La primera señal de que el verano habÃa llegado a mi casa era el cartel que mi padre colgaba en la cristalera de su negocio anunciando un escueto: «Cerrado por vacaciones del 1 al 31 de agosto». El sol cálido de junio y el calor tórrido de julio no eran anuncios suficientes de que el estÃo habÃa llegado para quedarse. Verano estaba —está— indisolublemente ligado a vacaciones. Y las vacaciones, entonces, seguÃan siendo de 31 dÃas.
Porque una cosa es lo que diga la ciencia y la meteorologÃa, y otra, la vida real. Puede que como estación dure tres meses, pero los veranos de mi infancia —y la de otros muchos— duraban solo un mes. Para mi familia, verano era agosto entero en un pequeño pueblo de Soria escondido entre montes y pinares. No hacÃa falta playa, ya estaban los campos de trigo para traer las olas.
Verano era la bici BH color butano que me esperaba llena de polvo en el desván de la casa de mi abuela. Y eran tardes de piscina o de rÃo. Y bocadillos de Nocilla en pan de hogaza. Y mulos que bebÃan en el pilón de la fuente. Verano eran tertulias eternas sobre temas intranscendentes en las escaleras de una vieja escuela destartalada, hoy convertida en salón social. Y partidas de brisca que las mujeres del pueblo, sentadas alrededor de una mesita a la puerta de sus casas, jugaban, como un ritual más, cuando el sol relajaba su furia.
Y nosotros, los más jóvenes de la casa, intercambiábamos con los amigos los cómics de las Joyas Literarias Juveniles de Bruguera que nos introducÃan en la literatura seria, en esos libros imprescindibles que te dicen que has de leer antes morir pero que nunca llegas a hacerlo. Total, ya te has leÃdo el cómic y has visto la pelÃcula…
El verano suena a música. A cinta de casete que grababas durante el año con las canciones que sonaban en la radio, señales horarias incluidas. Esos recopilatorios que duraban solo una temporada y que al verano siguiente descartabas por hartazgo. Canciones tontas, intrascendentes, que cuando hoy vuelves a escuchar, aun hiriendo tu gusto musical ya más selecto y maduro, te siguen haciendo sonreÃr de pura nostalgia. Spotify y la música en streaming no suenan igual, no te hacen sentir lo mismo.
El verano quema. El calor te amodorra y te acuna con voz de jazz: Summertime and the livin’ is easy…
Veraneamos. Sudamos. ReÃmos. Porque es lo que nos gusta hacer cuando llega el calor y las chicharras te martillean sin piedad mientras intentas dormir la siesta. Lo puedes pintar de azul y convertirlo en una serie de televisión mil veces repuesta. O lo puedes pintar de amarillo, de rojo, de verde mar… Es inmensa la paleta de colores que cada uno empleamos para dibujarlo. Tenemos la libertad de elegir. Pintemos, pues.
… So hush, little baby, don’t you cry. One of these mornings you’re gonna rise up singing
And you’ll spread your wings and you’ll take to the sky
But till that morning, there ain’t nothin’ can harm you
With daddy and mammy standin’ by.
La primera señal de que el verano habÃa llegado a mi casa era el cartel que mi padre colgaba en la cristalera de su negocio anunciando un escueto: «Cerrado por vacaciones del 1 al 31 de agosto». El sol cálido de junio y el calor tórrido de julio no eran anuncios suficientes de que el estÃo habÃa llegado para quedarse. Verano estaba —está— indisolublemente ligado a vacaciones. Y las vacaciones, entonces, seguÃan siendo de 31 dÃas.
Porque una cosa es lo que diga la ciencia y la meteorologÃa, y otra, la vida real. Puede que como estación dure tres meses, pero los veranos de mi infancia —y la de otros muchos— duraban solo un mes. Para mi familia, verano era agosto entero en un pequeño pueblo de Soria escondido entre montes y pinares. No hacÃa falta playa, ya estaban los campos de trigo para traer las olas.
Verano era la bici BH color butano que me esperaba llena de polvo en el desván de la casa de mi abuela. Y eran tardes de piscina o de rÃo. Y bocadillos de Nocilla en pan de hogaza. Y mulos que bebÃan en el pilón de la fuente. Verano eran tertulias eternas sobre temas intranscendentes en las escaleras de una vieja escuela destartalada, hoy convertida en salón social. Y partidas de brisca que las mujeres del pueblo, sentadas alrededor de una mesita a la puerta de sus casas, jugaban, como un ritual más, cuando el sol relajaba su furia.
Y nosotros, los más jóvenes de la casa, intercambiábamos con los amigos los cómics de las Joyas Literarias Juveniles de Bruguera que nos introducÃan en la literatura seria, en esos libros imprescindibles que te dicen que has de leer antes morir pero que nunca llegas a hacerlo. Total, ya te has leÃdo el cómic y has visto la pelÃcula…
El verano suena a música. A cinta de casete que grababas durante el año con las canciones que sonaban en la radio, señales horarias incluidas. Esos recopilatorios que duraban solo una temporada y que al verano siguiente descartabas por hartazgo. Canciones tontas, intrascendentes, que cuando hoy vuelves a escuchar, aun hiriendo tu gusto musical ya más selecto y maduro, te siguen haciendo sonreÃr de pura nostalgia. Spotify y la música en streaming no suenan igual, no te hacen sentir lo mismo.
El verano quema. El calor te amodorra y te acuna con voz de jazz: Summertime and the livin’ is easy…
Veraneamos. Sudamos. ReÃmos. Porque es lo que nos gusta hacer cuando llega el calor y las chicharras te martillean sin piedad mientras intentas dormir la siesta. Lo puedes pintar de azul y convertirlo en una serie de televisión mil veces repuesta. O lo puedes pintar de amarillo, de rojo, de verde mar… Es inmensa la paleta de colores que cada uno empleamos para dibujarlo. Tenemos la libertad de elegir. Pintemos, pues.
… So hush, little baby, don’t you cry. One of these mornings you’re gonna rise up singing
And you’ll spread your wings and you’ll take to the sky
But till that morning, there ain’t nothin’ can harm you
With daddy and mammy standin’ by.
Amén. Gracias por el artÃculo, impresionante. La voz en off del verano, al menos del mÃo 🙂
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