque cuando alguien vea que un artÃculo tiene centenares de retuits indicará que efectivamente es importante.
Y, a la vez, los medios fueron a buscar temas a esas redes sociales con la esperanza de traer de vuelta a los lectores. Era la lógica de «arde Twitter», el vÃdeo «más viral del momento» o que algo sea «trending topic mundial».
Ese salto trajo cosas malas para los medios en cuanto a calidad de contenido o foco temático, pero también trajo cosas buenas.
Por una parte, les liberó de responsabilidad, porque ahora las barbaridades se decÃan en otro entorno, desde perfiles personales de cada cual, con lo que el esfuerzo que se hacÃa por moderar la comunidad ahora era distinto. Ya no se necesitaba a gente de ‘participación’, sino a un ‘gestor de redes’ (el tan cacareado community manager, que deberÃa ser más comunicador que moderador) para controlar nuestros gallineros deslocalizados y conseguir maximizar las cifras.
Por otra parte, externalizar la participación traÃa otra cosa buena: visibilizaba los contenidos de la web. Cuando alguien comparte un post o un artÃculo o en su perfil de forma pública, otros que quizá no son lectores nuestros pueden leerlo y, quizá, convertirse en lectores, aunque sea de forma coyuntural. El ejemplo vale igual, aunque de distinta forma, a través de portales sociales del estilo de Menéame, que suponen importantes empujones de audiencia para las webs, aunque sean en su mayorÃa ‘turistas’ que visitan hoy tu página y seguramente no volverán jamás (por no hablar del ya mencionado sesgo ideológico, tan presente en portales de ese estilo).
También hubo contrapartidas. Los medios tuvieron que hacer un hueco en su chiringuito a las redes sociales para que estas les permitieran pescar en sus cotos: las cajas de Facebook o Twitter, sus iconos y el flujo de usuarios de un portal a su red social para poder montar comunidad son norma de obligado cumplimiento. Al final también los medios tuvieron que crearse canales en las redes sociales para hacer que su contenido estuviera disponible allà donde estaban los usuarios… que ya no era en sus páginas, o no de la misma forma.
Pero los trolls no desaparecieron, sino que se reconvirtieron. Muchas veces ya no hay anonimato, o no tanto, pero el hecho de que uno pueda comentar sin estar delante fÃsicamente de la persona a la que alude desinhibe a más de uno. Ahora, eso sÃ, existe software capaz de limpiar eficientemente el spam, dejando como único ruido a esos comentaristas agresivos (o tuiteros y otras masas enfurecidas) al descubierto. Suelen argumentar más que golpear, pero siempre bajo su propia cosmovisión, a veces sin juzgar lo que cuenta el artÃculo y en cualquier caso descalificando al discrepante.
DecÃa Enric González que una de las peores cosas del periodismo son los lectores, y coincidÃa José A. Pérez que «tener la posiblidad de decir no implica tener algo que decir». Duele cuando uno lee crÃticas sangrantes a algo que ha escrito, duele cuando tienen razón (aunque las formas sean las propias de un troll) y duelen cuando no se tiene por la impotencia que genera. Desde ese lejano 2005 el esquema de participación ha cambiado, pero ha dejado al autor (periodista o no) más expuesto ante todos: un error -o ni siquiera, una discrepancia- basta para que arrecien los golpes. La misma exposición que hace que un artÃculo pueda alcanzar a miles de lectores es la que hace que puedas ser insultado miles de veces. Y en el insulto, en cualquier caso, nunca hay justicia aunque la exposición implique éxito.
Las redes sociales, al final, son una expresión más de por qué los medios ya no son imprescindibles: en lugar de para escuchar al lector e interactuar con él, se usan como una ametralladora de contenido con la esperanza de que alguna de las balas impacte en el objetivo. Y en el contenido, lo mismo: no importa contar algo interesante, útil y necesario, sino convertir las cosas en virales, hacer listas y vender contenido que pueda ser consumido y compartido. Hay productos enteros concebidos asà en un momento en el que el modelo BuzzFeed se enseña como paradigma de éxito. El mal gana al bien, y al final quien pierde es el objetivo mismo de crear contenido: el contenido en sÃ.
En todo el esquema solo hay una clave: monetización. Cuando un artÃculo funciona bien, las cosas marchan… al menos para el medio. Antes era que tuviera muchos comentarios; ahora, que se comparta miles de veces en las redes sociales. En ambos momentos, que tuviera audiencia, aunque ni los comentarios ni la exposición en redes sociales implique audiencia.
Porque no, que tu artÃculo sea ‘viral’ no implica que sea leÃdo. ¿Acaso nunca has hecho retuit en algo sin pinchar el enlace? ¿O nunca has dado a ‘me gusta’ sin haber visto el vÃdeo que compartÃan? Un dÃa me atreveré a hacer un experimento a ver qué tal: un tuit suficientemente atractivo para ser retuiteable con un enlace acortado de algo totalmente diferente, a ver cuánta gente pica el anzuelo. Bueno, no, no lo haré nunca, no sea cosa que pierda seguidores.
Excelente titular y reflexión que nos sitúa a todos en el nuevo marco de las relaciones en internet y del consumo de información.
¡Gracias, casi conseguà leerlo entero del interés que me despertaste, pero si me permites la sugerencia, un poquito más corto mejor!
Buen artÃculo. Te aconsejo utilizar subtitulos para separar contenidos y poder leer más fácilmente el contenido. Saludos!
Comentar también que en las redes sociales se prima el sentimiento. Se puede dar a Me Gusta o hacer RT sin ni siquiera leer el contenido como bien dices. Se premia a la persona, el tÃtulo, la situación… Es un tema de engagement del momento 🙂
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