No me gusta tu cara pero no se por qué

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Siempre apoyaré la no discriminación por razón de sexo, aunque en ocasiones invertimos tantos recursos en ella que da la impresión de que no existen otras clases de discriminación, como la de por razón de belleza o por estrato socioeconómico.
De hecho, si analizamos la forma de proceder de nuestro cerebro, enseguida descubriremos que discriminamos continuamente a los demás por toda clase de razones, mayormente espurias o veleidosas. Y que si dejamos de discriminar por un motivo, discriminaremos por otro, hasta el punto de que ya no deberemos preguntarnos cĂłmo dejar de discriminar a los demás, sino quĂ© motivos serĂan los más justos y racionales para hacerlo.
La impenetrable jungla de los sesgos
Nuestros cerebros no están preparados para asimilar toda la informaciĂłn que reciben, de modo que filtran esa informaciĂłn y solo nos llega una parte a la consciencia. TambiĂ©n el cerebro necesitarĂa demasiado tiempo para evaluar cada situaciĂłn nueva en la que nos encontramos, o cada individuo que se cruza en nuestro camino, asĂ que tambiĂ©n usa atajos mentales, reglas aprendidas en casos o personas similares, a fin de que actuemos en vez de quedarnos horas o dĂas enteros reflexionando bajo un roble. A esta clase de atajos se les llama sesgos cognitivos.
Todo lo que pensamos está cruzado por toda clase de sesgos cognitivos, seamos o no conscientes de ellos. De hecho, nuestras primeras impresiones de las cosas son tan poderosas y perdurables que difĂcilmente las cambiaremos a lo largo de la vida. Esto se vio perfectamente ejemplificado cuando a un grupo de los voluntarios se le permitiĂł cambiar su primera respuesta a un test. La mayorĂa fue reacia a hacerlo a pesar de que ello, porcentualmente, mejorarĂa sus respuestas al test, tal y como revelaron Kruger, Wirtz y Miller en este estudio publicado en Journal of Personality and Social Psychology.
TambiĂ©n, a la hora de emparejarnos, estadĂsticamente lo hacemos más con personas que tienen un nivel cultural y socioeconĂłmico similar al nuestro, en parte porque asĂ ya creemos conocer parte de lo que probablemente ignoramos de la otra persona. Preferimos a gente de nuestro propio paĂs, de nuestra etnia, de nuestro segmento de edad.
DiscriminaciĂłn por estereotipo
Los estereotipos son atajos sobre la naturaleza de las personas en funciĂłn de algĂşn rasgo que sea fácilmente identificable y que, a diferencia de los sesgos, han cristalizado socialmente. Por ejemplo, socialmente hay cierto consenso al siguiente estereotipo: si nos topamos con un desconocido en un callejĂłn oscuro y viste de cuero con tachuelas desconfiaremos más de Ă©l que si viste con traje y corbata. El individuo trajeado quizá es más peligroso que el individuo de cuero (máxime si trabaja en un banco), pero lo más probable, nos dice el estereotipo, es que esto no sea asĂ, y como no tenemos tiempo ni ganas de comprobarlo, mejor obramos conforme a dicho estereotipo.
Todo este proceso sucede en parte a nivel inconsciente y en cuestiĂłn de segundos. Y sucede en miles de interacciones sociales, todos los dĂas, a todas horas. Nos comportamos tambiĂ©n de modo distinto con quienes no pertenecen a nuestro grupo, grey, panda, etc. Por eso los negros que se encuentran con blancos se comportan de manera distinta a que si se topan con otro negro. Lo mismo sucede entre ricos y pobres. Ancianos y jĂłvenes. Hombres y mujeres. Hasta el punto de que ni siquiera vemos, en el sentido más literalmente del tĂ©rmino, a las personas que no son como nosotros. Como señala George Loewenstein, profesor del Carnegie Mellon y uno de los mayores expertos en el papel de la parcialidad en la formaciĂłn de nuestros juicios: «La gente siempre cree que no es tendenciosa, aun cuando se pueda documentar estadĂsticamente que hay una gran parcialidad».
Es lo que sucediĂł en un divertido experimento llevado a cabo por Daniel Simons y Daniel Levin, de la Universidad de Cornell. En el experimento, un grupo de «forasteros» debĂan dirigirse a un campus universitario para preguntar a los peatones por algunas direcciones. En mitad de la interacciĂłn social, entonces, ambos eran bruscamente interrumpidos por dos hombres que pasaban entre ellos portando una puerta. La interrupciĂłn solo duraba un segundo. Pero en ese segundo, uno de los hombres que transportaba la puerta se cambiaba por el «forastero». Cuando la puerta acababa de pasar, el peatĂłn se encontraba de frente con una persona distinta, que continuaba la conversaciĂłn tal cual. En la mayorĂa de los casos, el peatĂłn no advertĂa que nada hubiera cambiado. Solo siete peatones se dieron cuenta del cambio: los siete eran estudiantes de aproximadamente la misma edad que el «forastero».
Repitieron el experimento con un pequeño cambio: los forasteros ya no vestirĂa de manera informal, como un estudiante más, sino como trabajadores de la construcciĂłn. A pesar de que solo interactuaron con estudiantes de su misma edad, la mayorĂa no se dio cuenta tampoco del cambio. Tal y como abunda en ello Joseph Hallinan en su libro Las trampas de la mente:
Más que verlos como individuos (como habĂa sucedido cuando iban vestidos de estudiantes), los experimentadores eran vistos ahora como miembros de otro grupo. (…) es decir, lo habĂa catalogado enseguida como un obrero de la construcciĂłn y no habĂa percibido los detalles (como su cabello, sus ojos o su sonrisa) que le permitirĂan verle como un individuo.
Otra forma de advertir hasta quĂ© punto anclamos asociaciones de ideas sobre cosas que nos resultan familiares consiste en usar los Tests de AsociaciĂłn ImplĂcita (Implicit Association Test (IAT)), a travĂ©s de los cuales se miden los tiempos de reacciĂłn para asociaciones entre atributos positivos y negativos y fotografĂas de representantes de los grupos. Responder al test a travĂ©s de un ordenador permite medir con una precisiĂłn de milisegundos la rapidez de las respuestas.
En funciĂłn de la velocidad de categorizaciĂłn en cada una de estas variantes se determina el grado de prejuicio implĂcito. Por ejemplo, si alguien asocia con más rapidez «negro» con «malo» estamos ante un prejuicio racial implĂcito. Uno de los creadores de este test, Anthony G. Greenwald, sostiene que al haber una asociaciĂłn previa fuerte las personas tardan en contestar entre cuatrocientos y seiscientos milisegundos. Tal y como señala Joan FerrĂ©s i Prats en Las pantallas y el cerebro emocional:
Pues bien, más del 80% de las personas que han realizado el test en Estados Unidos tardan sensiblemente más en contestar cuando se les pide que asignen conceptos positivos a la categorĂa negro, que cuando han de asociar conceptos negativos con personas negras. (…) En realidad, de los cincuenta mil afroamericanos que han realizado el test en Estados Unidos, casi la mitad manifiestan asociaciones positivas más fuertes con los blancos que con los negros.
Los resultados del IAT tambiĂ©n han descubierto estas asociaciones implĂcitas negativas en ideas como «femenino» y «carrera», y la mayorĂa preferĂan personas jĂłvenes a viejas, no discapacitadas a discapacitadas, delgadas a obesas y heterosexuales a homosexuales. Si querĂ©is pasar vosotros mismos el test, lo tenĂ©is en Project Implicit de la Universidad de Harvard.
Si las asociaciones psicolĂłgicas no parecen suficiente prueba, Elizabeth Phelps, de la New York University, preguntĂł a diversos individuos blancos si eran racistas para, posteriormente, analizar sus cerebros mediante una resonancia magnĂ©tica funcional mientras contemplaban fotografĂas de rostros tanto de piel blanca como de piel negra. En la mayorĂa de casos, se tendĂa a activar la amĂgdala, el área cerebral asociada con las actitudes de miedo y sentimientos negativos. Sin embargo, si las personas negras eran famosas o conocidas, esto no ocurrĂa. Es decir, que una buena forma de combatir el IAT pasa por convivir más con las personas a las que asociamos aspectos negativos, hasta que se vuelvan más familiares.
Discriminación académica
Si hacemos hincapié a la formación académica, los directores de recursos humanos de las empresas también poseen sesgos muy profundos acerca de los trabajadores que creen que rendirán y los que no. Según Ron Haskins e Isabel Sawhill en un estudio llamado “Creating an Opportunity Society”, desde 1970, simplemente acudir a la universidad ha empezado a abrir una brecha económica entre los ciudadanos que no deja de incrementarse.
Un estadounidense medio con tĂtulo superior forma parte de una familia que gana de media 93.000 dĂłlares al año. El que tiene tĂtulo universitario, de una familia que gana de media 75.000 dĂłlares al año. El que ha terminado la secundaria, 42.000 dĂłlares. El que ha abandonado el instituto, 28.000 dĂłlares.
Las empresas no tienen tiempo de conocer en profundidad a los solicitantes de sus vacantes, asĂ que criban, discriminan, a quienes no tienen el tĂtulo acadĂ©mico correspondiente. El resto, aunque sea más competente, culto o trabajador, no será contratado, o será contratado en empleos de menor remuneraciĂłn.
DiscriminaciĂłn por dinero
Hasta aquĂ podrĂamos argĂĽir que uno cobra, en realidad, por haberse esforzado en estudiar o haber desplegado determinadas competencias intelectuales frente a un examen. Sin embargo, eso no es del todo cierto. No todas las personas tienen las mismas posibilidades de acceder a la universidad, y los motivos pueden ser econĂłmicos, sociolĂłgicos y hasta hereditarios por vĂa genĂ©tica, lo que nos estarĂa planteando una suerte de meritocracia heredada.
Si bien la igualdad de oportunidades es mayor que hace cincuenta años, todavĂa dista de ser una realidad, tal y como explica el investigador Ross Douthat en el artĂculo “Does Meritocracy Work?” Un niño que nace en una familia cuyos ingresos ascienden a 30.000 dĂłlares tiene una probabilidad entre diecisiete de ser graduado universitario. Si lo hace en una familia cuyos ingresos son de 45.000 dĂłlares, una probabilidad entre diez. En una de 70.000 dĂłlares, una probabilidad entre cuatro. En una de 90.000, el 50 % de las veces será graduado universitario.
Y si, como hemos señalado, el tĂtulo universitario ofrece un salario mucho más elevado, ello perpetĂşa a las familias ricas frente a las pobres. El problema es que esta brutal discriminaciĂłn en funciĂłn de la renta resulta de difĂcil soluciĂłn, como ha argumentado Eric Hanushek en “Milton Friedman’s Unfinished Business”: a pesar de que, entre 1960 y 2000, el gasto de la educaciĂłn pĂşblica en Estados Unidos ha aumentado un 240%, entre otras polĂticas, la brecha sigue siendo enorme.
DiscriminaciĂłn por ecosistema
La razón de que la discriminación entre ricos y pobres parezca insalvable es que no reside únicamente en el nivel de renta, sino en absolutamente todo el ecosistema en el que se integra un rico frente a un pobre, como explica Malcolm Gladwell en su libro Fueras de serie. Hasta el punto de que los ricos crian de una forma a sus hijos, y los pobres, de otra forma diferente. Las activiades extra escolares, el tipo de instituto, los compañeros, la resolución de toda clase de problemas. Todo ello incide en el futuro desarrollo del niño, y en su forma de abordar sus metas. David Brooks, en El animal social, incluso es más agorero:
Unos niños están inmersos en un ambiente que estimula el desarrollo del capital humano (libros, debate, lectura, preguntas, conversaciones sobre quĂ© quieren hacer en el futuro) y otros viven en un ambiente trastornado. Si leemos parte de una historia a niños de jardĂn de infancia de un barrio acomodado, aproximadamente la mitad de ellos serán capaces de predecir quĂ© pasará a continuaciĂłn. Si leemos el mismo fragmento a niños de barrios pobres, sĂłlo un 10% será capaz de pronosticar el curso de los acontecimientos. La capacidad para construir plantillas sobre el futuro es de capital importancia para el Ă©xito en los años venideros.
DiscriminaciĂłn psicoemocional
Todos somos conscientes de la discriminaciĂłn a la que sometemos a algunas mujeres, a algunos calvos, a algunas obesas, a algunos pobres, a algunos tartamudos, a algunos enanos, a algunos tuertos o estrábicos, a algunos con voz de pitufo, a algunas asexuadas, a algunos con trabajos ridĂculos. Todos somos conscientes de miles de discriminaciones, pero las más peligrosas son las que pasan totalmente desapercibidas.
Pongamos un ejemplo extremo. Una persona que es vaga, antipática, insegura, demasiado seria, taciturna, deprimente e incluso asocial. Todos huimos de esa clase de personas. No las queremos cerca, ni trabajando en nuestras empresas, ni siendo nuestras parejas, ni siendo amigas de nuestros hijos. Pensaremos que, bien, discriminamos a esa clase de personas porque se lo merecen. Que no es lo mismo discriminar a un tipo feo que a un tipo antipático. El antipático ha tenido la oportunidad de labrarse un carácter más empático; el feo es feo y punto.
Pero eso no es del todo cierto. Los feos pueden someterse a cirugĂa plástica, al maquillaje, al photoshop. TambiĂ©n tienen cierta responsabilidad de su fealdad, Âżno? De igual modo, pretender que un individuo como el anteriormente descrito consiga ser de otra forma es tan artificioso como pasar por quirĂłfano. Nadie quiere ser vago o antipático. Nadie lo decide. Somos como somos por una mezcla de tĂłmbola genĂ©tica y ecosistema cultural. Nadie decide ni sus genes ni donde ha nacido, ni con quienes ha debido lidiar toda su vida. Estar en lo más bajo la pirámide social lleva aparejados demasiados efectos negativos, como explica Richard Wilkinson en The Spirit Level, tales como obesidad, peor salud, menos conexiones sociales, más ansiedad. Abunda en ello de nuevo David Brooks:
Prosperar depende de destrezas inconscientes que sirven de condiciĂłn sine qua non para los logros conscientes. A quienes no han adquirido esas destrezas inconscientes les resulta mucho más difĂcil aceptar una rutina de jornada laboral y cada mañana van a duras penas a trabajar, sin ganas. Para ellos será más difĂcil ser educados con un jefe que les abruma, sonreĂr amablemente al conocer a alguien o mostrar al mundo una cara coherente si están atravesando una crisis personal o de estado de ánimo. Les costará desarrollar una fe fundamental en su eficacia (la creencia de ser capaces de determinar el curso de su vida). Es menos probable que tengan confianza en que la causa conduce al efecto, de que si se sacrifican ahora, algo bueno resultará.
Y, sin embargo, discriminamos a la gente que no nos gusta, cuando quizá deberĂan gustarnos. Para no ser tan injustos como lo somos ante un cucaracha frente a un perro mono. O quizá, no. Quizá la Ăşnica manera de vivir sea discriminando. Y la virtud estriba en saber cuándo discriminar y cuándo no hacerlo. Me gustarĂa daros una respuesta clarificadora, pero me siento incapaz. No creo que exista una respuesta binaria, sino fluida, contradictoria y eternamente irresoluta. Discriminar a los demás está mal y bien, está bien y mal. Supongo que el fiel de la balanza tirará hacia uno u otro lado en funciĂłn del contexto cultural en el que estemos viviendo. Y mañana será otro dĂa.
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Todas las imágenes son de Shutterstock.
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Siempre apoyaré la no discriminación por razón de sexo, aunque en ocasiones invertimos tantos recursos en ella que da la impresión de que no existen otras clases de discriminación, como la de por razón de belleza o por estrato socioeconómico.
De hecho, si analizamos la forma de proceder de nuestro cerebro, enseguida descubriremos que discriminamos continuamente a los demás por toda clase de razones, mayormente espurias o veleidosas. Y que si dejamos de discriminar por un motivo, discriminaremos por otro, hasta el punto de que ya no deberemos preguntarnos cĂłmo dejar de discriminar a los demás, sino quĂ© motivos serĂan los más justos y racionales para hacerlo.
La impenetrable jungla de los sesgos
Nuestros cerebros no están preparados para asimilar toda la informaciĂłn que reciben, de modo que filtran esa informaciĂłn y solo nos llega una parte a la consciencia. TambiĂ©n el cerebro necesitarĂa demasiado tiempo para evaluar cada situaciĂłn nueva en la que nos encontramos, o cada individuo que se cruza en nuestro camino, asĂ que tambiĂ©n usa atajos mentales, reglas aprendidas en casos o personas similares, a fin de que actuemos en vez de quedarnos horas o dĂas enteros reflexionando bajo un roble. A esta clase de atajos se les llama sesgos cognitivos.
Todo lo que pensamos está cruzado por toda clase de sesgos cognitivos, seamos o no conscientes de ellos. De hecho, nuestras primeras impresiones de las cosas son tan poderosas y perdurables que difĂcilmente las cambiaremos a lo largo de la vida. Esto se vio perfectamente ejemplificado cuando a un grupo de los voluntarios se le permitiĂł cambiar su primera respuesta a un test. La mayorĂa fue reacia a hacerlo a pesar de que ello, porcentualmente, mejorarĂa sus respuestas al test, tal y como revelaron Kruger, Wirtz y Miller en este estudio publicado en Journal of Personality and Social Psychology.
TambiĂ©n, a la hora de emparejarnos, estadĂsticamente lo hacemos más con personas que tienen un nivel cultural y socioeconĂłmico similar al nuestro, en parte porque asĂ ya creemos conocer parte de lo que probablemente ignoramos de la otra persona. Preferimos a gente de nuestro propio paĂs, de nuestra etnia, de nuestro segmento de edad.
DiscriminaciĂłn por estereotipo
Los estereotipos son atajos sobre la naturaleza de las personas en funciĂłn de algĂşn rasgo que sea fácilmente identificable y que, a diferencia de los sesgos, han cristalizado socialmente. Por ejemplo, socialmente hay cierto consenso al siguiente estereotipo: si nos topamos con un desconocido en un callejĂłn oscuro y viste de cuero con tachuelas desconfiaremos más de Ă©l que si viste con traje y corbata. El individuo trajeado quizá es más peligroso que el individuo de cuero (máxime si trabaja en un banco), pero lo más probable, nos dice el estereotipo, es que esto no sea asĂ, y como no tenemos tiempo ni ganas de comprobarlo, mejor obramos conforme a dicho estereotipo.
Todo este proceso sucede en parte a nivel inconsciente y en cuestiĂłn de segundos. Y sucede en miles de interacciones sociales, todos los dĂas, a todas horas. Nos comportamos tambiĂ©n de modo distinto con quienes no pertenecen a nuestro grupo, grey, panda, etc. Por eso los negros que se encuentran con blancos se comportan de manera distinta a que si se topan con otro negro. Lo mismo sucede entre ricos y pobres. Ancianos y jĂłvenes. Hombres y mujeres. Hasta el punto de que ni siquiera vemos, en el sentido más literalmente del tĂ©rmino, a las personas que no son como nosotros. Como señala George Loewenstein, profesor del Carnegie Mellon y uno de los mayores expertos en el papel de la parcialidad en la formaciĂłn de nuestros juicios: «La gente siempre cree que no es tendenciosa, aun cuando se pueda documentar estadĂsticamente que hay una gran parcialidad».
Es lo que sucediĂł en un divertido experimento llevado a cabo por Daniel Simons y Daniel Levin, de la Universidad de Cornell. En el experimento, un grupo de «forasteros» debĂan dirigirse a un campus universitario para preguntar a los peatones por algunas direcciones. En mitad de la interacciĂłn social, entonces, ambos eran bruscamente interrumpidos por dos hombres que pasaban entre ellos portando una puerta. La interrupciĂłn solo duraba un segundo. Pero en ese segundo, uno de los hombres que transportaba la puerta se cambiaba por el «forastero». Cuando la puerta acababa de pasar, el peatĂłn se encontraba de frente con una persona distinta, que continuaba la conversaciĂłn tal cual. En la mayorĂa de los casos, el peatĂłn no advertĂa que nada hubiera cambiado. Solo siete peatones se dieron cuenta del cambio: los siete eran estudiantes de aproximadamente la misma edad que el «forastero».
Repitieron el experimento con un pequeño cambio: los forasteros ya no vestirĂa de manera informal, como un estudiante más, sino como trabajadores de la construcciĂłn. A pesar de que solo interactuaron con estudiantes de su misma edad, la mayorĂa no se dio cuenta tampoco del cambio. Tal y como abunda en ello Joseph Hallinan en su libro Las trampas de la mente:
Más que verlos como individuos (como habĂa sucedido cuando iban vestidos de estudiantes), los experimentadores eran vistos ahora como miembros de otro grupo. (…) es decir, lo habĂa catalogado enseguida como un obrero de la construcciĂłn y no habĂa percibido los detalles (como su cabello, sus ojos o su sonrisa) que le permitirĂan verle como un individuo.
Otra forma de advertir hasta quĂ© punto anclamos asociaciones de ideas sobre cosas que nos resultan familiares consiste en usar los Tests de AsociaciĂłn ImplĂcita (Implicit Association Test (IAT)), a travĂ©s de los cuales se miden los tiempos de reacciĂłn para asociaciones entre atributos positivos y negativos y fotografĂas de representantes de los grupos. Responder al test a travĂ©s de un ordenador permite medir con una precisiĂłn de milisegundos la rapidez de las respuestas.
En funciĂłn de la velocidad de categorizaciĂłn en cada una de estas variantes se determina el grado de prejuicio implĂcito. Por ejemplo, si alguien asocia con más rapidez «negro» con «malo» estamos ante un prejuicio racial implĂcito. Uno de los creadores de este test, Anthony G. Greenwald, sostiene que al haber una asociaciĂłn previa fuerte las personas tardan en contestar entre cuatrocientos y seiscientos milisegundos. Tal y como señala Joan FerrĂ©s i Prats en Las pantallas y el cerebro emocional:
Pues bien, más del 80% de las personas que han realizado el test en Estados Unidos tardan sensiblemente más en contestar cuando se les pide que asignen conceptos positivos a la categorĂa negro, que cuando han de asociar conceptos negativos con personas negras. (…) En realidad, de los cincuenta mil afroamericanos que han realizado el test en Estados Unidos, casi la mitad manifiestan asociaciones positivas más fuertes con los blancos que con los negros.
Los resultados del IAT tambiĂ©n han descubierto estas asociaciones implĂcitas negativas en ideas como «femenino» y «carrera», y la mayorĂa preferĂan personas jĂłvenes a viejas, no discapacitadas a discapacitadas, delgadas a obesas y heterosexuales a homosexuales. Si querĂ©is pasar vosotros mismos el test, lo tenĂ©is en Project Implicit de la Universidad de Harvard.
Si las asociaciones psicolĂłgicas no parecen suficiente prueba, Elizabeth Phelps, de la New York University, preguntĂł a diversos individuos blancos si eran racistas para, posteriormente, analizar sus cerebros mediante una resonancia magnĂ©tica funcional mientras contemplaban fotografĂas de rostros tanto de piel blanca como de piel negra. En la mayorĂa de casos, se tendĂa a activar la amĂgdala, el área cerebral asociada con las actitudes de miedo y sentimientos negativos. Sin embargo, si las personas negras eran famosas o conocidas, esto no ocurrĂa. Es decir, que una buena forma de combatir el IAT pasa por convivir más con las personas a las que asociamos aspectos negativos, hasta que se vuelvan más familiares.
Discriminación académica
Si hacemos hincapié a la formación académica, los directores de recursos humanos de las empresas también poseen sesgos muy profundos acerca de los trabajadores que creen que rendirán y los que no. Según Ron Haskins e Isabel Sawhill en un estudio llamado “Creating an Opportunity Society”, desde 1970, simplemente acudir a la universidad ha empezado a abrir una brecha económica entre los ciudadanos que no deja de incrementarse.
Un estadounidense medio con tĂtulo superior forma parte de una familia que gana de media 93.000 dĂłlares al año. El que tiene tĂtulo universitario, de una familia que gana de media 75.000 dĂłlares al año. El que ha terminado la secundaria, 42.000 dĂłlares. El que ha abandonado el instituto, 28.000 dĂłlares.
Las empresas no tienen tiempo de conocer en profundidad a los solicitantes de sus vacantes, asĂ que criban, discriminan, a quienes no tienen el tĂtulo acadĂ©mico correspondiente. El resto, aunque sea más competente, culto o trabajador, no será contratado, o será contratado en empleos de menor remuneraciĂłn.
DiscriminaciĂłn por dinero
Hasta aquĂ podrĂamos argĂĽir que uno cobra, en realidad, por haberse esforzado en estudiar o haber desplegado determinadas competencias intelectuales frente a un examen. Sin embargo, eso no es del todo cierto. No todas las personas tienen las mismas posibilidades de acceder a la universidad, y los motivos pueden ser econĂłmicos, sociolĂłgicos y hasta hereditarios por vĂa genĂ©tica, lo que nos estarĂa planteando una suerte de meritocracia heredada.
Si bien la igualdad de oportunidades es mayor que hace cincuenta años, todavĂa dista de ser una realidad, tal y como explica el investigador Ross Douthat en el artĂculo “Does Meritocracy Work?” Un niño que nace en una familia cuyos ingresos ascienden a 30.000 dĂłlares tiene una probabilidad entre diecisiete de ser graduado universitario. Si lo hace en una familia cuyos ingresos son de 45.000 dĂłlares, una probabilidad entre diez. En una de 70.000 dĂłlares, una probabilidad entre cuatro. En una de 90.000, el 50 % de las veces será graduado universitario.
Y si, como hemos señalado, el tĂtulo universitario ofrece un salario mucho más elevado, ello perpetĂşa a las familias ricas frente a las pobres. El problema es que esta brutal discriminaciĂłn en funciĂłn de la renta resulta de difĂcil soluciĂłn, como ha argumentado Eric Hanushek en “Milton Friedman’s Unfinished Business”: a pesar de que, entre 1960 y 2000, el gasto de la educaciĂłn pĂşblica en Estados Unidos ha aumentado un 240%, entre otras polĂticas, la brecha sigue siendo enorme.
DiscriminaciĂłn por ecosistema
La razón de que la discriminación entre ricos y pobres parezca insalvable es que no reside únicamente en el nivel de renta, sino en absolutamente todo el ecosistema en el que se integra un rico frente a un pobre, como explica Malcolm Gladwell en su libro Fueras de serie. Hasta el punto de que los ricos crian de una forma a sus hijos, y los pobres, de otra forma diferente. Las activiades extra escolares, el tipo de instituto, los compañeros, la resolución de toda clase de problemas. Todo ello incide en el futuro desarrollo del niño, y en su forma de abordar sus metas. David Brooks, en El animal social, incluso es más agorero:
Unos niños están inmersos en un ambiente que estimula el desarrollo del capital humano (libros, debate, lectura, preguntas, conversaciones sobre quĂ© quieren hacer en el futuro) y otros viven en un ambiente trastornado. Si leemos parte de una historia a niños de jardĂn de infancia de un barrio acomodado, aproximadamente la mitad de ellos serán capaces de predecir quĂ© pasará a continuaciĂłn. Si leemos el mismo fragmento a niños de barrios pobres, sĂłlo un 10% será capaz de pronosticar el curso de los acontecimientos. La capacidad para construir plantillas sobre el futuro es de capital importancia para el Ă©xito en los años venideros.
DiscriminaciĂłn psicoemocional
Todos somos conscientes de la discriminaciĂłn a la que sometemos a algunas mujeres, a algunos calvos, a algunas obesas, a algunos pobres, a algunos tartamudos, a algunos enanos, a algunos tuertos o estrábicos, a algunos con voz de pitufo, a algunas asexuadas, a algunos con trabajos ridĂculos. Todos somos conscientes de miles de discriminaciones, pero las más peligrosas son las que pasan totalmente desapercibidas.
Pongamos un ejemplo extremo. Una persona que es vaga, antipática, insegura, demasiado seria, taciturna, deprimente e incluso asocial. Todos huimos de esa clase de personas. No las queremos cerca, ni trabajando en nuestras empresas, ni siendo nuestras parejas, ni siendo amigas de nuestros hijos. Pensaremos que, bien, discriminamos a esa clase de personas porque se lo merecen. Que no es lo mismo discriminar a un tipo feo que a un tipo antipático. El antipático ha tenido la oportunidad de labrarse un carácter más empático; el feo es feo y punto.
Pero eso no es del todo cierto. Los feos pueden someterse a cirugĂa plástica, al maquillaje, al photoshop. TambiĂ©n tienen cierta responsabilidad de su fealdad, Âżno? De igual modo, pretender que un individuo como el anteriormente descrito consiga ser de otra forma es tan artificioso como pasar por quirĂłfano. Nadie quiere ser vago o antipático. Nadie lo decide. Somos como somos por una mezcla de tĂłmbola genĂ©tica y ecosistema cultural. Nadie decide ni sus genes ni donde ha nacido, ni con quienes ha debido lidiar toda su vida. Estar en lo más bajo la pirámide social lleva aparejados demasiados efectos negativos, como explica Richard Wilkinson en The Spirit Level, tales como obesidad, peor salud, menos conexiones sociales, más ansiedad. Abunda en ello de nuevo David Brooks:
Prosperar depende de destrezas inconscientes que sirven de condiciĂłn sine qua non para los logros conscientes. A quienes no han adquirido esas destrezas inconscientes les resulta mucho más difĂcil aceptar una rutina de jornada laboral y cada mañana van a duras penas a trabajar, sin ganas. Para ellos será más difĂcil ser educados con un jefe que les abruma, sonreĂr amablemente al conocer a alguien o mostrar al mundo una cara coherente si están atravesando una crisis personal o de estado de ánimo. Les costará desarrollar una fe fundamental en su eficacia (la creencia de ser capaces de determinar el curso de su vida). Es menos probable que tengan confianza en que la causa conduce al efecto, de que si se sacrifican ahora, algo bueno resultará.
Y, sin embargo, discriminamos a la gente que no nos gusta, cuando quizá deberĂan gustarnos. Para no ser tan injustos como lo somos ante un cucaracha frente a un perro mono. O quizá, no. Quizá la Ăşnica manera de vivir sea discriminando. Y la virtud estriba en saber cuándo discriminar y cuándo no hacerlo. Me gustarĂa daros una respuesta clarificadora, pero me siento incapaz. No creo que exista una respuesta binaria, sino fluida, contradictoria y eternamente irresoluta. Discriminar a los demás está mal y bien, está bien y mal. Supongo que el fiel de la balanza tirará hacia uno u otro lado en funciĂłn del contexto cultural en el que estemos viviendo. Y mañana será otro dĂa.
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Todas las imágenes son de Shutterstock.
Muy interesante el artĂculo, sobretodo el preguntarnos sobre las consecuencias de discriminar al otro/a en un ambiente que cada vez más esta lleno de personas y que necesita de la co-participaciĂłn para superar tantos desafĂos culturales y sociales.
Felicitaciones!
Muchas gracias por tus palabras, Elder. Un saludo!
(perdon por la falta de acentos, escribo en un teclado guiri)
He leido con interes tu articulo, y mola.
Me interesa la parte donde escribes que cuando alguien es famoso, “desactiva” los mecanismos de discriminacion de los demas. Y eso me lleva a creer que ese factor “fama” es mas bien factor “Te he visto antes y no has demostrado ser una amenaza”.
Me resulta interesante el ejemplo del departamento de RRHH y los titulos universitarios, y creo que internet ha aumentado enormemente la capacidad de informacion que podemos obtener para determinar el grado de “amenaza” de una persona, sea para una relacion personal, para un trabajo u otra forma de interaccion.
Alguien que no tenga un titulo universitario pero que se fabrique una reputacion en grupos de opinion, o de intereses profesionales, puede sobreponerse sin dificultad a criterios “estadisticos” para encontrar un buen empleo.
En cualquier caso, como siempre en Yorokobu, otro articulo que nos hace pensar ! 🙂
Saludos
Vicente
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