Piensa, por ejemplo, en cuántas veces no has votado a un partido determinado porque su cabeza de lista no te gustaba.
Daba igual entonces que las ideas de la formación te gusten, que les hayas votado antes o que todos los demás integrantes de la candidatura sà vayan en tu sintonÃa: basta con que haya un lÃder que desentone para que todo lo demás se ponga en cuestión.
Es el silogismo de la masa silenciosa y el alborotador: da igual cuánta gente haya en una sala si solo una está hablando, porque esa será la única voz que se escuchará.
Extrapólalo a cualquier cosa: no importa cuántos mecánicos haya, que si uno te estafa tenderás a pensar que todos son unos ladrones. O taxistas. O polÃticos corruptos. O radicales de la corriente que sea.
En lo que respecta a las pasiones somos muy dados a la generalización. Vaciamos de significado el conjunto para prestar atención al puñado de ruidosos. Aunque en muchas ocasiones no sean representativos de nada.
SÃ, se conocen las ideas a brocha gorda, pero ni atisbo sobre las medidas concretas que aplicará en educación, economÃa o investigación. Sencillamente, habla bien, suelta alguna idea general con la que encajamos y listo.
Ante un panorama tan desolador, donde el conocimiento polÃtico es escaso pero la opinión es permanente, hay códigos polÃticos que funcionan mejor que otros aunque tengan nula practicidad. Es el caso, por ejemplo, de la imagen y las campañas de marketing.
Ahora casi todos los candidatos son guapos, casi todos visten igual –esa camisa blanca remangada y sin chaqueta, elegante pero moderna– y casi todos dominan el discurso televisivo.
Da igual que vistan cascos de soldado de la antigüedad o que compartan recetas de magdalenas: la polÃtica es subsidiaria de la imagen que se crea.
Esto último es lo que sucedió, por ejemplo, hace unos meses: un partido del que hacÃa años que no se hablaba irrumpÃa en escena porque habÃa logrado algo tan inesperado como llenar el Palacio de Vistalegre.
El escenario no era baladÃ: es el lugar que los socialistas llenaban en sus años buenos y habÃan abandonado tras su profunda crisis. El mismo que eligió de forma simbólica Pablo Iglesias para dar acta de nacimiento a Podemos, en su intento –fallido– de asaltar los cielos.
En esa ocasión fue Vox quien llenó la plaza. Nada se sabÃa de ellos ya.
Tras una limitada atención en sus orÃgenes, de pronto empezaron a copar titulares: que si España era el único paÃs donde no habÃa formaciones de ultraderecha en las instituciones, que si algo sucedÃa para que miles de personas se juntaran de pronto para jalearles, que si el PP habÃa iniciado su demolición interna porque acababa de perder a su ala derecha.
Y sus propuestas empezaron a marcar casi cada conversación.
En realidad lo que habÃa sucedido era una cuestión más bien marketiniana: los mismos que auparon la inverosÃmil campaña de Donald Trump en EEUU habÃan desembarcado en Europa para aplicar –punto por punto– el mismo manual.
Y lo primero era captar la atención dando sensación de fuerza y poderÃo. Y funcionó.
La formación, de la nada, irrumpió en AndalucÃa y fue clave en la formación del Ejecutivo autonómico.
Ahà el discurso caló a la perfección, como habÃa pasado en EEUU: ellos eran la opción antisistema, toda vez que el establishment andaluz era un PSOE que nunca habÃa abandonado el poder, de la misma forma que la saga de los Clinton era percibida como el ‘sistema’ al que derrotar en Washington.
Al menos en el caso andaluz la alternativa no fue un magnate de los negocios, sino más bien una red de apoyos tejida sobre los problemas raciales de las áreas de AlmerÃa y Huelva con los sectores más ruralistas –cazadores y agricultores desencantados– de la serranÃa.
Solo al dividir el voto en tres formaciones se habÃa logrado sumar lo suficiente.
Por eso la estrategia se aplicó tal cual a las generales. Vox planificó mÃtines en las provincias que menos pisaban los grandes partidos, y llenó auditorios en grandes capitales y en zonas despobladas que los grandes partidos ni se atrevÃan a pisar.
Las imágenes de colas de gente aguardando para entrar, o del llenazo en una capital como Valencia, acabó por hacer saltar las alarmas: si son capaces de todo eso, podrán dar el golpe que las encuestas empiezan a augurar.
Pero en realidad no sucedió. Ante la simplificación de las minorÃas ruidosas, al final lo que funcionó fue la movilización de las mayorÃas silenciosas.
Ese enorme grupo de población que decantan las elecciones cuando se movilizan, pero que no suelen expresar en público sus opiniones –más bien al contrario, muchas veces las silencian–.
Los que, incluso, son capaces de variar el sentido de su voto según las circunstancias, huyendo de los dogmatismos a prueba de bomba de los mÃtines y las campañas.
Al final, a pesar de lo que salga en las noticias, la sociedad siempre es más parecida a esa mayorÃa silenciosa: ni tan crispada ni tan ruidosa, ni tan extrema ni tan repentina. Más de tendencias que de irrupciones inesperadas, más de inercias que de cambios abruptos.
Piensa, por ejemplo, en cuántas veces no has votado a un partido determinado porque su cabeza de lista no te gustaba.
Daba igual entonces que las ideas de la formación te gusten, que les hayas votado antes o que todos los demás integrantes de la candidatura sà vayan en tu sintonÃa: basta con que haya un lÃder que desentone para que todo lo demás se ponga en cuestión.
Es el silogismo de la masa silenciosa y el alborotador: da igual cuánta gente haya en una sala si solo una está hablando, porque esa será la única voz que se escuchará.
Extrapólalo a cualquier cosa: no importa cuántos mecánicos haya, que si uno te estafa tenderás a pensar que todos son unos ladrones. O taxistas. O polÃticos corruptos. O radicales de la corriente que sea.
En lo que respecta a las pasiones somos muy dados a la generalización. Vaciamos de significado el conjunto para prestar atención al puñado de ruidosos. Aunque en muchas ocasiones no sean representativos de nada.
SÃ, se conocen las ideas a brocha gorda, pero ni atisbo sobre las medidas concretas que aplicará en educación, economÃa o investigación. Sencillamente, habla bien, suelta alguna idea general con la que encajamos y listo.
Ante un panorama tan desolador, donde el conocimiento polÃtico es escaso pero la opinión es permanente, hay códigos polÃticos que funcionan mejor que otros aunque tengan nula practicidad. Es el caso, por ejemplo, de la imagen y las campañas de marketing.
Ahora casi todos los candidatos son guapos, casi todos visten igual –esa camisa blanca remangada y sin chaqueta, elegante pero moderna– y casi todos dominan el discurso televisivo.
Da igual que vistan cascos de soldado de la antigüedad o que compartan recetas de magdalenas: la polÃtica es subsidiaria de la imagen que se crea.
Esto último es lo que sucedió, por ejemplo, hace unos meses: un partido del que hacÃa años que no se hablaba irrumpÃa en escena porque habÃa logrado algo tan inesperado como llenar el Palacio de Vistalegre.
El escenario no era baladÃ: es el lugar que los socialistas llenaban en sus años buenos y habÃan abandonado tras su profunda crisis. El mismo que eligió de forma simbólica Pablo Iglesias para dar acta de nacimiento a Podemos, en su intento –fallido– de asaltar los cielos.
En esa ocasión fue Vox quien llenó la plaza. Nada se sabÃa de ellos ya.
Tras una limitada atención en sus orÃgenes, de pronto empezaron a copar titulares: que si España era el único paÃs donde no habÃa formaciones de ultraderecha en las instituciones, que si algo sucedÃa para que miles de personas se juntaran de pronto para jalearles, que si el PP habÃa iniciado su demolición interna porque acababa de perder a su ala derecha.
Y sus propuestas empezaron a marcar casi cada conversación.
En realidad lo que habÃa sucedido era una cuestión más bien marketiniana: los mismos que auparon la inverosÃmil campaña de Donald Trump en EEUU habÃan desembarcado en Europa para aplicar –punto por punto– el mismo manual.
Y lo primero era captar la atención dando sensación de fuerza y poderÃo. Y funcionó.
La formación, de la nada, irrumpió en AndalucÃa y fue clave en la formación del Ejecutivo autonómico.
Ahà el discurso caló a la perfección, como habÃa pasado en EEUU: ellos eran la opción antisistema, toda vez que el establishment andaluz era un PSOE que nunca habÃa abandonado el poder, de la misma forma que la saga de los Clinton era percibida como el ‘sistema’ al que derrotar en Washington.
Al menos en el caso andaluz la alternativa no fue un magnate de los negocios, sino más bien una red de apoyos tejida sobre los problemas raciales de las áreas de AlmerÃa y Huelva con los sectores más ruralistas –cazadores y agricultores desencantados– de la serranÃa.
Solo al dividir el voto en tres formaciones se habÃa logrado sumar lo suficiente.
Por eso la estrategia se aplicó tal cual a las generales. Vox planificó mÃtines en las provincias que menos pisaban los grandes partidos, y llenó auditorios en grandes capitales y en zonas despobladas que los grandes partidos ni se atrevÃan a pisar.
Las imágenes de colas de gente aguardando para entrar, o del llenazo en una capital como Valencia, acabó por hacer saltar las alarmas: si son capaces de todo eso, podrán dar el golpe que las encuestas empiezan a augurar.
Pero en realidad no sucedió. Ante la simplificación de las minorÃas ruidosas, al final lo que funcionó fue la movilización de las mayorÃas silenciosas.
Ese enorme grupo de población que decantan las elecciones cuando se movilizan, pero que no suelen expresar en público sus opiniones –más bien al contrario, muchas veces las silencian–.
Los que, incluso, son capaces de variar el sentido de su voto según las circunstancias, huyendo de los dogmatismos a prueba de bomba de los mÃtines y las campañas.
Al final, a pesar de lo que salga en las noticias, la sociedad siempre es más parecida a esa mayorÃa silenciosa: ni tan crispada ni tan ruidosa, ni tan extrema ni tan repentina. Más de tendencias que de irrupciones inesperadas, más de inercias que de cambios abruptos.